Pero tenemos testimonios aún más explícitos. San Pedro, después de haber citado en su discurso del cenáculo la palabra Aceldama, que significa «campo de sangre», añade que pertenecía a la lengua de los habitantes de Jerusalén[69]. En el libro de los Hechos[70] se cuenta que San Pablo, dirigiéndose a los judíos en el atrio del Templo, les habló «en hebreo»: locución general que designa aquí seguramente al arameo, pues el hebreo era entonces lengua muerta, según se ha dicho antes. Estos hechos son concluyentes. Por su parte, Josefo expresamente dice[71] que al principio escribió su libro De la Guerra de los Judíos «en la lengua de su propio país», antes de traducirlo al griego, idioma que, según dice en otro lugar[72], no aprendió sin mucho trabajo.
En los distritos de Palestina donde residía una población pagana más o menos numerosa, sobre todo en algunos puntos de Galilea, la lengua de los extranjeros era el griego, y algunos judíos lo hablaban también corrientemente. Pero éste era caso excepcional, que los rabinos censuraban muy severamente. No cabe, pues, dudar, a pesar de algunas aserciones en contrario, que al arameo corresponde el grande honor de haber sido la lengua que Jesús niño balbució al hablar con su madre y con su padre adoptivo, la lengua en que hacía sus inefables oraciones, la lengua, en fin, en que predicó el Evangelio y pronunció sus admirables discursos.
III. EL ESTADO RELIGIOSO DE LOS JUDÍOS EN LA ÉPOCA DE NUESTRO SEÑOR
La importancia de este asunto exige que se lo estudie con particular interés. Gracias a los Evangelios y a los demás libros del Nuevo Testamento, gracias también a los escritos rabínicos y a los del historiador Josefo, es relativamente fácil nuestra tarea de reconstitución de aquella época.
Hablaremos en primer lugar del culto propiamente dicho, reuniendo en tres puntos principales —local, personal y ceremonial— los pormenores que más útiles nos parezcan.
1.o La unidad de santuario fue desde el principio norma constante de la religión de Israel para mejor expresar la unidad del verdadero Dios. Al Tabernáculo portátil que, después de haber acompañado a los hebreos en sus peregrinaciones por el desierto, fue colocado sucesivamente en Silo, en Nob, en Gabaón, sucedió el magnífico Templo construido por Salomón en Jerusalén sobre el monte Moria, pero que fue destruido sin piedad por los soldados de Nabucodonosor. Acabado el destierro, Zorobabel y los judíos que volvieron de Caldea se esforzaron en levantar de las ruinas aquel glorioso santuario; pero el edificio que, venciendo mil dificultades, erigieron en el mismo sitio del anterior era tan humilde, que su vista arrancaba lágrimas de amargura a los que antes del destierro habían visto el antiguo Templo[73]. El rey Herodes el Grande, cuyo incansable ardor arquitectónico hemos señalado, tuvo la ambición, legítima esta vez, de agrandar y embellecer el segundo Templo, para que fuese tan hermoso como el de Salomón. Comenzó la reconstrucción el año decimoctavo de su reinado (20-19 a. de J. C.), y al principio con grande actividad; pero la obra en su conjunto era tan colosal, que no pudo terminarse hasta mucho tiempo después de la muerte del rey, bajo la administración del gobernador romano Albino (62-64 d. de J. C.). Esto explica cómo los judíos pudieron decir al Salvador al principio de su vida pública que se trabajaba en la edificación hacía ya cuarenta y seis años[74].
Gracias sobre todo al historiador Josefo y a la circunstanciada descripción que nos dejó de aquel edificio, que vio con sus propios ojos[75], podemos formarnos de él concepto bastante exacto. Según el testimonio de jueces competentes, era, en su totalidad, «una de las concepciones arquitectónicas más espléndidas del mundo antiguo». Su riqueza y belleza eran proverbiales: «quien no ha visto el Templo de Herodes —se decía—, no ha visto nunca un edificio suntuoso». Situación admirable, sumamente pintoresca, sobre el valle del Cedrón, frente al monte de los Olivos; por detrás, la ciudad construida en anfiteatro sobre las colinas próximas; amplias terrazas escalonadas y rodeadas de galerías o atrios con infinitas columnas; construcciones de formas diversas, agrupadas con elegancia, revestidas de mármoles y de metales preciosos: todo se unía para que resultase un conjunto armónico, que la vista no se cansaba de contemplar.
Todo este conjunto de patios y edificios es designado de ordinario en los Evangelios con la palabra griega hierón (ἱερόν), mientras que naós (ναός) casi siempre indica el santuario propiamente dicho.
Acabamos de hablar de las terrazas escalonadas. Eran en número de tres. La más baja, que al mismo tiempo era la más espaciosa, ocupaba todo el sitio llamado hoy Haram-es-Serif, «el recinto sagrado», que contiene la mezquita de Omar, la de el-Aksa y los patios circundantes. Para construirlo fue preciso, con grandes expensas de tiempo y de dinero, nivelar el suelo y levantar después en la parte meridional inmensas arcadas subterráneas, cimentadas en sólidas columnas. Alrededor de este cuadrilátero se levantaba un muro, que, al decir de Josefo, medía dos estadios de longitud y uno de anchura. Comunicaba con la ciudad por varias puertas, siendo las principales las que miraban al Oeste. Había también dos al Sur, una al Norte y otra al Este. Una de las cuatro puertas occidentales se abría sobre un puente, cuyo arranque se ve todavía en el ángulo Sudoeste, y que franqueaba el valle de Tiropeón, actualmente obstruido en gran parte.
Según ya indica el nombre, el atrio de los gentiles era accesible aun para los paganos. Rodeaba por todas partes al naós, pero en proporciones muy desiguales. Por el Este, y sobre todo por el Sur, tenía mayores dimensiones. A lo largo del muro del recinto se extendían espléndidas galerías, cubiertas de madera de cedro y adornadas, al Este, Norte y Oeste, por dos hileras de columnas monolíticas de mármol blanco. La galería del Sur, llamada pórtico de Salomón, tenía cuatro hileras. Todo el atrio estaba pavimentado con losas de diferentes colores. En el ángulo noroeste se elevaba la enorme ciudadela llamada entonces Antonia. Había sido construida por los príncipes asmoneos. Una escalera la ponía en comunicación con el patio de los gentiles.
La segunda terraza, o patio inferior, formaba, con sus tres atrios distintos y con sus múltiples construcciones, un rectángulo de 70 metros de largo y 40 de ancho. En conjunto su nivel excedía en 15 codos al del atrio de los gentiles. Se levantaba, no en el centro, sino en la parte noroeste de este último. Estaba igualmente rodeada de un muro al que se adosaban interiormente habitaciones destinadas a los sacerdotes y almacenes para los objetos de culto. Este muro estaba perforado por nueve puertas, cuatro al Norte, otras tantas al Sur y una al Este. Para llegar a las puertas del Norte y las del Sur se subía primero una escalinata de 14 gradas, que llevaba a un descenso de 10 codos de anchura, rodeado de una balaustrada con inscripciones griegas y latinas de trecho en trecho, que prohibían a los paganos, bajo pena de muerte, pasar más adelante. La puerta del Este era especialmente notable. Es verosímil que ésta sea la que menciona los Hechos de los Apóstoles[76] con el nombre de Puerta Hermosa. Tenía 56 codos de altura por 40 de anchura. Era toda de bronce. Conducía directamente al Patio de las Mujeres, llamado así, no porque a ellas únicamente les estuviese reservado, sino porque les estaba permitido llegar hasta allí. Su nivel era algo inferior al del Atrio de Israel y al de los Sacerdotes, a los que daba entrada una escalera de pocas gradas y un pórtico —la Puerta de Nicanor— más lujoso aún que la Puerta Hermosa.
El Atrio de Israel era relativamente estrecho, pues su anchura apenas pasaba de 11 codos; pero parece que daba la vuelta en derredor de la terraza superior, sobre la cual estaba el santuario. Todos los israelitas podían entrar allí. Más allá de aquel espacio, y rodeado por él, se hallaba el atrio reservado a los sacerdotes y levitas, en cuyo centro estaba erigido el enorme altar de los holocaustos, destinado a recibir y consumir las carnes de las víctimas que diariamente se inmolaban.
El santuario propiamente dicho, o naós, ocupaba, según parece, el ámbito de la actual mezquita de Omar. Del atrio de los sacerdotes se subía por una escalinata de 12 gradas hasta la explanada superior sobre la cual se levantaba. Sus dimensiones eran relativamente reducidas, pues no estaba destinado, como nuestras iglesias, a las asambleas religiosas ni a las grandes manifestaciones de culto. Ante todo representaba el palacio y, por consiguiente, la presencia del Dios de Israel en medio de su pueblo escogido. Al modo de los templos egipcios, estaba precedido de un pórtico muy alto y adornado con magnificencia, que