Los textos que acabamos de citar hacen referencia a los trabajos manuales. Por escritos contemporáneos sabemos que generalmente gozaba de mucha estima el trabajo manual entre los compatriotas del Salvador. Ya los Evangelios y los otros escritos del Nuevo Testamento nos dan alguna idea de la actividad de los artesanos de Palestina en aquella época. En efecto, nos presentan algunos obreros entregados a sus ocupaciones: pescadores (Mt 4, 18-19; Jn 21, 3-4), albañiles (Mt 21, 42), canteros (Lc 23, 53), tejedores (Jn 29, 29), bataneros (Mc 9, 3), sastres (Mc 2, 21), fabricantes de tela para tiendas de campaña (Act 28, 3), carpinteros (Mc 6, 3), viñadores (Mt 20, 1-4).
Mas para conocer a fondo la vida de los judíos en este aspecto en el primer siglo de nuestra Era hay que recurrir al Talmud. Unas veces oímos la voz de los principales doctores, que recomiendan el trabajo manual en términos generales, por motivos naturales o sobrenaturales: «el trabajo reanima a su dueño», es decir, a quien se entrega a él; «que el hombre acepte un trabajo que repugna, si con él puede prescindir del auxilio ajeno»; «el trabajo es precioso a los ojos de Dios». Otras veces apremia a los padres a que hagan aprender a sus hijos un oficio: «Quien no enseña a su hijo algún oficio, lo hace ladrón de caminos.» Otras, al lado del obrero, presenta, por asociación de ideas que no carecían de gracia, a la compañera de su vida orgullosa de la ocupación de su marido: «Aunque un hombre no sea más que cardador de lana, su mujer le llama al umbral de la puerta y se sienta a su lado.» Más todavía, pues los hechos tienen mayor fuerza que las palabras: una ley determina cuáles eran los personajes distinguidos, bien por su posición, bien por su ciencia, a quienes era preciso saludar cuando pasaban por las calles; los artesanos que estaban trabajando eran los únicos dispensados de esta formalidad, pues una cláusula especial les autorizaba a permanecer sentados y proseguir su obra, aunque alguno de tales hombres honorables pasara por delante de ellos.
En el largo reinado de Herodes los obreros judíos no fueron al principio muy felices, a causa de las turbulencias políticas que por tanto tiempo agitaron al país. Para muchos hubo después días prósperos, sobre todo durante la reconstrucción del Templo. Cerca de 20.000 artesanos, pagados con largueza, fueron empleados en aquella grande obra. Además de los arquitectos, canteros, albañiles y carpinteros, se dio ocupación a otra mucha gente, entre doradores y plateros, escultores, bordadores y tejedores, encargados de adornar, cada cual según su especialidad, las diferentes partes del magnífico edificio.
Una de las circunstancias más interesantes del trabajo manual entre los judíos en la época evangélica era que lo unían con el trabajo mental, con el cultivo de la ciencia. Parte por aprecio de esta clase de trabajos y parte también porque su enseñanza era gratuita, muchos doctores de la ley asociaban las dos clases de ocupaciones. El Talmud menciona más de cien rabinos que en ciertas horas del día se transformaban en obre- ros. Entre ellos los había zapateros, sastres, curtidores, herreros, alfare- ros, bordadores, fumistas, fabricantes de agujas, toneleros. Con estos he- chos a la vista comprendemos mejor que San Pablo aprendiese en su infancia a fabricar lonas para las tiendas de campaña; y no sin orgullo recuerda él la noble independencia de que gozó, gracias al trabajo de sus manos, sin dejar por ello de predicar asiduamente el Evangelio[35]. Tal fue también la conducta del Divino Maestro, que quiso ejercer, bajo la dirección de su padre adoptivo, el oficio de carpintero durante gran par- te de su vida oculta.
La gran afición que tenían al trabajo manual los judíos de los tiempos evangélicos, no les estorbó a la hora de manifestar ostensiblemente su disposición para los negocios mercantiles, que después han desarrollado en tal alto grado. Ya puede afirmar Josefo[36] que sus compatriotas no sentían «gusto alguno por el comercio ni por las relaciones que establece con los extranjeros»; él mismo se desmiente varias veces cuando habla en sus obras de los judíos que, en Palestina o en otros países, se habían enriquecido por sus hábiles operaciones mercantiles. Tampoco merece mucho crédito la aserción de cierto rabino llamado Johanán: «La sabiduría... no está al otro lado del mar, es decir, no la hallaréis entre gentes dedicadas a negocios y entre mercaderes que viajan»[37]. Se le puede oponer este dicho de otro judío: «No hay peor oficio que el de la agricultura; el comercio vale por todas las cosechas del mundo»[38].
Hacia esta época del Salvador precisamente fue cuando empezaron los israelitas a revelar sus aptitudes comerciales. Josefo señala varios príncipes de la familia de Herodes, y hasta sacerdotes que se habían lanzado a los grandes negocios. San Lucas nos presenta asimismo «un hombre noble» que negociaba por intermedio de sus servidores[39]. Si algunos centros israelitas sentían cierta repugnancia al comercio era, en parte, por las relaciones forzosas que creaba con los paganos, cuando el tráfico se hacía en grande escala, y, en parte también, a causa de los lazos que suele tender la honradez moral. Siendo Palestina por su situación geográfica lugar de paso entre el Oriente y el Occidente, no era apenas posible ni conveniente que sus habitantes abandonasen en manos de los paganos el cuidado de las empresas comerciales. Por lo demás, era necesario sostener el comercio nacional, proveer los mercados y bazares, efectuar cambios con manufacturas extranjeras, etc. No es, pues, de extrañar que los Evangelios indiquen incidentalmente varias clases de comercios locales: entre otros, el de aceite (Mt 25 ,9), el de perlas (Mt 13, 45-46), el de ganado (Lc 14, 19), el de tejidos (Mc 15, 46; Lc 22, 36), el de armas (Lc 22, 36) y el de perfumes (Mc 16, 1; Jn 19, 39).
En todos los países el comercio, tanto interior como exterior, y otras muchas razones obligan a viajar, y para esto se exige, si se ha de hacer con alguna comodidad, que haya buenas vías de comunicación. En la época a que nos referimos poseía Palestina, gracias a los Herodes y a los romanos, un sistema de caminos bien combinado. Por los escritos de Josefo y otros documentos antiguos conocemos las principales de estas arterias, que unían entre sí no solamente las mayores ciudades del país, sino también la Palestina con las regiones limítrofes. Con los datos recogidos en los geógrafos e historiadores de este período, el sabio palestinólogo Reland —muerto en 1718— compuso un mapa todo surcado de caminos. Los principales iban: 1) de Jerusalén a Belén y a Hebrón, al Sur; a Gaza, al Sudoeste; a Jaffa, al Oeste; a Jericó y al Jordán, al Este, y de allí a Perea; a Samaria y Galilea, al Norte; 2) de Egipto, a lo largo de la planicie marítima, hasta Ptolemaida, y de allá por la llanura de Esdrelón, al Jordán, al lago de Tiberíades, después a Damasco, ganando la meseta de Basán; ésta era la más antigua de las vías de Palestina; 3) de Cesarea de Filipo, por Mageddo, a Scythópolis. De las líneas principales salían otras secundarias en todas direcciones. Algunos de estos caminos eran vías militares, que los romanos conservaban con esmero, y otras eran rutas comerciales o de simple comunicación. Se comprende que las vías que conducían derechamente a Jerusalén fuesen las más frecuentadas.
Ocasión tendremos de acompañar a la Sagrada Familia, y después al Salvador y a sus discípulos, por tal cual parte de esta red de caminos. Si se exceptúan algunos distritos de mala fama y justamente temidos, se podía atravesar toda Palestina con completa seguridad. Lo más frecuente era caminar a pie, pero también se viajaba a menudo cabalgando sobre asnos o mulos; algunas veces en carro[40]. Las posadas propiamente dichas eran pocas; pero el viajero encontraba en la mayoría de las ciudades y aldeas de alguna importancia un Khan o albergue de caravanas, que le proporcionaba, por lo menos, un techo para cobijarse. Por lo demás, la hospitalidad, esa virtud característica del Oriente bíblico, y sobre todo de Palestina, facilitaba de modo excelente los viajes y los hacía más agradables. Los judíos la practicaban tanto por espíritu de fraternidad como de religión, pues los rabinos no cesaban de repetir que, según ilustres ejemplos del Antiguo Testamento, ser hospitalario con un compatriota era tan meritorio como si se acogiese a Dios mismo. Por esto, cuando Jesús envía a sus apóstoles a predicar por primera vez, da por descontado que bastaría que se presentasen donde quisieran para ser bien recibidos. Los viajeros lo repiten a porfía: los árabes, en este punto, son continuadores de los antiguos israelitas. A veces llegan a disputarse el honor de albergar a los extranjeros que se detienen en sus aldeas. Les ofrecen