Eugene O'Neill tenía una extraordinaria experiencia de la vida y del teatro cuando conoció a Cook y Glaspell. También contaba con años de educación literaria y otros temas: su padre había tenido la muy teatral e irlandesa precaución de poner al alcance de sus hijos los clásicos y la Biblia. Shakespeare fue una constante en la educación de O'Neill, si bien, como todo lo que oliera a su padre, una constante ambivalente. O'Neill era versado en el tipo de literatura que enervaba a James senior y escandalizaba a las buenas almas de su época: Swinburne, Wilde, Nietzsche, Dowson y Baudelaire se contaban entre sus influencias y favoritos. La época en que sufrió de tuberculosis resultó espiritualmente productiva, y más aún la que pasó aprendiendo con George Baker. Las obras que ofreció a sus amigos de Provincetown eran el producto de esos años de escapadas y aventuras, obras en las que captaba —o intentaba captar, pues llenan de falso romanticismo los ambientes que quieren retratar— el habla, las costumbres y, sobre todo, las miserias de los seres con quienes hasta entonces había convivido. Dada su familiaridad con la conversión de la realidad en ficción escénica, los enfoques y tratamientos que daba a los materiales de la vida tal y como la percibía no podían escapar a la grandilocuencia. O'Neill se ocupaba de los lados sombríos de su experiencia, pero la experiencia no era suficiente, así que algo de ayuda por parte de la fantasía se hizo necesaria. Los primeros intentos de O'Neill son "un catálogo de suicidios, naufragios, abortos e ironías morales casi del todo carentes de sutileza".9 Los títulos mismos: Thirst (1916), Fog (1917), Recklessness y Abortion (1914) describen el contenido de esas primeras tentativas de escritura "a la O'Neill".
La obra que ofreció y leyó en voz alta a Cook y Glaspell, sin embargo, ya pertenece a otro grupo, el de las Plays of the Sea (recogidas en un volumen en 1919), mejor concebido y más logrado. Bound East for Cardiff tiene un aliento poético que, si no del todo cuajado, al menos evidencia una preocupación seria respecto del problema de la tonalidad en la composición dramática y un realismo atípico para la clásica sala de espectáculos neoyorquina. Del mismo modo, Ile, The Moon of the Caribbees, The Long Voyage Home y las otras piezas del mar contienen elementos de poesía dramática dislocados en un contexto crudo con resabios del melodrama de la vieja guardia. Pero todo ello es explicable y no traiciona la noción de que O'Neill estaba revolucionando su mundo dramatúrgico. Si quería oponerse al tipo de teatro practicado por su padre por motivos personales y familiares o no, eso carece de importancia; lo que importa es que lo hizo, al tiempo que incluía rasgos de su obsesión familiar que a la larga redituarían en características indiscutibles de él y muchos otros. Del mismo modo, el hecho de que O'Neill continuamente retratara en su literatura dramática a un padre dominante y destructivo —una amenaza contra la vida creativa y los ideales amorosos—, así como conflictos edípicos o sugerentes de una incapacidad de crecimiento espiritual, de una condición de adolescencia perpetua, bien puede achacarse a sus rencores. Sin embargo, esos temas son, a la vez, recurrentes en toda la literatura estadounidense —no sólo en su teatro— y son, sin duda, elementos favoritos para reflexionar sobre Estados Unidos, su origen, dirección y cultura. Si O'Neill sufrió como persona los conflictos propios de cualquier ser humano, esos conflictos, una vez traducidos por el artista en signos de su arte, dejaron de ser pertinentes a una biografía humana y se incorporaron a una biografía cultural, a una bitácora de la mentalidad nacional. La correlación de la historia del ser humano con la de su país es extraordinaria, no en términos directos sino interdependientes. El hogar de O'Neill, tal y como él lo retrata —de nuevo no sólo mediante imágenes directas, como en el caso de Long Day's Journey into Night, sino en los retratos indirectos que hay en la mayoría de su larga producción—, es el microcosmos de los delirios, tensiones, desesperanzas y sueños, cumplidos o no, de un país en la parte alta de una curva fenomenal, en la que alcanzaba la prosperidad de frente a sus necesidades y compulsiones materiales con grandes costos para el espíritu. Para retratar tal dilapidación espiritual una de las mejores metáforas es, sin duda, la del hogar destrozado. Ello no implica que la selección adecuada del tema y de su correlativo simbólico aseguren la calidad artística. Ésta es una distinción que se debe hacer en el caso de O'Neill, y en el de muchos otros en el teatro de Estados Unidos. Si O'Neill trató de dejar atrás el teatro de su padre, Estados Unidos tenía que dejar atrás, y ya había dejado atrás, muchas cosas relativas a su origen. En ninguno de los dos casos el proceso se completó de manera radical; la historia no procede en forma simplista.
Sin contar las deprimentes intentonas primerizas, la obra general de O'Neill puede dividirse en tres etapas y cubre cuatro décadas. Bound East for Cardiff, la primera obra de los Provincetown Players, es una corta exploración de la agonía digna de un hombre, un marinero, cuyo apego al deber —muy al estilo que después explotaría Hemingway, por ejemplo— lo lleva a caer y lastimarse fatalmente. Consiste principalmente en una serie de visitas y conversaciones que Yank, el protagonista, celebra con compañeros cuyo signo distintivo es una silenciosa negación o aceptación de la muerte en el tedio de las tareas cotidianas. Yank termina por sumergirse en la visión que lo acecha: una mujer vestida de negro, correlativa a la niebla que poco a poco cubre el barco. El estilo es naturalista, pero O'Neill no abandona un curioso simbolismo a través del cual las vidas de los personajes se ven retratadas en una conciencia lingüística incoherente pero capaz de convocar un sentimiento menos pesimista —y ante todo menos realista— de lo esperado: el clásico bálsamo del melodrama norteamericano. En las "obras del mar" prevalece un sentimentalismo traído del lenguaje que su padre y compañeros utilizaban: personajes bien cortados pero eminentemente planos, una sensación de que, por más que O'Neill haya convivido con ellos, estos marineros son en mucho su romantización de figuras distantes y sólo un poco de verdad y producto de una observación artística. Dicho lo cual, parecería que la "revolución dramatúrgica" trajo cero cambios. No fue así. El desarrollo de los personajes en las obras tempranas de O'Neill está lejos de las épicas fingidas, historias de aventuras o elevadas seudotragedias de antaño: son caracteres de una clase inactuable para sus predecesores, que logran transmitirnos sus limitaciones humanas, su ceguera ante la vida, su marginalidad y desesperanza. Estas obras crean un ambiente escénico significativo en sí mismo, que minimiza su carencia de cohesión narrativa- dramática; en varias de ellas el protagonista es el entorno más que sus marineros semianalfabetos. Lo que las primeras obras de O'Neill establecen más allá de las críticas es que el escritor tiene tres propósitos identificados: uno, la recuperación del papel significativo del escenario y el montaje; dos, la creación y uso de un lenguaje inconfundible e irremediablemente estadounidense; y tres, la expresión de asuntos trascendentes para la conciencia personal, individual, nacional y, consecuentemente, "universal", en el sentido hegemónico en que los estadounidenses entienden tal término. La ambición de O'Neill iba más allá del éxito de taquilla, el cual, por cierto, alcanzó con frecuencia. Estas tres principales diferencias promueven todas las demás desde el principio de su carrera.
Los Provincetown Players hicieron de O'Neill y sus obras cortas el centro de la compañía. En 1920 se estrenó en Nueva York The Emperor Jones, con el apoyo de la crítica y el público, hasta ser llevada a Broadway, donde se consolidó. Esta obra resulta una de las mayores empresas de O'Neill, previa a una conciencia de autor que tendería a hacer crecer la elaboración pero no necesariamente la calidad de su trabajo. The Emperor Jones pertenece a un periodo temprano y como tal goza de una frescura dramática ausente en textos posteriores. George Cook debe de haber ejercido una importante influencia durante la composición de esta pieza. La imaginación escénica de Cook era esencialmente plástica. The Emperor Jones revela una mayor conciencia de las exigencias visuales y sonoras del teatro moderno que en obras anteriores. Cook apoyó el proyecto de manera tan entusiasta que es difícil sustraerse a la idea