Pasaron nueve años antes de que Susan Glaspell estrenara nuevamente una obra, su última: Alison's House (1930), ganadora del Pulitzer de 1931, la celebración de una vida enajenada por el conformismo pero liberada en la poesía. Después de la muerte en Grecia de George Cook y un segundo matrimonio, Susan Glaspell siguió contribuyendo al teatro de Estados Unidos hasta su deceso en 1948, y nutrió a su país de talento junto con el (a pesar de todo) aún más importante dramaturgo estadounidense de la historia.
EUGENE O'NEILL
La historia de Eugene O'Neill —como dice el gran crítico, teórico, traductor y polemista Eric Bentley— es un modelo de la vida del teatro norteamericano, un índice de las vicisitudes por las que ese teatro pasó hacia su consolidación. Sin embargo, contra lo que el propio Bentley dice, O'Neill no fue sólo un artista impulsado por "un trance, que vivió escribiendo y reescribiendo la misma historia".7 Con todo, la objetividad de Bentley le permite, en un ensayo escrito en 1960, exorcizar muchos fantasmas que aquejaban y aquejan a los comentaristas de O'Neill. A la muerte del dramaturgo, la crítica, unos años antes en general lisonjera, se movió al extremo opuesto. Ha existido una polémica nada gratuita acerca de la posición de O'Neill en las letras mundiales, su peso y precio real en el caro mercado del arte dramático. El veredicto ha tendido a señalar, tantos años después, una dirección positiva. Así, por ejemplo, Tony Kushner, un reciente miembro del teatro de Estados Unidos, hoy mira la obra de su más importante antecesor con un entendimiento que hace 10 años no poseía: "Mucho de lo que un dramaturgo norteamericano requiere saber puede aprenderse mediante el estudio de la vida y obra de Eugene Gladstone O'Neill".8
Es verdad que su historia personal ilustra mucho de la trayectoria del teatro norteamericano. La vida de O'Neill es la vida de un hijo que se rebela contra su padre. En sus lazos con el teatro, hay que decir que el padre de O'Neill, James Sr., fue uno de los sobresalientes héroes de la escena declamatoria del siglo XIX y principios del XX, el teatro al que Eugene O'Neill se opuso desde que decidió convertirse en escritor. Aunque no todo fue oposición. En muchos sentidos, el teatro de O'Neill, si bien consumó el proceso de ruptura, lo hizo a base de rescatar y darle continuidad a elementos de valía, o de desgastar hasta la muerte elementos indeseables del teatro que le precedió. De una u otra manera, su vínculo con la tradición representada por su padre fue de tipo filial, en el que el odio y el amor llegan a confundirse con extrema facilidad y sin sutilezas.
Eugene fue el más pequeño de una familia inmersa en el teatro que gozaba de una apreciable comodidad financiera, con frecuencia aminorada por la célebre avaricia de su padre. Tal prosperidad material —que sin embargo no contribuyó a la salud física ni espiritual de la familia— se debía, en su mayor parte, al éxito del padre en el papel de Edmond Dantés, en la obra El conde de Monte Cristo, mismo que le trajo prácticamente toda su fama y fortuna. Como dueño legal de esa producción, James O'Neill le dedicó dos décadas, con más de 6 000 representaciones y una ganancia superior a los 800 000 dólares, nada despreciables para su tiempo. De origen irlandés, católico y tozudo, el padre de O'Neill era un hombre impositivo y egocéntrico, a la vez que protector, educador riguroso, avaro y contradictorio. El cuadro lo completaban James Jr., actor fracasado y alcohólico irredento, y Ella Quinlan, la madre, quien se hizo adicta a la morfina a causa de los médicos baratos que James O'Neill Sr. prefería contratar. Eugene O'Neill careció, literalmente, de hogar. Nació no sólo en la ciudad de Nueva York, sino en un cuarto de hotel en la mismísima Broadway, y su infancia y pubertad transcurrieron de lado a lado del circuito teatral en el que su padre representaba una y otra vez la historia de Edmond Dantés, entre actores y actrices, en camerinos y escenarios. Su educación temprana tuvo lugar en un internado y más tarde en diversos lugares, que incluyeron un año fallido en la Universidad de Princeton. Entonces llegó el crucial periodo entre 1909 y 1912. Como lo he señalado, O'Neill fue miembro del taller de Baker en Harvard en 1913. Durante los años que precedieron a su decisión de componer para el escenario, O'Neill tuvo un hijo que no fue ilegítimo debido a que, ante el embarazo de su novia, se atrevió a casarse por primera vez (de un total de tres). A pesar de esa muestra de responsabilidad, acto seguido embarcó, con ayuda paterna, hacia Sudamérica. Tres viajes transcurrieron entre regresos y nuevas escapatorias, perdones y rencores con su padre, hasta que en 1912 se divorció y contrajo tuberculosis. O'Neill pasó en cama una buena porción del año en que decidió volverse escritor, no sin antes intentar suicidarse.
Aunque disiento de las lecturas de tipo biográfico de la literatura y el teatro —ésta será tal vez la más extensa de las biografías que se encontrarán aquí—, el caso de O'Neill es la excepción a esa regla. Tanto hay de autobiográfico, directa o indirectamente, en su mejor producción, que resulta necesario referirse a las anécdotas si es que se desea ahondar en su producción artística. En efecto, O'Neill pasó gran parte de su tiempo escribiendo y reescribiendo la misma historia de amor y muerte entre su ser y el de su padre. Deliberadamente deseo decirlo así, entre su ser y el de su padre, ya que la confrontación rebasa a las personas y alcanza una proporción significativa, incluso simbólica. De tal manera, si bien es la misma historia, no es solamente una historia. Se trata de varias historias concurrentes en su vida y su personalidad y tienen que ver tanto con el dramaturgo como con el estilo que buscaba, así como con el teatro norteamericano. Son historias, también, relativas a los temas que Estados Unidos reclamaba y aún reclama en cuanto nación. Hay que considerar un punto anecdótico sugestivo: O'Neill aprehendió el mundo, cuando niño, desde el otro lado de la vida, desde el escenario hacia el público y no al revés. Su vida más temprana transcurrió dentro de la bola de cristal, y tuvo la oportunidad de experimentar los rápidos cambios que sólo son posibles entre el momento en que el actor aclara su garganta fuera del escenario y el siguiente, cuando ya es Edmond Dantés o Enrique V. Y viceversa. Conoció desde el interior la dialéctica de lo maravilloso y efímero del teatro en coexistencia con lo sórdido y verdadero de la vida de los O'Neill al margen de la celebridad. Un agudo guiño al respecto es apreciable en dos de sus últimas obras, sin duda las mejores: Long Day's Journey into Night y A Moon for the Misbegotten, donde los retratos familiares se combinan con el contrapunto de personajes ajenos a la realidad interior de la familia, los cuales miran desde fuera ese drama y fungen como un público con doble perspectiva: por un lado, originalmente ignorantes de las verdades profundas de su vida cotidiana, ven al actor en escena, triunfante y heroico; por el otro, ahora les es posible contemplar su dolorosa realidad íntima, a lo que sigue la pregunta: ¿cuál es la "realidad", cuál se prefiere que sea? Otro tanto sucede con Mourning Becomes Electra, con propósitos y efectos algo distintos. O'Neill aprendió en seguida que su entorno era ficticio; pero también se nutrió de elementos que hacen de la ficción la experiencia verdadera que es el teatro, y la combinación de esas percepciones con su talento —y, por qué no, con sus defectos— derivó en una carrera intensa y ambigua.
Hasta la fecha, pocos dramaturgos estadounidenses se las han arreglado para mantenerse como figuras preponderantes durante más de 20 años; consecuencias de la cultura del consumo, tal vez. Los tres nombres más citados en la dramaturgia de Estados Unidos, después de O'Neill: Williams, Miller y Albee —el último aún vive y escribe— han tenido épocas de impacto e influencia semejantes: con crestas y valles muy marcados. Desde luego, esto se debe a múltiples factores, no necesariamente a la calidad. Sea como fuere, Eugene O'Neill escribió y sus obras fueron representadas —evidentemente aún lo son— durante más de cuatro décadas, y a lo largo de ellas su producción significó un