El paso del naturalismo por Estados Unidos se produjo, como tantas otras cosas, a través de un personaje extraordinario, dueño de algunos de los rasgos que caracterizan al espíritu creativo norteamericano: iniciativa, ambición, imaginación, carisma a puños; además era un inmigrante de origen judío-portugués. La historia de David Belasco es la historia de un selfmade man que contribuyó en igual proporción tanto a engrandecer la tradición comercial como a promover la revolución escénica que daría origen al teatro de su país adoptivo. Llegó a Estados Unidos en 1882, a la edad de 29 años, y de inmediato tomó posesión de su feudo. Su meta era alcanzar un alto grado de verosimilitud con los recursos que normalmente sólo acompañaban a los virtuosos de la escena. Asimismo, se benefició de los avances tecnológicos en materia de iluminación —con la llegada de la electricidad a los teatros— y el perfeccionismo constructivo. En una palabra, Belasco transportó, en ocasiones de manera literal, el mundo real al escenario. A quienes piensan en un teatro libre de ataduras convencionales, o a los que les repugna la idea de la copia fiel de la vida, de la teoría de la cuarta pared y aledañas, quizá parezca despreciable este cambio. No lo fue en absoluto. Belasco realizó cosas que traerían brillantes consecuencias: por un lado, lo más importante, hizo recordar el simple pero trascendental hecho de que en un escenario todos los elementos son significativos, desde los cuerpos y los rostros hasta los sonidos; las luces y los objetos que rodean a los cuerpos les son tan significativos como la gestualidad y el ritmo con que se realiza el espectáculo. La inclinación por el virtuosismo prácticamente había relegado al actor a ser un centro de atracción convencional, declamatorio, y Belasco supo reintegrarlo al lenguaje teatral entero. En segundo lugar, Belasco reforzó el profesionalismo del hombre de teatro. Lo hizo todo: entrenó actores; dirigió, diseñó y realizó iluminaciones y escenografías; se dio el tiempo de escribir (un par de sus obras fueron base de las óperas de Puccini Madama Butterfly y La fanciulla del West); produjo y publicitó; con enorme serenidad, se daba el lujo de aparecer en el escenario durante los intermedios para predicar sus ideas y sus productos. Belasco vivió la gran revolución de los primeros años del siglo xx, y antes de morir, en 1931, a los 76 años de edad, escribió la autobiografía del pionero (y del conservador) que fue.
Precursor en lo que antes he mencionado, Belasco nunca dejó de ser hombre del teatro viejo. Su meta era la gran diversión y el escenario sorprendente y grato. El concepto clave en todo esto, el de un teatro norteamericano, estuvo ausente de sus objetivos; un arte eficaz producido en Estados Unidos, sí: un arte de Estados Unidos, un teatro que abarcara a los estadounidenses y expresara más allá de lo próspero y comercial, sólo por extensión. El influjo de David Belasco se relaciona más con el papel de catalizador que con la permanencia. Poco a poco el escenario naturalista cedió ante la fácil caracterización de ambientes y hasta personalidades, con lo que regresó a la simplificación que combatía en un principio, y el ímpetu del hombre de teatro se diluyó en la servidumbre de la popularidad. Haciéndole justicia, sin embargo, a pesar del olvido en el que ahora se le ha sumergido, David Belasco fue un ejemplo del hacedor de caminos.
A su alrededor continuaron creciendo tendencias y creándose modos o géneros hoy habituales. Entre éstos se cuentan las obras sobre asuntos de negocios, como las de Winchell Smith: Brewster Millions (1906) y The Fortune Hunter (1909), o James Montgomery: Ready Money (1912) y Nothing But the Truth (1916). Aaron Hoffman, por su lado, relaciona el dinero y los negocios con ideas comunistas en Nothing But Lies (1918) y Give and Take (1923). Ciertas mujeres hicieron su parte, como Edith Ellis con Mary Jane's Pa (1908), donde el padre de familia regresa al hogar cuando obtiene un empleo, y Grace Livingston Furniss con The Man in the Box (1905), una comedia en la que un hombre escoge su profesión para estar cerca de la mujer a quien ama. Las obras con motivos deportivos también se popularizaron, sobre todo las relativas al futbol americano: Strongheart (1905) de W. C. de Mille presenta a un protagonista indígena en la encrucijada de alcanzar el éxito máximo en el deporte de los blancos o volver a casa para ser el sucesor de su padre, jefe de la tribu. Albert Ellsworth Thomas se hizo famoso con The Champion (1920), base de un gran número de adaptaciones sobre un boxeador que deja atrás una familia respetable (en el caso del original, en Inglaterra) para ganar un campeonato mudial. El tenor de las obras románticas siguió por las sendas predecibles de la llamada "comedia social". James Forbes compuso The Famous Mrs. Fair (1919), que versa sobre una mujer que desarrolla una carrera importante durante la Primera Guerra Mundial y quiere conservarla. The Gipsy Trail (1914) de Robert Housum hace que el hombre "práctico" se imponga al "gitano" en la búsqueda del amor de una joven. Las comedias de Clare Kummer, Good Gracious, Annabelle! (1916) y Be Calm, Camilla! (1918) son bastante bobas, mientras que The Rescuing Angel (1917) tiene mejor factura e ideas reconociblemente de cartabón: una chica se casa para salvar la economía de su familia, pero a final de cuentas ama al rico marido. The New York Idea (1906) de Langdon Mitchell es una comedia costumbrista que trata sobre el divorcio en el nuevo mundo.
En un ambiente de escasas novedades sobre el amor y sus bemoles, no debe extrañar que el primer premio Pulitzer concedido a una obra dramática haya sido para Why Marry? (1917) de la escritora Jesse Lynch Williams, quien en esta pieza se pregunta por qué el matrimonio no concede igual libertad de acción y decisión a ambos miembros de la pareja. Su obra Why Not? (1922) tuvo por protagonistas a niños que se sentían felices de que sus padres se hubieran divorciado y, más aún, de que finalmente hallaran a la pareja correcta. En la misma tónica "excéntrica", The Changelings (1923), de Lee Wilson Dodd, presentaba a dos parejas que deciden experimentar un intercambio y al final se convencen de que estaban mejor con sus compañeros originales. Por otra parte, los temas de misterio y horror abundaron. The Scarecrow (1910) de Percy MacKaye se basó en "Feathertop" de Hawthorne y trató la superstición en una forma que los dramaturgos de la colonia nunca hubieran imaginado. MacKaye escribió, además, una Jeanne D'Arc (1906) y Sappho and Phaon (1907), así como Anti-Matrimony (1910), buena sátira contra la moralidad "moderna". Josephine Preston, con The Piper (1910), y Mary Austin, con The Arrow Maker (1910), utilizaron fantasías "poéticas". William Vaughn Moody también buscó efectos poéticos en su amplia producción: en The Great Divide (1906) trató el "amor culto" en oposición al "amor elemental"; The Faith Healer (1909) presentó el contraste entre superstición y fe.
Pero lo más importante a principios del siglo XX fue que desde los primeros años se sentaron las bases para la revolución que el teatro norteamericano experimentaría con toda su fuerza en la forma de nuevas organizaciones con intereses más allá de la compraventa de diversión domesticada. En buena parte, el taller de dramaturgia creado y sostenido por George Pierce Baker en la Universidad de Harvard, que se conoció como Harvard 47 o 47 Workshop, durante la etapa del importante crecimiento de la atención al teatro por parte de la academia a principios del siglo XX, aportó fundamentos sólidos para pensar en el arte escénico como un vehículo digno de mejores ideas o, por lo menos, capaz de hacer que la cultura estadounidense enfrentara sus cambiantes rostros y verdades, y con ello sacudir "buenas conciencias". Por ejemplo, Edward Brewster Sheldon, quien después se graduaría del Harvard 47, escribió The Nigger en 1909, una pieza en que el gobernador de un estado del sur racista ignora que es de origen mulato. La historiadora Margaret Mayorga,