Se trata, claro está, de un melodrama, género favorito estadounidense, pero llevado al colmo.9 El diálogo es intenso, algunas veces brillante, pese al ejemplo; sin embargo, la obra no pasa de lo aceptable para su era, lo que sintetiza más características que el teatro norteamericano no abandonaría: su pasión por los espectáculos intensos; la concentración en el diálogo rimbombante; el ennoblecimiento superficial del personaje, a veces a costa de la coherencia caracterológica o estructural, y la inclinación por lo esquemático. Con todo y lo medroso del título y enfoque del problema, y su dulzura detestable, The Octoroon representa un adelanto.
Boucicault tuvo una larga carrera profesional. Entre sus múltiples títulos están: The Poor of New York (1857), Daddy O'Dowd (1873), Coleen Bawn o The Brides of Garry-owen (1860) y The Shaughraun (1874). Escribió su propio tratado sobre la dramaturgia, The Art of Dramatic Composition, tal vez en la década de los setenta del siglo XIX. En él hace una puntual exploración de lo que es y no una well-made play. The Streets of New York, basada en una obra francesa, es un melodrama de cierto interés social, pero igualmente prefería cosas como Belle Lamar (1874), que trata de una esposa que deja a su marido y traiciona a su amante... por motivos patrióticos. Violinista, improvisador, alma de fiestas y de funerales, Boucicault fue todo un personaje y ha seguido siéndolo en obras modernas como Two Shakespearean Actors de Richard Nelson, de la cual hablaré en otro momento.
Las temporadas comprendían, por lo general, entre 24 y algunos cientos de funciones, según el éxito, sobre todo cuando las compañías se profesionalizaron para funcionar todos los días, lo cual no sucedió en la mayoría de los casos hasta la década de los setenta del siglo XIX. Desde 1807 hubo giras, sin embargo, e importación de espectáculos británicos. El control de las empresas teatrales por parte del gran capital se consolida también en esta época y sigue habiendo preferencia por lo extranjero —Won at Last (1877), de Hazel Kirke, es deliberadamente similar a los melodramas importados—, si bien se gesta un mercado para los dramas campiranos como el de Denman Thompson, The Old Homestead (1885), que resultó muy popular. Gran parte del público volvió la vista al melodrama sentimental estilo East Lynne, y James A. Herne, en sociedad con uno de los mayores empresarios-productores-realizadores totales del teatro del siglo XIX, David Belasco, ofreció Hearts of Oak (1879), obra que significa un giro de 180 grados: aquí el marido ha dejado a la esposa a fin de permitirle la felicidad con el hombre a quien de veras ama; regresa a hacerse cargo de la niña, y muere a su lado. Tales historias mantenían los teatros llenos, algo que los empresarios, quienes ejercían el control más que nunca, sabían perfectamente. Las tramas favoritas giraban en torno a ejes semejantes: Sag Harbor (1899) relataba la historia del matrimonio de una joven con el amigo de su amante a causa de un enredo por una fotografía erróneamente incluida en un dije. En estas dos obras se representaba con gran efecto toda una tormenta de nieve. Muchas producciones se beneficiaban de la presencia de bebés o familias sentadas a la mesa. Finalmente, Way Down East (1898) de Lottie Blair Parker, melodrama muy popular de corte East Lynne, contenía elementos cómicos, al igual que The County Fair (1889).
Diversos autores se interesaron por otros temas, de modos diferentes pero siempre norteamericanos, así como por formas de trabajar que, nuevamente, comprenden un buen número de antecedentes del teatro actual. Edward Harrigan bien podría haber sido el creador de la dramaturgia "en serie" de Estados Unidos mediante The Mulligan Guard, una cadena de libretos semanales que ofrecieron al público las aventuras de Dan Mulligan, un abarrotero irlandés, su esposa Cordelia, un carnicero alemán y Rebecca, una cocinera negra —es decir, un amplio espectro de relaciones sociales—, durante 15 años o más, al estilo de los comics. A William Gillette, por su parte, lo mueven el patriotismo y el misterio. Esmeralda (1881), que escribió junto con Frances Hodgson Burnett, es un drama sobre la época de las exploraciones y la minería. Gillette está entre quienes dan origen a las piezas sobre espionaje, detectives y ladrones con Held by the Enemy (1886). Entre otras obras, compuso un Sherlock Holmes (1899) que constituía una adaptación de la fuente original. Quizá su mejor trabajo sea Secret Service, de 1896. La intención de Gillette es expresar un sentimiento de autodefensa y autoafirmación, en ese orden, mediante una pieza sobre la lealtad y el amor entre dos hermanos que sirven de espías y están atrapados en polos opuestos en el caos de la guerra.
El patriotismo también es el motor de la obra de Bronson Howard, impulsor de muchas iniciativas: organizó la Sociedad de Dramaturgos y Compositores y coadyuvó en el establecimiento de bases para leyes de defensa del derecho de autor, entre otras cosas. Con Old Love Letters (1878) se sumergió en la "comedia social" de la época: una mujer y un hombre que han enviudado se reúnen 13 años después de haber dejado de ser novios para devolverse cartas y finalmente ser de nuevo una pareja. Mrs. Winthrop (1882) se sustenta en la idea de que el amor se disipa con el interés por los negocios, si bien en este caso la reconciliación de un matrimonio se da mediante la muerte de su hija única. The Henrietta (1887) es una buena obra sobre la industria minera, los negocios, la ambición y el dinero: temas norteamericanos. Shenandoah (1888), un drama sobre la Guerra Civil, fue la obra más popular de Howard. Este autor profesaba un didactismo decimonónico y sus creaciones se reducen a un largo intento de cumplir su máxima: recompensar la virtud y atacar los vicios, lo que puede sonar muy bien, hasta que se conocen sus definiciones de ambos conceptos. Para Howard, por ejemplo, "la mujer que ha descendido siquiera una vez de la pureza a la impureza nunca podrá redimirse a través del arte".10
La grave opinión de Howard viene al caso por un logro comparativamente mucho mayor. En 1890, seis años antes del Secret Service de Gillette, un personaje femenino perturbó la moral del reseñista en turno del New York Times, quien aturdido observó que los personajes de un reciente estreno eran "los seres sin vida de la cotidianidad, de los cuales deseamos olvidarnos cuando vamos al teatro. La vida que nos retrata es sórdida y vil, su efecto en los espíritus sensibles es deprimente. El teatro sería estúpido e inútil si este tipo de obras hubiese de prevalecer".11 ¿Qué causó semejante conmoción? Una obra inspirada, sin demasiado genio, en Ibsen y sus heroínas: Margaret Fleming, de James A. Hearne. Con todo y ser un melodrama menor, Margaret Fleming tiene algunos méritos, al menos en cuanto a las tesis que sugiere. Llena de defectos propios de tramas enredadas —cartas, disfraces y demás trucos—, la pieza de Hearne presenta a una heroína capaz de desafiar restricciones. Aún más, Margaret casi alcanza la autonomía dentro del matrimonio, algo inusitado para aquel entonces, a pesar de que sus virtudes cristianas se reiteran hasta volverse una situación insoportable. Margaret descubre que su esposo, un exitoso negociante, no sólo le ha sido infiel sino que, para colmo, ha procreado un hijo con una mujer de "esas" a las que Howard condena a muerte. Margaret insiste en conservar al bebé, y además pierde la vista cuando sus ya deteriorados ojos sufren la terrible verdad. El final feliz resulta un tanto obvio y, por qué no, inevitable. Margaret Fleming es un ejemplo de lo que podía ocurrir con el drama norteamericano, no de lo que ocurría. Esto es, no obstante sus puntos a favor, ni como vehículo de tesis —finalmente su actitud es en realidad muy convencional— ni como arte dramático, la obra de Hearne se alza más allá del nivel de antecedente. Pero eso es mucho que decir. Al menos muestra que las mentes creativas de Estados Unidos intuían que en el mundo estaba en auge un teatro radicalmente distinto del que por costumbre su país consumía más que apreciaba. Si la subversión moral de Ibsen y compañía aún no estaba presente en el teatro norteamericano de finales del siglo XIX, sí amenazaba con llegar, y la subversión en términos de temáticas y asomos a otras formas de abordarlas sin lugar a dudas ya habían tenido sus primeros efectos.
Entre otras cosas, lo que parecía preocupar sobremanera al reseñista arriba citado era una tendencia a representar lo que, según él, sólo deseamos olvidar. Lo que ese redactor deseaba, por supuesto, era la abolición de todo lo que apenas