El teatro norteamericano: una síntesis. Alfredo Michel Modenessi. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alfredo Michel Modenessi
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9786070249792
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casos también lo era que fueran dueños de sus propios teatros. Forrest invirtió 20 000 dólares en total para promover la escritura de dramas vernáculos. Entre las piezas que recibieron su respaldo estuvieron Mohammed (1851) de George H. Miles, Jack Cade (1835) de Robert T. Conrad, y Metamora o The Last of the Wampanoags (1829) de John Augustus Stone. Esta última ejemplifica perfectamente cuán "indígenas" eran semejantes obras y cuánto promovieron las llamadas "visiones románticas" de las minorías en el nuevo país. He aquí un breve fragmento de una de sus típicas rapsodias: "He conocido la alta montaña cuando la gris niebla se hallaba bajo mis pies, y el Gran Espíritu pasó a mi lado, furioso. Habló con enojo y las rocas se desgranaron bajo el resplandor de su lanza".

      Forrest fue un empresario de cepa muy estadounidense: por The Gladiator< (1831), obra de Robert Montgomery Bird acerca de Espartaco, sólo pagó mil dólares, "como premio", en tanto él se hizo de una fortuna a lo largo de más de mil representaciones. Otro autor dentro de la moda pseudorromántica fue Nathaniel Parker Willis, quien escribió sobre dos maneras de morir por un marido: Dying to Lose Him o Bianca Visconti (1837) y Dying to Keep Him o Tortesa the Usurer (1839). De igual manera, Calaynos (1849), Leonor de Guzmán (1853) y The Betrothal (1850), de George Henry Boker, constituyen buenos ejemplos del drama grandilocuente que hacían mejor que nadie los dramaturgos de Filadelfia. Pero la mejor pieza de Boker es Francesca da Rimini (1855), sobre una mujer que escoge al marido equivocado, el deforme Lanciotto, siendo que ama al guapo Paolo. De ahí al melodrama televisivo no hay mucho trecho. Una mujer, Julia Ward Howe, escribió Leonora o The World's Own (1857), por mencionar otro.

      En el caso de Filadelfia dominaban el drama doméstico, los melodramas y las comedias de enredos, como Romance after the Marriage o The Maiden Wife (1857), una comedia a la francesa de Frank Goodrich y Frank Warden, o las obras de Oliver Leland The Rights of Man (1857), Caprice o A Woman's Heart (1857) y Beatrice o The False and the True (1857). Amén de seguir la costumbre de muchos otros autores de dar dos títulos a las obras, C. H. Saunders consolida ciertas características del drama doméstico con The North End Caulker o The Mechanic's Oath (1851), que comienza en la bahía de Boston y nos lleva hasta el río Bravo, donde Inez es salvada del villano por Ben, un buen yanqui:

      ELLA [en español]: ¡Santa madre de Dios! [en inglés] Villano, no te acerques a mí.

      EL MAL CAPITÁN: Está fuera del poder humano el disuadirme. ¡Así tomo posesión de mi recompensa!

      BEN: ¡Atrás, perro infame! Bajo remedo de la hombría. Oh, vergüenza, ¿dónde se ha ido tu rubor? Nada hay que temer, señora.

      Pero es la señora de Henry Wood, con East Lynne (1865), quien ofrece el ejemplo supremo del melodrama desgarrador: Isabel, quien ha dejado a Archibald tras un ataque de celos, vuelve a casa para cuidar a sus hijos enfermos, pierde su propia salud y, ya en el lecho mortal, pide ver a su marido. El título de esta obra se ha vuelto sinónimo de semejante manera de ver y hacer teatro. De allí siguen las temperance plays u obras de alto contenido de moralina para fortalecer el carácter personal. Ejemplo perfecto es The Six Degrees of Crime, o Wine, Women, Gambling, Theft, Murder, and the Scaffold (1834) de F. S. Hill. Entre las más edificantes se hallan The Drunkard o The Fallen Saved (1844) de W. H. Smith, cuyo final es feliz, y The Bottle (1847) de T. P. Taylor, cuyo fin es, justamente, lo contrario.

      Las obras "de hadas" proliferaron para aprovechar las novedades técnicas: The Evil Eye (1831) de Jonas B. Philips; las anónimas adaptaciones de Sleeping Beauty (1848), The Forty Thieves (1852) y Cherry and Fair Star (1831); el Aladdin o The Wonderful Lamp (1856) de O. A. Roorbach Jr.; todas ellas resueltas con muy apropiados efectos escénicos. El afán de superación de los medios para garantizar el espectáculo tiene un ejemplo en la construcción del Booth Theatre de Boston, inaugurado en 1869, propiedad de la familia Booth, uno de cuyos miembros fue el célebre John Wilkes Booth, asesino de Lincoln un par de años antes (buen actor, por cierto). La sala ofrecía una iluminación tanto de casa como de escenario "nunca antes admirada", el mayor confort que se podía exigir en las localidades, gran lujo de decoración y una parafernalia escénica que incluía fosos, niveles y platos hidráulicos "únicos en su tipo". Tal boato generó otro principio dorado de la cultura estadounidense: la inmediata y feroz competencia. En el país de lo nuevo nada puede conservarse como tal por mucho tiempo. El periodo constituye una época de reacomodo de las fuerzas creativas. No hay que olvidar que precisamente ese siglo, el XIX, habría de traer la gran revolución ibseniana, chejoviana y subsecuentes al resto del mundo occidental: el gran teatro moderno, opuesto al colmo del artificio y la friviolidad reinantes, ya fueran sinceras o disfrazadas de enseñanzas morales.

      Con el gigantismo del show monumental se afianza una de las peores pestes mentales y espirituales de nuestros tiempos: la publicidad. La variedad de espectáculos trae una integración de elementos disímiles, lo que más tarde, con la permanente influencia británica, habrá de cristalizar en productos tan estadounidenses como las comedias musicales. A falta de talento nacional expresamente dramático, además de continuar con la importación, el show business se dedica a adaptar textos, en particular de la narrativa. Así, en el Troy Museum Theatre de Nueva York, en 1852, se estrena la versión dramatizada de La cabaña del tío Tom, un "éxito rotundo". Años antes, a partir de 1843, ciertos espectáculos que podemos llamar marginales, los minstrels negros, fueron astutamente incorporados al circuito neoyorquino, con promesas de atracciones "inigualables, supremas, de la talla de un gigante". Cosa discutible: el grupo elegido para aquel debut en Broadway fue el Virginia Minstrel Show, no necesariamente de los mejores de su tiempo. Los minstrels son una tradición minoritaria negra (de la que hablaré un poco más en el capítulo vii) del corte del teatro de revista. En ella se mezclan interludios cómicos con canciones y bailes, en una convivencia de elementos teatrales fundamentales, sin la cohesión de una dramaturgia.

      A los afronorteamericanos, en aquel entonces aún no libres en los estados esclavistas del sur, se les había representado en escena desde 1795, generalmente de modos paródicos o satíricos muy cuestionables. Quizá en esa época se da por vez primera en Estados Unidos (pues en Europa había sido común) el uso del maquillaje exagerado conocido como blackface, para que actores blancos representaran personajes negros, y por ende un estilo de relacionar a la etnia negra con el escenario reconociblemente estadounidense: esto es, representar a los negros de modo grotesco mediante actores blancos cuyo fin no es "actuar" a un personaje negro de manera fehaciente sino "hacerle de negro", siempre con una distancia clara implícita en la obviedad del maquillaje y el refuerzo de las peores partes del estereotipo negativo: la caracterización del negro como tonto, ignorante y cobarde. La mezcla de drama, música, circo, acrobacias y exhibiciones varias en un mismo espacio era lo más común, y continuó siendo durante la mayor parte del siglo XIX. La mencionada primera adaptación de La cabaña del tío Tom en 1852 (la famosa novela de Harriet Beecher-Stowe), por el actor George L. Aiken, podría ser la primera obra que se ofreció como el único espectáculo en una sesión nocturna sin que la acompañara ningún divertimento o ballet como colofón, amén de que la novela en que se originó es, sin duda, la más popular, y una de las más condescendientes y prejuiciadas obras estadounidenses de cualquier género referentes a la esclavitud. Música, danza y actuación son esenciales para la comedia musical, el género nativo de Estados Unidos, y la nueva adaptación musical del éxito original de La cabaña del tío Tom, ahora en 1881 —producida ni más ni menos que por Barnum, el rey de lo publicitario—, ejemplifica la naturaleza híbrida y oportunista de ciertos espectáculos favoritos entre los estadounidenses. Tom es la adaptación, primero a una dramaturgia, segundo a una partitura y tercero a una visión simplificada, autoindulgente incluso, de la realidad: en suma, una anticipación de lo que con frecuencia caracteriza al género, con la excepción de algunos espectáculos que han añadido algún significado al boato.