Todos los actores confluyeron entonces en el escenario urbano. Lo que en los ochenta y a principios de los noventa fue un planteamiento estratégico, a finales de los noventa y con el cambio de siglo era una realidad: la “urbanización de la guerra”. En la ciudad se manifestaban las disputas territoriales entre los distintos grupos armados, situación que tendría un punto de quiebre significativo en la llamada Operación Orión, en octubre del 2002, mediante la cual las fuerzas militares oficiales retomaron el control en la Comuna 13 de Medellín. De igual manera, con la reestructuración y modernización de la policía y el ejército, sumado al denominado Plan Colombia, formulado y adelantado desde el gobierno de Pastrana en 1998, se inició para algunos analistas el declive estratégico de las farc y su retroceso, por la acción paramilitar y la política de Seguridad Democrática implementada por el gobierno de Álvaro Uribe a partir del 2002.2
La exacerbación del conflicto, en el periodo aquí estudiado, generó dos grandes fenómenos en Colombia: el desplazamiento forzado interno y la migración internacional. Entre 1985 y el 2002, de acuerdo con las cifras de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento, Codhes, 2.914.853 personas fueron desplazadas del campo a la ciudad, lo que incrementó los cinturones de miseria en las ciudades intermedias —como Montería, Cartagena, Barrancabermeja y Cúcuta— y en las grandes ciudades —Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla—. Paralelamente a esta cifra, se calcula que entre tres y seis millones de personas se vieron forzadas a salir del país, principalmente hacia Estados Unidos, España y Venezuela.
Las ciudades son convertidas así en el escenario por excelencia del conflicto político, armado y social, de la violencia común y del narcotráfico, y de las exclusiones económicas, geográficas, sociales, culturales o políticas. En ellas se sintetizan y expresan la mayor parte de las problemáticas del país. Obviamente, todo esto se manifiesta en la espacialidad urbana y en la arquitectura, desde lo doméstico hasta lo público.
En 1989, el arquitecto Alberto Saldarriaga Roa escribe el artículo “Arquitectura en un país en crisis”, título que toma prestado de la historiadora y crítica argentina Mariana Waisman, quien lo utilizó en un texto a propósito de su país y de la situación latinoamericana. En su artículo, Saldarriaga entronca los problemas locales con los mundiales: la pobreza generalizada, la destrucción de los recursos naturales, la sobrepoblación, la contaminación del aire y las aguas, los desastres naturales, el narcotráfico y, como derivado de lo anterior, un clima de relatividad ética en el ejercicio de la profesión de arquitecto frente a las realidades del medio impuestas por el capital —del narcotráfico y de los organismos internacionales— y las leyes del mercado, el proceso privatizador y los nuevos modelos de desarrollo urbano. En este marco, las políticas oficiales imperantes aludían a la demolición del tejido urbano existente, en beneficio de la construcción comercial y la extensión urbana periférica de baja densidad, ya fuera como operaciones inmobiliarias de carácter financiero o como urbanizaciones ilegales auspiciadas por políticos que recibían prebendas electorales y económicas:
En este modelo, la dinámica urbana está dada principalmente por el movimiento financiero del sector inmobiliario y de la construcción. Las ciudades, entendidas fundamentalmente como campos de inversión, se convierten en entes anómalos cuyas necesidades más apremiantes no son atendidas por los altos costos que requiere esa atención, en tanto los grandes recursos se diluyen en infinidad de proyectos económicamente lucrativos y urbanísticamente dañinos. Las batallas que hay que librar para defender lo que resta del patrimonio urbano y arquitectónico, para la recuperación del espacio público, para la defensa de la vegetación, para el mejoramiento de la calidad habitacional, para la salvaguardia de la seguridad ciudadana y para muchas otras causas, cuenta como principal opositor a veces al mismo Estado, que se encarga de favorecer más, a través de sus políticas, lo destructivo que lo creativo. Los mercenarios se imponen sobre los comprometidos con las causas de la ciudad, de la cultura y del medio ambiente.3
Este panorama absolutamente pesimista era una radiografía del proceso privatizador que vivía la ciudad colombiana en el decenio del ochenta, del dominio del poder económico legal e ilegal, del viraje de las políticas oficiales concernientes a la ciudad, de la carencia de propuestas adecuadas, tangibles e inmediatas para su redención, y de la falta de horizonte de la misma arquitectura y el urbanismo a pesar del boom económico que produjeron los dineros del narcotráfico. Las acciones combinadas de todos los agentes involucrados incidieron en la forma de definir la ciudad y cambiaron su paisaje urbano, en algunos casos de manera positiva, pero casi siempre con consecuencias negativas.
Hasta 1991 el gobierno se involucró directamente en la construcción de vivienda, pero a partir de este año esa tarea quedó en manos del sector privado. Desde 1972, cuando se crearon las corporaciones de ahorro y vivienda, y con ellas el upac, con el objetivo de promover el ahorro privado y canalizarlo hacia la industria de la construcción, se planteó la dicotomía entre la oferta del sector privado y la del oficial, decisión que tendía a favorecer al primero en detrimento del segundo. Mientras las corporaciones se fueron especializando en la oferta de vivienda para los sectores medios y altos de la población, e incluso en otro tipo de proyectos comerciales, las entidades oficiales se concentraron en la vivienda para los sectores de escasos recursos, ya fuera vivienda de desarrollo progresivo, casas sin cuota inicial o vivienda de interés social, todo ello con grandes y perversos efectos sobre la ciudad.
Las entidades oficiales configuraron un extenso paisaje urbano doméstico dominado por las viviendas unifamiliares y bifamiliares, lo que varió con la irrupción de los proyectos multifamiliares que se iniciaron en los años setenta y tuvieron su auge en los ochenta. Promovidos por el Instituto de Crédito Territorial, ict, y fundamentalmente por el Banco Central Hipotecario, bch, estos proyectos tuvieron la virtud de buscar la integración con la ciudad mediante la configuración de espacios verdes, áreas comunes y zonas peatonales —paseos y alamedas—, la articulación a la malla urbana y la dotación de pequeñas infraestructuras comunales que, si bien no partían de un proyecto urbano definido de antemano, iban sumando aportes a la ciudad. Este tipo de vivienda multifamiliar dejó su impronta en proyectos de gran valor como Carlos E. Restrepo (Guillermo García, 1969-1977) y la Nueva Villa de Aburrá (Nagui Sabet y Asociados, 1986) en Medellín; Niza VIII (1983) y El Tunal II (Drews y Gómez, 1984) en Bogotá, y Cañaverales (Marcial Galvis, 1985-1988) en Cali.
En realidad son pocos los ejemplos sobresalientes que, hasta finales de los ochenta, apuntaron, más allá de construir vivienda, a configurar ciudad, pero aun así son ejemplos paradigmáticos en la medida en que valoraron lo no construido sobre lo construido, y así pudieron tener grandes espacios libres con plazas, plazoletas y lugares de encuentro, que se constituyeron en espacios públicos urbanos, con áreas verdes y buena arborización para proveer calidad ambiental a los habitantes. En casos particulares como el de El Tunal ii, se creó un sistema verde, con dotación de servicios complementarios a los de la vivienda; se logró una mixtura equilibrada entre el comercio y los servicios comunales; se generó una separación entre el peatón y el vehículo que privilegiaba al primero sobre el segundo al establecer redes o senderos peatonales para el uno, pero también zonas adecuadas de parqueo para el otro; asimismo, unidades como esta consiguieron una articulación con la ciudad, pues no eran excluyentes en sus espacios públicos, debido a que, al no tener cerramientos, tanto vecinos como extraños podían hacer uso y disfrute de ellos, con lo cual se propició una relación fluida y no controlada.
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