Pero más allá de la violencia rural y la continuación de conflictos regionales, es evidente que las desigualdades sociales continúan siendo altamente desproporcionadas, a pesar de aparecer atenuadas muchas veces en las estadísticas. Aun así, se respira un aire de optimismo, de renovadas esperanzas, en el que la configuración de lo público, vista no solo como la construcción del espacio público y la renovación de la estética urbana, ha comenzado a jugar un papel fundamental. Independientemente del tipo de acciones emprendidas, se ha impuesto un nuevo paisaje urbano. Así, el diseño y la arquitectura urbana han dejado de ser solo asunto de especialistas, para ser tenidas en cuenta y discutidas también por las comunidades y la sociedad en general, como parte fundamental de las políticas de ciudad.
En sentido paralelo a las predominantes e irracionales formas de rentabilizar el suelo urbano y a una ya larga tradición de ramplonería arquitectónica mercantil, asistimos en los últimos decenios a un renovado interés de algunos sectores por intervenir la ciudad, recuperar los espacios públicos y redefinir su arquitectura. No quiere esto decir que antes no existiera ni tuviera importancia la arquitectura. Ella apareció cuando nuestras ciudades comenzaron a configurarse, y llegó a desarrollarse plenamente como una actividad profesional altamente reconocida a partir de los años treinta del siglo xx, con su institucionalización y formalización académica, lo que condujo a que el diseño arquitectónico tuviera gran reconocimiento por su calidad y viviera, incluso, una supuesta “edad dorada” en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, aunque en esos momentos los arquitectos estaban más preocupados por el edificio aislado y la interioridad que por la relación con el espacio público y con el resto de la ciudad, lo que llevó a decir al arquitecto Sergio Trujillo Jaramillo que Colombia se ha caracterizado por tener el mejor conjunto de arquitectura de Latinoamérica, pero también, e indiscutiblemente, por tener las más feas y caóticas ciudades.
Y ahí radica la importancia del viraje en la actitud entre finales del siglo xx y principios del xxi: el redescubrimiento y la conciencia de lo urbano. La misma arquitectura redescubre lo urbano, pero acompañado de la política y la configuración de lo público, especialmente en términos del espacio. Desde finales de los años setenta ya había una enorme preocupación por la crisis de la ciudad colombiana y sus múltiples problemáticas. Fueron varios los intentos por solucionarlas desde los denominados planes de renovación urbana, pero no parecieron tener efecto, pues la política, el ordenamiento del territorio y la planeación urbana carecían de arquitectura; a su vez, los responsables de la arquitectura no tenían una visión de la política, de la cultura ciudadana, de la importancia del espacio público como constructor de ciudadanía, y de otros aspectos que solo comenzaron a interrelacionarse después de los años noventa. Había un paralelismo entre lo uno y lo otro, que comenzó a dislocarse, a cambiar de rumbos, hasta llegar a puntos de encuentro. Las nuevas propuestas, entonces, sacaron a la arquitectura de su ensimismamiento y la conectaron con la ciudad y lo urbano; y cuando las administraciones asumieron estas propuestas en sus políticas urbanas, se le otorgó carta de ciudadanía a la estética y a la belleza que tanto se le reclamaban a la arquitectura de lo público. Hoy toda esta relación ha configurado un nuevo paisaje urbano en las principales ciudades.
Obviamente, como lo plantea Trujillo Jaramillo, las ciudades nuestras no han dejado de ser, en buena medida, feas y caóticas, pero sí debe reconocérseles que han comenzado a ser más humanas e incluyentes, y que han entendido que la arquitectura y la estética juegan un papel crucial en la transformación, no solo física, sino también sociocultural. Esto hace necesario precisar a qué tipo de arquitectura nos estamos refiriendo. Cuando se habla de arquitectura urbana, por lógica se puede suponer que allí cabe toda la arquitectura que se produce en la ciudad: desde las arquitecturas informales, populares y anónimas, donde la estética expandida ha encontrado un gran sentido de valoración, hasta las arquitecturas domésticas o privadas, públicas y monumentales, de autores reconocidos o de gran prestigio que siguen los parámetros estéticos formales y académicos. No obstante, en este caso no se considerará la arquitectura espontánea e informal, a pesar de su importancia por lo numeroso de su producción o como expresión de una tradición popular en muchos órdenes —color, decoración, espacialidad, organización o técnicas constructivas—, que a su vez implica múltiples problemas y deficiencias en torno a lo público. En esta arquitectura urbana tampoco interesa la doméstica y privada —la más numerosa y cualificada dentro de la arquitectura de autor—, la cual, si bien aporta a la configuración del paisaje y de la fachada urbana, está pensada más en términos de los intereses del demandante o promotor.
En este estudio, más bien, interesa todo diseño, proyecto o intervención que sirve para darle sentido y soporte a la cultura urbana, en los que se rescata el espacio de lo público, esto es, donde se puede ejercer la democracia y la ciudadanía; en los que se definen y recrean los espacios para el encuentro, la socialización y el disfrute colectivo, que no están pensados únicamente para el tránsito o el flujo incesante. Se trata, entonces, de una arquitectura urbana que es determinante para la ciudad, en la medida en que no solo es el hecho físico en sí, con su carácter relevante y de gran valor estético, que provoca cambios en su entorno material inmediato, sino que además desencadena acciones de orden cultural, social o político más allá de ese mismo entorno, y en donde interesa el diseño tanto del edificio como del espacio público con cada uno de sus componentes.
Claro está que en este trabajo no se pretende abarcar toda la arquitectura urbana producida en Colombia en los últimos cuatro decenios, sino que se busca comprender qué ha sucedido en las ciudades colombianas durante estos años, entre 1980 y el 2017, para alcanzar las transformaciones esperanzadoras que en parte hoy se plantean. No se trata de una lectura acabada; es una aproximación a un proceso amplio y complejo, y, como tal, se trata de resaltar ejemplos sobresalientes de una serie de situaciones locales o nacionales, algunas de ellas muy específicas en nuestro medio, y otras que son eco o correspondencia de fenómenos a escala mundial o global.
Ahora, ¿por qué a partir de 1980 y no de otro año? Todo corte temporal tiene algo de caprichoso. ¿Cómo justificarlo? Es más bien una escogencia que tiene el poder de referencia: la posibilidad de delimitar unos procesos que no cesan abruptamente, sino que mantienen continuidad en el tiempo; que aunque mutan, van cediendo en intensidad, se diluyen o generan expresiones diversas. Las fechas permiten ver esos síntomas de cambio en un proceso que naturalizamos como eterno e invariante. Al respecto, se toma como referente al sociólogo e historiador Renán Silva, quien señala claramente que las fechas, generalmente arbitrarias, son “dos límites cronológicos”, a los que considera no tanto como “un periodo histórico determinado”, sino como dos hitos que permiten organizar temporalmente, de una manera razonable, una indagación sobre un problema.3
Se ha tomado como punto de partida el decenio del ochenta del siglo pasado, en razón a los diferentes acontecimientos a escala nacional y mundial que determinaron grandes cambios, inflexiones o quiebres en la sociedad. Habría que señalar que en los años transcurridos entre la Segunda Guerra Mundial, en la mitad del siglo xx, y la caída del Muro de Berlín, en 1989, hay una gran transición hacia una sociedad global, de economía de mercado, hedonista, que revaloriza el cuerpo y redefine, de múltiples maneras, el hecho urbano y arquitectónico.
Este contexto mundial incluye diferentes sucesos que permean desde lo político hasta lo ambiental. La Perestroika y la Glasnost (1985); el desastre nuclear de Chernóbil (1986), con sus efectos radiactivos prolongados y los temores a la energía radiactiva; la caída del Muro de Berlín (1989), con la posterior reunificación de Alemania (1990); y la disolución de la urss (1991), son algunos de los hechos que marcaron un cambio en el pensamiento mundial, ya sea porque simbolizaron el fin de viejos conflictos o porque radicalizaron el reclamo por una mayor conciencia ambientalista y ecológica