1 Las otras ciudades escogidas fueron: Barcelona (España), Berlín (Alemania), Caracas (Venezuela), Estambul (Turquía), Johannesburgo (Suráfrica), Londres (Inglaterra), Los Ángeles (Estados Unidos), Ciudad de México (México), Milán y Turín (Italia), Mumbai (India), Nueva York (Estados Unidos), São Paulo (Brasil), Shanghái (China) y Tokio (Japón).
2 Para mayor información, ver: http://www.bogota-dc.com/eventos/otros/bogota-premio.htm [consultada el 5 de diciembre de 2009].
3 Silva, Renán, Los ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808. Genealogía de una comunidad de interpretación, Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2002, p. 25.
La ciudad de fin de siglo. Conflicto, desesperanza y motivaciones para el cambio
La concentración de la población en las ciudades, iniciada en los años veinte del siglo pasado, tendría un paulatino y sostenido proceso que conduciría al predominio de lo urbano en Colombia. Para mediados del decenio del ochenta, en las cuatro principales ciudades —Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla— vivía el 26,8 % del total de la población del país; en veintiséis centros urbanos, con poblaciones mayores a cien mil habitantes, estaba el 44 %, y en las cien cabeceras municipales más grandes estaba el 47 %. Según el censo de 1985, aproximadamente el 67,2 % de la población ya era urbana, cuando poco más de treinta años atrás, en 1951, el 61,2 % era rural y solo el 28,8 %, urbana; esto significa que en tres décadas se invirtió el proceso demográfico en Colombia.
El crecimiento urbano era imposible de detener y ese proceso se mantendría para los siguientes años, aunque con cambios en ciertas tendencias a comienzos del siglo xxi. Si bien se preveía un crecimiento más acelerado, el incremento porcentual disminuyó. Incluso se llegó a pensar que Bogotá superaría, en el año 2000, los diez millones de habitantes; situación que no ocurrió, pues para el año 2005, correspondiente al censo más reciente, en la capital habitaban 6.840.116 personas. A pesar del decrecimiento del ritmo, entre 1985 y 2005 el país aumentó su población en más de doce millones de habitantes, casi todos ubicados en las cabeceras, donde, para el último año del rango, ya estaban cerca de las tres cuartas partes del total poblacional. Según los datos censales, el 74,34 % de la población colombiana residía allí, esto corresponde a 31.886.602 de los 42.888.592 habitantes que se contaron en el 2005, aunque ya desde 1993 se establecía ese porcentaje urbano, del cual la mitad vivía en las ciudades capitales. La ciudad, para bien o para mal, se determinaba como escenario de vida para la mayor parte de la población colombiana.
Era un hecho evidente que la ciudad no solo crecía en términos demográficos, sino que también expandía sus fronteras urbanas, cada vez más allá de los perímetros formales, como respuesta a la tendencia creciente de la informalidad, el caos y la fragmentación; todos ellos fenómenos alentados por múltiples factores, como la expulsión de la población de los sectores rurales —por falta de incentivos, por violencia armada de distintas índoles o por crisis económica, entre otros motivos— y la atracción dinámica de las ciudades con su oferta de bienes y servicios y potencial de empleo, para señalar apenas algunos de ellos. La realidad urbana, en el periodo abarcado, fue contundente para la mayor parte de esta población migrante, que, debido a la crisis de la economía y de la deuda externa, vio disminuir su calidad de vida y elevarse los índices de pobreza.
Pero la población no fue la única que se urbanizó en aquellos años; lo mismo le sucedió al conflicto armado, a causa de las acciones que emprendieron las guerrillas y de la emergencia del fenómeno del narcotráfico en los principales centros urbanos. La primera guerrilla urbana, el M-19, llevó el conflicto político a las ciudades con dos hechos significativos: la toma de la embajada de República Dominicana en 1980 y la toma del Palacio de Justicia en 1985. A su vez, las guerrillas de las farc, de marcado origen rural, comenzaron, a partir de 1982, a insertarse en núcleos urbanos, pues, entendiendo la realidad del país, en su Séptima Conferencia de aquel año asumieron que la preponderancia de lo urbano era un proceso inevitable; algo que reiteraría esta guerrilla en la siguiente conferencia, realizada en 1993, donde se planteó la urbanización del conflicto, definiendo la conformación y operación de las Milicias Bolivarianas.
Mientras tanto, el asesinato del ministro de justicia, Rodrigo Lara, el 30 de abril de 1984, por parte de sicarios al servicio de los denominados carteles del narcotráfico, marcó el inicio de un periodo de magnicidios y genocidios, que tuvo su punto más agitado en los años de 1988 y 1989, con el asesinato de dirigentes de izquierda y de partidos tradicionales como Carlos Pizarro, Jaime Pardo, Bernardo Jaramillo y Luis Carlos Galán, entre otros. La violencia armada, el fenómeno del sicariato, los magnicidios y genocidios, y las bombas y atentados con dinamita establecieron un clima de terror, temor, intimidación e imposibilidad. La palabra de moda era “crisis” y el pesimismo generalizado conllevaba una escasa voluntad de acción.
Para el inmolado antropólogo de la Universidad de Antioquia Hernán Henao, los años ochenta son un decenio de quiebre para la ciudad colombiana, desde el punto de vista de la observación y el análisis frente a la diversidad y complejidad de sus problemáticas:
El cambio de mirada sobre la ciudad colombiana empieza a sentirse en la década de los años ochenta. Los nuevos problemas derivados de la carencia de empleo formal, falta de vivienda adecuada, servicios públicos incompletos y de mala calidad, ofertas insuficientes e ineficientes en salud y educación, escasas dotaciones deportivas, recreativas y culturales, afectación del ambiente urbano, y además el surgimiento del narcotráfico y la delincuencia de gran impacto (el secuestro, por ejemplo), se convierten en detonantes de lo que pudiera llamarse la crisis de la ciudad colombiana.1
Si bien la crisis urbana también se presentaba en muchas otras ciudades latinoamericanas que de igual manera se estaban viendo afectadas por la aguda situación económica, la ciudad colombiana manifestaba síntomas particulares, debido a factores como la pérdida de legitimidad del Estado y los sentimientos de desesperanza, frustración colectiva y “no futuro” que respondían al clima de violencia.
Un paliativo o un intento de encontrar soluciones a la situación explosiva y aparentemente incontrolable fue la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente en 1990, y su posterior desarrollo hasta promulgar la nueva Constitución Política en 1991. La Constitución fue pensada como un nuevo pacto social que canalizara las divergencias políticas y reconociera la diversidad étnica, generara cohesión social y relanzara al país a un nuevo horizonte de modernidad. La nueva carta magna definió nuevos derechos ciudadanos, fomentó espacios de inclusión étnica y social, amplió y profundizó el proceso de descentralización y autonomía regional y local iniciado en los ochenta, y revalorizó el aparato judicial, entre otros aspectos que despertaron un clima de optimismo entre los ciudadanos.
Un interregno, en cierto modo complementario en términos de las esperanzas que cifraba, fueron las negociaciones y el proceso de paz adelantado entre la guerrilla de las farc y el gobierno nacional por iniciativa del presidente Andrés Pastrana (1998-2002). Este proyecto, desarrollado entre enero de 1999 y febrero del 2002, se frustró, lo que desencadenó un incremento en los enfrentamientos armados a partir de la ruptura de las negociaciones y la eliminación de la zona de distensión en El Caguán, un territorio de cuarenta y dos mil kilómetros (el equivalente en extensión a un país como Suiza) desmilitarizado y entregado a la guerrilla con el supuesto de ser el escenario de los diálogos. Mientras se adelantaba el proceso, las guerrillas se rearmaban estratégicamente y tomaban el control de algunas de las principales vías del país, mediante retenes ilegales, quemas de vehículos y las llamadas “pescas milagrosas” o el secuestro aleatorio de viajeros, lo que generó un ambiente de inseguridad nacional y la sensación de cierto aislamiento urbano. En el imaginario popular mediatizado, las ciudades