El antiguo edificio de la Gobernación de Antioquia o Palacio de Calibío, al ser trasladadas las oficinas administrativas a La Alpujarra, fue transformado en el Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe. El proyecto de restauración del edificio se adelantó entre 1987 y 1999, recuperando la arquitectura y los espacios interiores después de años de deterioro, alteraciones y desidia. Sin embargo, la articulación de este edificio con la ciudad fue traumática, en la medida en que el espacio público complementario, esto es, la Plazuela Nutibara, fue cercenada con las obras del viaducto del Metro, el cual se empezó a construir también en 1987. Además de eso, el propio viaducto ocultó la fachada principal, pues la mole de cemento se construyó a pocos metros sobre el espacio público y a la altura de los pisos superiores del palacio, lo que constituye un acto de poca sensibilidad y sin ninguna consideración por la escala y las proporciones. Las obras de intervención en el espacio público del Metro trataron de paliar la crítica situación mediante el rediseño de la plazuela y la construcción de un pequeño anfiteatro para eventos culturales públicos, enmarcado por un edificio comercial; modificaciones que duraron poco tiempo, pues para el año 1999, con el proyecto Ciudad Botero, se demolieron las obras recién construidas y las viejas edificaciones aledañas, con lo que el palacio quedó como el único edificio de la manzana. En medio de esta propuesta, el edificio diseñado por el arquitecto belga Agustín Goovaerts en los años veinte, del cual solo se construyó una cuarta parte, se mantuvo con su controversial arquitectura en el foco de interés, ya no como sede de la institución política, sino como hecho patrimonial y cultural, pero definiendo con su simulada imagen pétrea el desarrollo urbano posterior en sus inmediaciones.
El otro edificio representativo, dentro del grupo de obras patrimoniales restauradas en estos años, es el de la estación principal del Ferrocarril de Antioquia.29 La estación se ubicaba prácticamente en los límites del centro de la ciudad: la antigua Plaza de Mercado de Guayaquil y el nuevo centro administrativo, iniciado en 1975 pero aún inconcluso cuando comenzaron las obras de restauración de la estación en 1985. Esta obra fue la primera que se empezó a recuperar, por lo que se constituyó en un llamado a salvar el patrimonio de Medellín. La primera etapa se entregó en 1987, y la segunda, en 1992. Debido a su ubicación, la estación se convirtió en símbolo de una arquitectura pasada, pero de gran valor, contrapuesta a la ya gastada, poco elocuente y pesada de la modernidad racionalista de los nuevos edificios institucionales que se culminaban en sus proximidades. A la vez, esta restauración fue un reclamo para rescatar el conjunto de obras, también inmediatas, de los edificios Carré, Vásquez, pasaje Sucre, entre otros, en el sector de Guayaquil, algo que se cumpliría solo parcialmente y muchos años después. Es importante señalar que, por estos mismos años, se restauró el antiguo Puente de Guayaquil,30 una obra de arquitectura civil construida en 1876 para comunicar el sector de la plaza de mercado con la zona agrícola del occidente del Valle de Aburrá, cruzando el río Medellín. Dicha obra, aislada en el momento de la intervención por estar en medio de vías de alta circulación, se articuló con el Paseo del Río mediante una plazoleta, convirtiéndose así en un espacio urbano significativo, especialmente en la época navideña; posteriormente, este espacio fue punto de partida para plantear el proyecto del Paseo Urbano Peatonal de la carrera Carabobo.
La recuperación de estaciones del abandonado sistema ferroviario colombiano no se dio solo en Medellín, sino que se extendió por todo el país. Ya se había iniciado en los años setenta con la estación principal de Manizales, convertida en sede universitaria, con la definición de sus sectores aledaños como un espacio público urbano. Pero el deterioro de estas obras arquitectónicas, tan importantes en la primera mitad del siglo xx, condujo a su reciclaje en algunas ciudades. Es el caso de la estación de Chiquinquirá, perteneciente al Ferrocarril del Norte y diseñada por el francés Joseph Maertens. La obra fue restaurada en 1987, con la dirección del arquitecto Daniel Restrepo Zapata, por la Fundación para la Conservación y la Restauración del Patrimonio Cultural Colombiano. El edificio, con su afrancesada arquitectura ecléctica, de vestíbulo y mansarda, arcada y frontones, yesería y hojaletería, se relacionó con un parque contiguo para generar un espacio urbano, hoy convertido en la Casa Cultural Rómulo Rozo, después de un tiempo considerable sin uso. Algo similar ocurrió con el edificio de la terminal del Ferrocarril del Pacífico en Buenaventura, un proyecto realizado por el italiano Vicente Nasi, construido en 1930 y pionero en términos de las arquitecturas de vanguardia en Colombia. Fue remodelado y restaurado en 1985 por el arquitecto Guillermo Rodríguez, para ser dedicado a los servicios médicos de los empleados de la empresa Puertos de Colombia.
De las acciones puntuales de los años ochenta, se pasó, a partir de 1992, a una acción más sistemática, mediante el programa de “Reciclaje de las estaciones del ferrocarril”, propuesto desde el Instituto Colombiano de Cultura. Aunque sus efectos no fueron tan amplios como se pretendió en muchos pueblos y ciudades de Colombia, estas estaciones tuvieron nuevos usos como centros comerciales, terminales de transporte o centros culturales; tal es el caso de la estación de Neiva, que para 1994 fue convertida en una casa de la cultura, o la de Palmira (Valle del Cauca), que fue restaurada y su bodega reciclada hacia 1997. Lo interesante en este último caso es que la intervención no se centró únicamente en la antigua estación del Ferrocarril del Pacífico, un bello edificio de dos pisos de corte neoclásico, con porche, terraza balaustrada y remante en frontón triangular, sino que se extendió a la bodega y más generosamente a los sectores aledaños para configurar un parque.31 De esta manera, Palmira reutilizó las antiguas edificaciones, recuperando sus calidades arquitectónicas en estucos, yeserías y marquesinas, para convertirse en sede de instituciones municipales, y sumó un espacio público arborizado, con jardines y amueblamiento urbano.
Otra pieza arquitectónica patrimonial singular, cuya intervención y recuperación tuvo efectos desencadenantes en el entorno inmediato y sirvió como soporte estructurante a proyectos posteriores, fue la restauración del Edificio y la Plaza de la Aduana en Barranquilla. Este edificio, diseñado por el ingeniero norteamericano Leslie Arbouin y construido entre 1919 y 1929, fue restaurado desde 1992 por la firma González Ripoll y Asociados, y reinaugurado en 1994. El proyecto para la restauración fue elaborado por un grupo de arquitectos conformado por Katia González, Francisco González, Carlos Hernández y Eduardo Samper;32 con su nuevo uso, fue dedicado a oficinas de comercio, salas culturales, sede del Archivo Histórico del Caribe y sede de la Biblioteca Luis Eduardo Nieto Arteta. Pero más que esto, desde entonces se convirtió en elemento referencial para la recuperación de la memoria urbana y arquitectónica del puerto, por lo cual se ha considerado como “el mayor símbolo revivido del centro” (véase figura 1). Contiguo a este edificio de vivos colores ocres, se restauró la estación Montoya, que perteneció al Ferrocarril de Bolívar y fue construida por los ingleses en 1871. Ambas obras son referencia de una ciudad portuaria, fluvial y férrea, que conectó al país con el mundo, y por donde llegó buena parte de la modernidad, no solo en cuanto a infraestructura, sino también en el aspecto cultural. El edificio de la Aduana y la estación Montoya dan cuenta, así sea de manera resumida, de la pluralidad de formas y estilos arquitectónicos que se desplegaron en una ciudad cosmopolita, centro de convergencias de colonias procedentes de diversas partes del mundo, las cuales enriquecieron con sus formas, colores y diversidad cultural el espacio urbano y arquitectónico. Uno pequeño, la estación, compacto, con muros de ladrillo con esquinas almohadilladas, balcones de hierro, remate en hastial y cubiertas inclinadas, da cuenta de la arquitectura inglesa antillana; y el otro, la Aduana, extendido en su horizontalidad, con la gran galería frontal de arcos rebajados, un preciso ritmo de ventanas separadas por columnas inscritas en el segundo piso —en correspondencia con la arcada del primero—, vanos enmarcados, friso corrido y una columnata adelantada como soporte del frontón triangular saliente que remata este cuerpo central, es expresión del historicismo en boga durante aquellos años de su construcción.