Por otra parte, los padres tienen el deber y el derecho de educar a sus hijos, lo que se relaciona con el derecho a escoger el establecimiento de enseñanza para ellos22. De lo anterior y dado que en educación superior el texto constitucional no garantiza la gratuidad, parece deducirse que en ese nivel corresponde al Estado un rol subsidiario de lo que los padres pueden aportar para la educación de sus hijos23. Nuestro TC ha señalado que el art. 1, inciso 3°, de la Constitución consagra el principio de subsidiariedad “como uno de los principios rectores del orden social”, lo cual implica que al Estado —sin perjuicio de sus deberes propios— no le corresponde “absorber aquellas actividades que son desarrolladas adecuadamente por los particulares, ya sea personalmente o agrupados en cuerpos intermedios”24. En la misma línea, la sentencia del TC núm. 410-2004 (c. 8°) realza “el esfuerzo compartido que fluye del numeral 10° del artículo 19 de la Constitución”: el deber del Estado de financiar un sistema gratuito de educación básica y media, destinado a asegurar su acceso a toda la población, se complementa con “la participación activa que incumbe a la comunidad en la concreción de esta actividad de bien común”, en cuanto ella ha de contribuir al desarrollo y perfeccionamiento de la educación.
Este podría ser un punto altamente problemático: una aplicación estricta del principio de subsidiariedad al derecho a la educación implicaría que la comunidad no puede interferir con las decisiones que algunos padres —con la ayuda de los establecimientos respectivos— adopten para mejorar la educación de sus hijos, aun cuando ello los ponga en situación de ventaja o privilegio frente a los demás niños o jóvenes de la comunidad y excluya a los demás niños o jóvenes de esos beneficios. Atria (2007, pp. 41-60), a ese respecto, sostiene que no existe una libertad protegida para que los padres transfieran privilegios a sus hijos. Su argumento, en síntesis, es el siguiente: i) el núcleo del derecho a la educación no es lo que hemos denominado su contenido prestacional (el deber del Estado de establecer un sistema gratuito de enseñanza básica y media), sino el derecho preferente —y deber— de los padres de educar a sus hijos; ii) en su dimensión de libertad, el derecho a la educación y la libertad de enseñanza protegen el derecho de los padres a elegir —dentro del rango más amplio que sea posible— la que ellos consideren la mejor educación para sus hijos; iii) el Estado tiene el deber de dar especial protección al igual goce y ejercicio efectivo de este derecho, de modo que debe impedir a los establecimientos educacionales que formulen exigencias tales que los hagan inelegibles para ciertas familias, como la selección de estudiantes y el cobro de una determinada suma de dinero. Esto se debe a que el contenido de la libertad de enseñanza “no incluye la libertad de excluir”.
Los padres, entonces, tienen el derecho preferente de educar a sus hijos, pero no pueden invocar este derecho para transferirles privilegios; ¿en qué se traduce el deber del Estado de dar protección a este derecho? De partida, el Estado debe “fomentar el desarrollo de la educación en todos sus niveles, estimular la investigación científica y tecnológica, la creación artística y la protección e incremento del patrimonio cultural de la Nación”, junto con promover el bien común, de lo que claramente surge la necesidad de garantizar la equidad en el acceso y un cierto nivel de calidad de la educación.
Fomentar, según su sentido natural y obvio (que aporta el Diccionario de la Real Academia Española), significa “promover, impulsar o proteger una cosa”, lo que incluye estimular adelantos y mejoras. En tal sentido, el deber de fomento justifica una regulación razonable y una preocupación de la política pública sectorial con el fin de promover y asegurar la calidad de la enseñanza, entendida como la adecuada concordancia de esta con los requisitos mínimos que debe cumplir cada nivel educativo, con el avance del conocimiento y con los requerimientos de la sociedad, incluidos los valores que la educación debe promover. Es evidente, asimismo, que los establecimientos educacionales son sujetos del deber constitucional de “contribuir al desarrollo y perfeccionamiento de la educación”, en cuanto son cuerpos intermedios que forman parte de la comunidad nacional. Sería un error, por tanto, interpretar la dimensión prestacional del derecho a la educación solo como un mínimo, sobre el cual la libre iniciativa de los padres —y de los particulares organizados en establecimientos educacionales— puede producir mejoras incrementales en la calidad del servicio, asequibles únicamente para quienes puedan pagarlas25. Cabe recordar que este derecho incluye la función que le corresponde al Estado —en concordancia con el principio de igualdad y lo establecido en tratados internacionales— de garantizar que el ingreso a la enseñanza superior se determine atendiendo únicamente a la capacidad e idoneidad de los postulantes.
Entonces, el derecho a la educación implica deberes positivos para el Estado, no solo de prestación, sino también de regulación y aseguramiento de la equidad y calidad de la enseñanza. En el ejercicio de sus atribuciones para alcanzar esos fines, puede gravar a las instituciones de enseñanza con restricciones u obligaciones en la medida en que sean medios idóneos, necesarios y proporcionales para el logro de tales objetivos.
4. EL ARTÍCULO 19, NÚMERO 11°, ASEGURA A TODAS LAS PERSONAS LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA26
La libertad de enseñanza es el derecho que asiste a toda persona para participar en los procesos de enseñanza y aprendizaje, sea impartiendo o recibiendo conocimientos, tanto para la enseñanza reconocida oficialmente o sistemática como para la que no lo es, sin otras limitantes que las que imponen “la moral, las buenas costumbres, el orden público y la seguridad nacional”27.
El núcleo esencial de la libertad de enseñanza incluye el derecho de abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales. En esas tres facultades se condensan, como dice nuestro TC, “los elementos, definitorios e inafectables, que tal libertad abarca”28. Los establecimientos educacionales y sus organizadores son los titulares del derecho a la libertad de enseñanza, sea que opten o no al reconocimiento oficial, tengan o no personalidad jurídica. La libertad de enseñanza está en estrecha relación con la autonomía de los cuerpos intermedios29 y con el “derecho de asociarse sin permiso previo” (art. 19, núm. 15°, de la Constitución) por lo que garantiza la (adecuada) autonomía académica, administrativa y económica de los establecimientos educacionales, sean públicos o privados30.
La libertad de enseñanza, como consecuencia, comprende el derecho a la dirección del establecimiento y a instaurar sus principios, compatibles con el pluralismo que exige la Constitución31; la autonomía para definir su régimen interno y seleccionar sus directivos y el profesorado32; el derecho de impartir conocimientos; el de elegir el contenido, el sistema y los métodos de la enseñanza; la facultad de acreditar el grado de conocimientos adquiridos por los alumnos, así como la de determinar su procedimiento de admisión y establecer normas de convivencia33. Con todo, el derecho de acceder al establecimiento escolar elegido ha de tener, necesariamente, un correlato en la facultad de proseguir la formación en él, de tal modo que la expulsión del alumno, en determinadas circunstancias, puede entrañar la vulneración del derecho a la educación34.
Asimismo, la libertad de enseñanza ampara el bien jurídico de libertad de cátedra, entendido como la facultad del profesor para desarrollar las materias de un curso desde su enfoque personal. Y abarca la posibilidad de obtener el reconocimiento oficial de la docencia que imparte, de conformidad con la ley respectiva, o impetrar la subvención o el financiamiento estatal correspondiente.
Con todo, la autonomía académica, administrativa y económica de las IES no es un derecho fundamental de estas, sino una garantía institucional de tipo estatutario, esto es, cuyo contenido y alcance se determina por la ley (León, 2011). Por lo pronto, la enseñanza con reconocimiento oficial está sujeta a algunas limitaciones adicionales respecto de la que no aspira al reconocimiento (el texto constitucional