Como se aprecia, esta es una concepción de la enseñanza y la autonomía de los establecimientos educacionales de cuño liberal genuino, basada en la cooperación meramente voluntaria de los miembros de la sociedad y en los mecanismos de mercado (el contrato), configurando una esfera privada de oferta, elección e influencia familiar que queda inmunizada contra la intervención del Estado, al más puro estilo de Nozick (1991) y Hayek (2008). La primacía de la libertad de enseñanza —como expresión del principio de subsidiariedad— sobre el derecho a la educación superior estaría consagrada a nivel constitucional atendido que, mientras la primera habilita para accionar su defensa mediante el recurso de protección, el segundo no lo hace. Los seguidores de la concepción liberal suelen apoyarse, además, en el argumento histórico (citando las actas de la Comisión de Estudios como prueba de la intención del constituyente).
Con todo, no se niega todo efecto práctico al reconocimiento constitucional del derecho a la educación superior: esta concepción admite que este derecho (y los derechos sociales en general) puede tener alguna “fuerza vinculante” e, incluso, pueden ser materia de protección, en la medida en que —operando de forma análoga a los derechos civiles— establecen una prohibición de hacer —de lesionar derechos— para el Estado. Así, para quienes han logrado tener acceso a la enseñanza superior o para los padres que quieren asegurar un determinado tipo de educación a sus hijos y, por ende, elegir libremente el establecimiento educacional que mejor encarna sus aspiraciones, el derecho a la educación funciona como derecho de defensa frente a la intervención estatal y puede ser protegido, sea por la vía de la libertad de enseñanza, del derecho de propiedad, del debido proceso o de la cláusula de no discriminación arbitraria.
El principal problema que —a mi juicio— presenta la concepción liberal, es que pone como nota esencial del derecho a la educación la autonomía, como una garantía del individuo y de los cuerpos intermedios; esto es, lo radica en la esfera privada, al igual que la libertad de enseñanza. El derecho a la educación —e incluso la noción misma de autonomía referida a la enseñanza— se erige, en cambio, desde lo público, donde las libertades cobran sentido en la medida en que se articulan con derechos y deberes en un orden social “decente” (que trata a todos con igual consideración y respeto). Por eso, para los liberal-conservadores, la universalidad del derecho a la educación superior o la igualdad sustantiva en las condiciones de acceso a ella no pasa de ser una promesa utópica y su incumplimiento no configura ninguna infracción de normas constitucionales. Solamente se podría infringir —por omisión— el deber de fomentar este nivel de enseñanza; pero, como se comprende, bastaría un esfuerzo mínimo por parte del Estado para cumplirlo. El hecho de que la concepción liberal se aleje tanto del núcleo central del concepto (lo que la mayoría de las personas entiende que es el núcleo de significado de la expresión “la educación es un derecho”) es una buena razón para desconfiar de su utilidad.
La concepción liberal, por último, parte de la premisa de que todo lo que haga el Estado podría ser contrario a la libertad, mientras que cualquier cosa que hagan los individuos o entes privados será un acto eficiente y sinónimo de libertad. Prieto (1990, pp. 50-51) advierte, en cambio, que la alternativa real no se plantea entre la sumisión al Estado versus la plena libertad de decisión económica y social (como pretende la concepción liberal), sino entre la sujeción de la mayoría al poder formalmente privado de quienes controlan el proceso económico versus la posibilidad de someter al control público el “azar y la imprevisibilidad natural” (o sea, la “destrucción creativa” de los agentes de mercado).
El principal defecto de esta concepción, en cuanto tesis jurídica (que, como ya se observa, quiero refutar), es que hace superfluo el reconocimiento constitucional del derecho a la educación. Los mismos efectos podrían lograrse sin que el derecho estuviese consagrado en la Constitución y, así, se viola una regla básica de hermenéutica constitucional, a saber, que debe excluirse cualquier interpretación que conduzca a anular o privar de eficacia a algún precepto de la Constitución. No es propio de la tarea dogmática aceptar una parte del texto —aquella que más nos agrada— e ignorar, rechazar o minimizar la otra. El derecho a la educación superior, pues, ha de significar algo más que lo que la teoría liberal sugiere.
Para la concepción igualitarista de los derechos sociales, en cambio, la educación superior tiene un contenido normativo “fuerte”, e implica el deber del Estado de asegurar el acceso de todos a un mismo nivel educacional o, al menos, proveer a todos las mismas oportunidades de ingreso a la enseñanza.
Si la concepción liberal parte de la teoría positivista de los derechos, la concepción igualitarista —a la que adscribo— es propia del constitucionalismo como teoría del derecho y como fenómeno que requiere una nueva forma de interpretar las normas jurídicas (y de argumentar con ellas). Así, Ferrajoli (2010) concibe el derecho como un sistema de garantías para los derechos fundamentales reconocidos positivamente. El derecho surge con la norma que lo consagra, en tanto que las garantías pueden estar en el plano del “deber ser” positivo. Si faltan las garantías, el legislador tiene el deber jurídico —y de coherencia— de dictar normas e instrumentos para la satisfacción del derecho. El juez debe sujetarse a la ley si es válida (cuando su significado resulta coherente con las normas constitucionales), reinterpretar las leyes conforme a la Constitución o denunciar la inconstitucionalidad. La ciencia jurídica debe jugar también un rol proyectivo e innovador, proponiendo correcciones a las técnicas garantistas o sugiriendo nuevas garantías. Los derechos fundamentales son universales e indisponibles: se sustraen del mercado y de la decisión política. Son lo que “no debe decidirse” o lo que “debe ser decidido” por la mayoría, es decir, generan para el Estado tanto vínculos negativos (derechos de libertad) como vínculos positivos (derechos sociales que no deben quedar sin satisfacción).
La tesis central de esta segunda concepción es que, si los derechos sociales (como el derecho a la educación superior) son verdaderos derechos, el Estado no podría justificar su incumplimiento de las obligaciones fundamentales amparándose en la falta de recursos. En ocasiones existen obligaciones ex lege, explícitas en el mismo texto constitucional (como la de establecer un sistema universal, gratuito y obligatorio de enseñanza básica y media); y en otros, hay obligaciones genéricas, por ejemplo, las relativas al derecho a la educación superior, que requerirían nuevas técnicas de garantía y justiciabilidad (como prestaciones gratuitas, protección jurisdiccional, cuotas para alumnos vulnerables, mínimos de presupuesto, entre otras).
Para la concepción igualitarista, los derechos sociales son “derechos en serio”: reclaman la intervención legislativa (el legislador no puede desconocerlos ni restringirlos) y tienen toda la fuerza normativa que el constitucionalismo reconoce a los principios. Sus argumentos (Abramovich y Courtis 2004, pp. 19-64) son, básicamente, la analogía (relación de semejanza) con los derechos civiles y políticos, la refutación del supuesto carácter indeterminado o no formalizable de la prestación y la posibilidad efectiva de exigir judicialmente algunas de las obligaciones que consultan55. Cierto es que la justiciabilidad de los derechos sociales requiere identificar ciertas obligaciones mínimas de los Estados, lo que es hasta ahora un déficit del derecho constitucional; pero —como afirma Ferrajoli— la insuficiencia de acciones idóneas señala simplemente una laguna susceptible de ser superada.
Desde luego, en casos de violación del derecho fundamental o de la cláusula que prohíbe la discriminación arbitraria, resultarían perfectamente viables muchas de las acciones judiciales tradicionales, como las acciones de inaplicabilidad por inconstitucionalidad, y posterior declaración de inconstitucionalidad de un precepto legal contrario a la Constitución (art. 93, núms. 6° y 7° de la Constitución); de impugnación, ilegalidad o nulidad de actos reglamentarios; declarativas de certeza; de protección; de indemnización de daños y perjuicios e, incluso, las acciones ante el sistema interamericano de derechos humanos, de conformidad con el Pacto de San José de Costa Rica. Esas posibilidades son más claras cuando el Estado presta directamente un servicio en forma parcial, discriminando a ciertos sectores de la población (Abramovich y Courtis, 2004, p. 43); pero también pueden ejercerse cuando el Estado debe dictar regulaciones dirigidas a particulares, autorizar el funcionamiento o reconocer oficialmente a las IES, o fiscalizar el cumplimiento