En este trabajo nos interesa mostrar cómo se llegó a esta formulación de una política pública anclada en el concepto de derecho social, mostrando la evolución histórica del marco regulatorio vigente en la educación superior chilena, en referencia a sus efectos (buscados y no buscados) en la fisonomía actual del sistema de educación terciaria. Luego, describiremos el marco constitucional vigente, para mostrar que el texto fundamental es compatible tanto con una interpretación amplia de la libertad de enseñanza y la autonomía de las instituciones de educación superior (IES), como con una intervención estatal más intensa para asegurar el derecho a la educación. A continuación, analizaremos dos concepciones opuestas sobre la forma de interpretar los principios constitucionales que regulan la enseñanza2, la liberal y la igualitarista, procurando demostrar la prioridad lógica del derecho a la educación, la igualdad de oportunidades educativas y el derecho de las familias de escoger el establecimiento educacional, por sobre los derechos de las IES. En seguida, vamos a especificar la idea de la educación superior como derecho fundamental para revisar críticamente las propuestas que se han anunciado para materializar el “cambio de modelo”, a la luz de lo que la literatura especializada y la práctica jurídica consideran son los elementos esenciales de un derecho social. Concluiremos planteando que una política pública basada en la idea de derecho social debe orientarse progresivamente a la igualdad, justificando un control más “robusto” sobre las IES que el vigente hoy en Chile, pero que sea compatible con la libertad y el pluralismo de opciones propios de un Estado democrático.
El derecho, ciertamente, moldea las instituciones y prácticas sociales; pero también ocurre que los factores sociales y políticos producen cambios en el derecho, más allá de las normas promulgadas por el Congreso o la autoridad administrativa. El cambio social también influye en el discurso jurídico y eso ha sido especialmente patente en el último tiempo, desde el inicio de los movimientos estudiantiles en 20063. El derecho es, ante todo, una práctica social (y un tipo de discurso), por lo que las convicciones, expectativas e intereses de las personas que son regidas por este son relevantes para su acertada comprensión. En otras palabras, el derecho cambia tanto por vías institucionales como por vías no formales.
En Chile, la política educacional, durante largos 30 años, se desarrolló en un marco bastante laxo en cuanto a las exigencias derivadas de las reglas legales y con bajo nivel de intervención de las autoridades públicas4. En ese lapso, el eje de la política pública en el sector han sido las decisiones individuales adoptadas por las personas e instituciones de enseñanza, pactadas entre ellas con una mínima intervención del Estado. Algunos —los defensores de la economía de mercado— aplauden este modelo de “Estado ausente” (o subsidiario) y confían en que los incentivos, la diferenciación y la competencia producirán más y mejores bienes educativos (Jofré, 1988; Beyer, 2000).
No obstante, esta situación no es opuesta al modelo de “Estado benefactor”, que da o patrocina educación gratuita pero no conduce ni coordina (Brunner, 2009, p. 171), que existió en Chile antes de la dictadura. Así, algunos rasgos de ese modelo, como la alta autonomía de las IES, perviven hasta hoy y son causa de algunas de las distorsiones que nos aquejan. Muchos olvidan que la libertad de enseñanza como garantía constitucional data de 1874, que el modelo mixto con financiamiento estatal surge en la década de 1920 y se consolida en la de 1950, y que la autonomía de las universidades llegó a instalarse en la Constitución en 1971.
Por eso, proponemos que la gratuidad de la educación superior no es condición necesaria ni suficiente para desarrollar una política pública centrada en los derechos de los estudiantes o en la lógica del derecho social. Asimismo, creemos que centrar el debate en la gratuidad es un error, porque elude los problemas de fondo y podría significar —justamente lo que sus defensores quieren eludir— un cambio “gatopardista” (una gran reforma aparente sobre quién financia la educación superior en el momento en que el estudiante cursa la carrera, dejando el resto de las cosas igual).
En rigor, la principal causa del malestar con el sistema de educación superior es que el derecho (heredado en gran medida de la dictadura, con la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE) de 1990 como “ley de amarre”), por largo tiempo, aunque aparentemente guardaba silencio, se usaba para delimitar y configurar el debate político. Es decir, el Estado intervino, en el momento autoritario, para imponer una cierta fisonomía al sistema —una “de mercado”— e impedir una reforma posterior.
Pero ocurre que el derecho es también “un personaje en busca de autor”; o, como sugiere Dworkin (2005, pp. 166-168), una “novela escrita en cadena”. El Estado constitucional de derecho, como veremos, fija un marco a la acción política, sin imponer un contenido específico. La Constitución formal y rígida (Aguiló, 2001), por el principio de supremacía constitucional y la garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales, es cierto, delimita el debate político. No obstante, a medida que la “Constitución viviente” (Ackerman, 2011) cambia su significado material, a la par con la evolución de la sociedad de los aceptantes o gobernados, se produce la paradoja de la “resistencia constitucional” (Aguiló, 2003): sin cambiar en la forma, y gracias a la “fuerza expansiva de los derechos” reconocidos mediante cláusulas vagas y abiertas, la Carta Fundamental muta por vía de interpretación. Entonces el derecho, en vez de estar relativamente ausente o restringir el debate sobre política pública, a veces amplía o expande la gama de alternativas. Porque hoy es el derecho —la noción de derechos sociales— el que permite ampliar los límites de lo políticamente posible; y el derecho, a la luz del criterio de coherencia, es compromiso y es síntesis intergeneracional.
El sistema de educación superior que tenemos, pues, no es un producto necesario o exclusivo de la “Constitución de Pinochet” y —como veremos— no hay un solo modelo o ideología que domine la Constitución vigente.
1. EL MARCO REGULATORIO VIGENTE Y SU EVOLUCIÓN HISTÓRICA: DEL “ESTADO DOCENTE” AL SISTEMA MIXTO Y DE LA GRATUIDAD AL MERCADO
El sistema de la educación superior chilena se formó “desde arriba” y, según la corriente principal de la literatura, a partir de la noción de “Estado docente” (Labarca, 1939; Serrano, 1994). Se inicia con la creación de la Universidad de Chile (en 1842), a la que se asigna el rol de superintendencia del sistema educacional. La primera universidad privada —la Universidad Católica— nace en 1888 pero recién obtiene financiamiento y reconocimiento oficial en 1923, junto con la —también privada— Universidad de Concepción. Desde entonces se configuró un sistema mixto, al que se sumaron luego una segunda universidad estatal y otras cuatro universidades privadas. Los estudiantes del sistema privado debían rendir exámenes ante la Universidad de Chile para validar sus títulos hasta mediados de la década de 1950, casi coincidiendo con la formación del Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (CRUCH) y con la aprobación de una ley que aseguraba el aporte fiscal a ese conjunto de instituciones5. El sistema se mantuvo así hasta 1980.
A contar de 1981, el sistema de educación superior chileno sufrió importantes transformaciones. En 1980 seguía siendo un sistema gratuito o mayormente financiado por el Estado, de élite (fuertemente selectivo), con una matrícula de 118.978 estudiantes; institucionalmente homogéneo y público (conformado por las ocho universidades del CRUCH que recibían aporte estatal). Después de la reforma impulsada ese año por la dictadura militar, pasó gradualmente a ser un sistema financiado mayormente por las familias de estudiantes (y cada vez más caro para ellas), altamente privatizado (en matrícula y financiamiento) y diversificado (heterogéneo en tipos institucionales, calidad, etc.). El sistema se transformó en 1985 en uno de masas (con más de un 15% de tasa bruta de escolarización superior) y luego, en 2007, ingresó a la fase de acceso universal, al superar el 50% de cobertura (Brunner, 2013).
Esa tendencia no se revirtió, sino que se profundizó