Los murciélagos en España, aun cuando muerden, ni matan ni son venenosos, pero en tierra firme, muchos hombres han muerto de sus mordeduras. En dicha tierra firme, se encuentran muchos murciélagos que eran muy peligrosos para los cristianos cuando Vasco Núñez de Balboa y Martín Fernández de Enciso llegaron allí para emprender la conquista del Darién. Aun cuando entonces no se conocía, hay un remedio sencillo y eficaz para curar la mordida del murciélago. En ese entonces, algunos cristianos morían y otros caían gravemente enfermos a causa de ello, pero más tarde los indígenas les enseñaron cómo tratar las mordidas. Estos murciélagos son exactamente iguales a los que hay en España, pero generalmente muerden por la noche, más comúnmente en el extremo de la nariz o en la punta de los dedos de las manos o de los pies, chupando una cantidad de sangre tan grande que es difícil de creer a menos que se haya observado. Tienen otra peculiaridad que consiste en que si muerden a un hombre entre cien, volverán a morder al mismo hombre en noches sucesivas, aun pudiendo escoger a muchos otros. El remedio para la mordedura consiste en sacar unas cuantas brasas del fuego, tan calientes como sea posible tolerar, y colocarlas en la herida. También hay otro remedio: lavar la herida con agua tan caliente como pueda tolerarse; la sangría entonces se detiene y en breve plazo la herida sana. La herida en sí es pequeña, ya que el murciélago hace un corte circular y muy pequeño en la piel. Me han mordido a mí y me he curado con agua caliente, tal como lo he descrito. (Fernández de Oviedo, 1526, citado en Escobar, 2004, p. 4)
La viruela (que entró también con los europeos), eliminó al menos un tercio de la población indígena. Este hecho, narrado por varios cronistas citados en Cordero del Campillo (2001b), resultó favorable para la conquista. Así lo indica el albéitar (término de origen árabe para denominar a quienes ejercían el oficio de veterinarios en el siglo XV) Suárez de Peralta, cuando señala que “fue mucha ayuda para los españoles”. Gómara describe el papel de la promiscuidad en los baños en la difusión de la viruela, mencionando con cierto sentido de revancha que “me parece que (los indios) pagaron aquí las bubas (sífilis) que pegaron a los nuestros” (Cordero del Campillo, 2001b, p. 604).
Con la expedición de Juan de Aguado, en 1495, entró el sarampión que los indígenas llamaron pequeña lepra (a la viruela la denominaron gran lepra). Las precauciones tomadas (eliminación de los baños comunitarios), fruto de la experiencia con la viruela, hicieron que el sarampión no tuviera tan mortíferos efectos.
Médicos y veterinarios llegados desde el viejo continente
Algunos médicos y albéitares participaron durante la colonización; los últimos acompañaban las expediciones debido a la importancia estratégica de los caballos para la guerra y el transporte; la alimentación, la salud y, sobre todo, el herrado eran prioritarios, y se requería personal idóneo para estas delicadas funciones. Las noticias sobre las actividades de los veterinarios de la época son tardías, pero se mencionan en diversas crónicas; así como su papel en la implantación exitosa de los ganados europeos, y su intervención en la inspección de alimentos y el establecimiento de mataderos en las grandes ciudades (Villamil et al., 2012).
En los registros históricos citados en Cordero del Campillo (2001a, p. 5), en Crónicas de Indias, se menciona que:
Los primeros “veterinarios” llegaron a La Española (Haití y Santo Domingo) y de allí pasaron a la Nueva España (México) adonde llegaron dos herreros que Cortés reclutó en Cuba. El primer albéitar llegado al Nuevo Mundo fue Cristóbal Caro, quien formó parte de la expedición de Juan Aguado (1495); en su contrato figura: el cuidado del ganado durante la travesía y el desembarco, el tratamiento de los enfermos, la reproducción y demás actividades veterinarias, con un salario de 1000 maravedíes mensuales, más los utensilios propios del oficio y las medicinas requeridas.
Otro albéitar llegado a La Española, en 1515, fue Juan Ruiz, quien acompañó a Francisco Vásquez de Coronado en su expedición en busca de las “míticas siete ciudades de Cíbola que, según la leyenda, estaba a tan solo 40 días de viaje al norte de La Nueva España”. A Cuba llegó Baltasar Hernández, requerido por Hernando de Soto, gobernador de la isla, para que estableciera la causa de la muerte de un equino. Arribó también Cristóbal Ruiz, quien llegó a la isla en 1518 y viajó a México al año siguiente, donde figuró establecido en 1525. A esta ciudad llegó también Francisco Donaire, eficaz colaborador de Hernán Cortés en la época de la conquista Cordero del Campillo (2001a, p. 5).
Con Gonzalo Jiménez de Quesada arribó el cirujano Antonio Díaz, quien prestaba sus servicios tanto a los europeos como a sus cabalgaduras, debiendo atender a las personas y a los equinos (Gracia, 2002; Reyes et al., 2004). Sánchez Ropero, que curaba animales y personas, terminó como encomendero en la sabana de Bogotá, donde crió con éxito ganado caballar, vacuno, lanar y porcino, después de haber participado en la expedición del capitán Díaz Cardozo.
En 1537 figura en Perú el albéitar Fernán Gutiérrez, quien practicaba con éxito la cirugía en animales y en humanos. Según Garcilaso de la Vega:
[...] el soldado Francisco Peña, recibió una herida craneal durante la guerra contra Gonzalo Pizarro, rebelado contra el virrey […] El albéitar que hacía de cirujano le arrancó el casco (cuero cabelludo) y curó sin calentura ni otro accidente, en la batalla de Guarina en 1547. (Cordero del Campillo, 2001a, p. 5)
En 1542, el grupo comandado por Alvar Núñez Cabeza de Vaca llegó a la ciudad de Asunción Juan Pérez, quien traía una fragua portátil. En 1609, en Buenos Aires, Juan Cordero Margallo fue denunciado por actuar como médico; no obstante, se le autorizó para tratar lamparones (escrófulas) y llagas viejas en los humanos. En 1786 se presentó ante las autoridades Gabriel Izquierdo, con título de albéitar, expedido por el Real Protoalbeiterato de la capital española.
De acuerdo con Cordero del Campillo (2001a, p. 6), un aporte importante a la veterinaria hispana lo constituye la obra del mexicano Juan Suárez de Peralta (pariente político de Hernán Cortés), quien escribió Tratado de Cavallería, de la Gineta y brida sevillana (1580), y un libro titulado Albaytería (1570), cuyo original se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid.
Según Velásquez (1931), Otón Felipe Braun, veterinario de la Universidad de Hannover, donde terminó sus estudios en 1817, participó en la guerra de la independencia de Colombia. En Santafé conoció al Libertador y se decidió a acompañarlo en sus campañas. Bolívar le concedió las medallas de Pichincha, Junín y Ayacucho, y recibió el título de Gran Mariscal de Montenegro.
La enseñanza de la veterinaria en el continente americano
La veterinaria, término mencionado en los inicios del siglo IV d. C. en la obra De re rustica (Los trabajos del campo), de Lucius Junius Moderatus, “Columela”, en sus orígenes y desarrollos presentó diversos aspectos históricos en los que confluyeron intereses comunes desde la perspectiva del saber médico, la salud de las poblaciones animales y sus repercusiones en las colectividades humanas y en el ambiente, como una consecuencia de las actividades ganaderas y agrícolas, factores que constituyen temas importantes y, a su vez, fundamentales en el conocimiento y en el ejercicio profesional.
El 4 de agosto de 1761, por orden de la Corona, Claude Bourgelat fundó la primera escuela veterinaria en Lyon, y en 1764 se le confirió el título de Real Escuela de Veterinaria. Hacia finales del siglo XVII se crearon escuelas de veterinaria en más de veinte ciudades europeas (Cottereau y Webber Goude, 2011).
Una frase extraída de los Reglamentos para las Reales Escuelas de Veterinaria de Francia (citada en Chary, 2011), refleja las preocupaciones éticas de este visionario, fundador de la profesión veterinaria:
Impregnados siempre de los principios de honestidad que habrán apreciado y de los que habrán visto ejemplos en las Escuelas, jamás deberán apartarse de ellos; distinguirán al pobre del rico, no pondrán un precio excesivo a talentos que deben exclusivamente a la beneficencia del Rey y a la generosidad de su patria y demostrarán con su conducta que están todos igualmente convencidos de que la fortuna consiste menos en el bien que uno posee que en el bien