Para volverse loco. A. K Benjamin. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: A. K Benjamin
Издательство: Bookwire
Серия: Turner Noema
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417866778
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juego cumpliría todos los ítems de riesgo proforma.

      Pero todo aquello no era más que una maniobra de distracción, pues resulta que su imaginación estaba centrada en otra parte.

      Me contó que el niño siempre iba directo de la escuela a casa y nada más llegar se encerraba en su habitación con paquetes de tamaño familiar de Oreo y Doritos. Puso una pegatina en la puerta de su habitación: “Zona desnuclearizada – ¡Prohibido entrar!”. (El psicólogo también la había animado a dejarle pasar tiempo en su habitación para fomentar su capacidad de estar a solas. De nuevo, ¡ja! ¿Qué sería de nosotros sin la psicología profesional?). Se negó a que sus amigos fueran a jugar con sus locomotoras. Durante los días siguientes, Milner llegaba a casa del trabajo y se encontraba el salón en orden y al hijo pequeño viendo tranquilamente los dibujos animados, por lo que miraba a su mujer con aires de suficiencia.

      Como suele ocurrir en estos casos, la experimentación empezó de forma casual. Estaba jugando con las vías distraídamente cuando de repente un pequeño calambre le recorrió el brazo. La caja eléctrica tenía un dial que controlaba la velocidad del tren: a más velocidad, más alta la descarga. Puso todos los dedos, uno tras otro, examinándola con cuidado y descubriendo todas sus distintas características.

      ¿Buscaba una correlación física a su perturbación emocional?

      Siempre llegaba a un punto en que el placer y el dolor estaban en perfecta armonía, pero era momentáneo y diferente para cada dedo. También variaba si antes se los chupaba o si llevaba puestos sus calcetines de piscina de látex.

      ¿Quería crear un ambiente sensorial fiable como sustituto de la madre como ambiente?

      Había muchas variables, el punto de armonía siempre cambiaba, por ejemplo, las sutiles diferencias del tiempo en que el calambre tardaba en recorrerle el brazo. Y cuando terminaba el brazo, ¿hacia dónde seguía? Parecía que le llegaba hasta el corazón.

      ¿Podría estar comprometiendo futuras relaciones íntimas?

      Lo más importante era ser lo más sistemático posible. Sistemático y dedicado, como si fuera un toxicólogo del siglo xix experimentando sobre su propio cuerpo. Si su padre el científico lo hubiera sabido habría estado orgulloso.

      ¿También podría ser una forma de atacar su propia sensibilidad?

      Su experimentación lo llevó intuitivamente a una dimensión más íntima de la experiencia sensorial, tumbándose medio desnudo encima de las vías como si fuera el gigante Gulliver o una descomunal heroína en apuros como las que salen en las aventuras mudas de Harold Lloyd, las que ponen antes del noticiario: “¡Socorro!¡Socorro!”.

      Nombres… Cambios de nombre… Ella nunca pudo encontrar un nombre que le quedara bien… así que Caja Eléctrica se crea su propio nombre, imponiéndose a sus padres ausentes de formas intensamente imaginables. Ha tomado su regalo vacío, el arma que han usado para luchar entre ellos, y lo ha convertido en algo suyo, algo evocativo, erótico, peligroso, impactante, tanto que se convierte en su Nombre Propio.

      Hice esa última nota en el tren de Leeds para casa. Por más que había intentado interpretar su comportamiento, hasta ese momento no había logrado entender en absoluto el objetivo del chico. A través de los años me he ido familiarizado más con el dolor y he descubierto por mí mismo que, en momentos de gran excitación, aquellos que tienen umbrales altos pueden sufrir una repentina inversión de carga contradictoria y experimentar el dolor como si fuera placer.

      —Creo que fue la primera vez que realmente se sintió como él mismo. —Hace una pequeña pausa—. Le estaba haciendo un té. Los panqueques precocinados aún estaban medio congelados en el horno, pero olía a quemado. Oí gritar al pequeño. Lo primero que pensé es que esta vez lo había matado. De verdad, incluso en ese momento antes de saber lo que estaba pasando, una parte de mí estaba aliviada de que por fin hubiera sucedido algo, de que la idea del tren fuera una mierda. Me encontré a James al pie de las escaleras gritando que su pelo estaba en llamas. Pero su pelo estaba bien, no le pasaba nada.

      El dolor se puede experimentar por empatía, puramente por observación, así como por estímulos físicos o emocionales directos; las tres formas producen la misma actividad cerebral.

      —Y de repente lo vi en lo alto de la escalera, con los pantalones del colegio bajados hasta los tobillos, riendo y llorando a la vez… Sostenía su colita chamuscada entre las manos y decía: “Lo siento mamá, lo siento mucho”.

      Y mientras ella llora en silencio contra el pañuelo que le he dado, me giro para mirar al padre que se ha ocultado aún más tras su abrigo de lana, como si este lo estuviera devorando; y aun así sigue sonriéndome de forma inexpresiva. Pienso en lo mucho que se parece al padre de Los chicos del ferrocarril, con su pelo moreno, su barba y sus ojos azules, aquel al que meten en la cárcel injustamente y que desaparece hasta que finalmente vuelve.

      [1] N. de la T.: Alcohólicos Anónimos, Narcóticos Anónimos, Cocainómanos Anónimos, Adictos al Sexo y al Amor Anónimos (aunque el colectivo utiliza las siglas en inglés de Sex and Love Addicts Anonymous).

      —¿Podría levantar su mano izquierda?

      —¿Mi mano izquierda?

      —Sí, por favor, levántela.

      Esta vez lo hace bien, ya van dos de tres.

      —¿Ha tenido dificultades para conducir?

      —No, no lo sé… ¿Debería?

      —¿Como usaría unas tijeras?

      —¿Qué tipo de tijeras?

      —De cortar el pelo.

      —Yo voy a la peluquería.

      —Pues unas tijeras cualesquiera.

      —¿Así? —pregunta mientras corta el aire con su segundo y tercer dedo—. ¿Lo he hecho bien?

      No lo ha hecho bien; quería que me mostrara cómo se usan unas tijeras, no cómo se representan. Tomo una nota mental, mi escritura ahora solo la pondría más nerviosa.

      —Por favor, salude.

      —¿Que haga qué?

      —Salude para decir hola.

      Alza su brazo con indecisión y saluda como si estuviera probando una mano prostética.

      —¿Así? ¿O eso es para decir adiós?

      La paciente tenía Alzheimer, o demencia vascular, o degeneración corticobasal, o quizá nada. Se llamaba igual que mi madre, tenía una edad parecida y llevaba el mismo vestido de flores que hubiera llevado mi madre. Tenía un largo día por delante. Tras mi visita le esperaba un análisis de sangre, una punción lumbar, una resonancia magnética, un electroencefalograma y por último una visita al neurólogo especialista encargado de tomar una decisión.

      Lucy no estaba superando las pruebas y era consciente de ello. Las arrugas en su rostro envejecido formaban un mapa isobárico. Estaba sudando en plena mañana de noviembre en una consulta tan fría que hasta podía ver mi propio aliento. Incluso los pequeños y arrugados lóbulos de sus orejas estaban plagados de gotitas. Sus explicaciones eran confusas; o bien había confundido la casa del vecino con la suya, o bien solo le estaba regando las plantas como favor; o bien inundó la cocina mientras hablaba con un vendedor telefónico a la vez que limpiaba, o bien su lavaplatos se había estropeado. Tardó quince minutos en encontrar el camino de vuelta del baño, donde ya había estado dos veces en menos de una hora. Había agua por todas partes. Sus historias hacían aguas, sudaban, se inundaban, eran incontenibles. Se parecía a mi madre y a la vez no se le parecía en nada.

      Las palabras se le pegaban en la lengua como si fueran mantequilla de cacahuete. Transformó una batidora en una bebedora, luego en una mecedora y también en una nadadora. No recordaba quién había sido primer ministro antes que Cameron.

      —¿Es