O se rompe demasiado deprisa porque, paradójicamente, a veces se necesita algún engaño para progresar en la recuperación. Los cirujanos, secundados por los neurólogos y los terapeutas, hablaron de un periodo mágico de “dos años”, puesto que la plasticidad excepcional del cerebro podría propiciar una recuperación espontánea en este tiempo. Hubo un doctor que incluso habló de tres años. ¿Cuál de ellos tenía razón? ¿Lo sabía yo? ¿Significaba esto que Catherine debía posponer cualquier veredicto sobre lo que había perdido, lo que era diferente o simplemente lo que era irreparable hasta que hubieran transcurrido esos dos años enteros? Cuanto más se entusiasmaban los profesionales con esos “dos años”, más sentía ella que solo los utilizaban para escudarse. Era un gesto de autoridad y experiencia espolvoreado con una pizca de especificidad numérica, pero en realidad no era más que un mantra, una invocación de los creyentes: dicho de otro modo, unas palabras mágicas. Y no solo para ellos, también le estaban proporcionando una salida a ella. Nos engañamos pensando que podemos engañar mejor a los demás. Por eso cuando me escuchó decir que nada volvería a ser lo que era sintió un gran alivio. En realidad se lo digo por defecto a casi todas las familias, aunque la frase pueda sonar muy personal y específica, para así ayudarlas a cambiar sus expectativas, pero también para poder ganar más tiempo. Fue la primera vez que Catherine pudo exhalar con una certidumbre catastrófica.
Pero, ¿qué inhaló a continuación?
Al conocerlo por primera vez pude apreciar la extraordinaria recuperación de Michael tras un impacto que debería haberle costado la vida o, si hubiera tenido mucha suerte, dejarlo en un estado de dependencia permanente. Excepto por una pequeña área con tejido cicatricial rosado sobre la cual no le crecía pelo moreno, parecía ágil y enérgico, como en las fotos premórbidas enmarcadas en las que salía tocando el piano, apoyado en la chimenea o sentado en la mesa del comedor que estaban colgadas por todas partes: esquiando, practicando buceo, en bici de montaña por los montes de Bruern, bebiendo té en Darjeeling, abrazando un caimán en los Everglades y jugando unos dobles en Heath. Me pregunté si esa casa siempre había sido un altar dedicado a este admirable hombre de acción, si la habían transformado ahora en su homenaje o si era, de nuevo, una motivación para incentivar su regreso. A simple vista parecía prácticamente el mismo pero photoshopeado por una hija adolescente un poco traviesa que le hubiera dejado los ojos ligeramente descentrados, la sonrisa un poco demasiado amplia y un surco imperceptible en el lateral del cráneo que la craneoplastia no había podido alisar (como una duna desdibujada). Me dio la mano con la misma fuerza que si estuviera pescando un pez espada y me preguntó si quería beber algo con una voz innecesariamente alta, riéndose cuando no tocaba. Por lo demás irradiaba salud.
Y no era solo en apariencia. Aquella mañana había leído los resultados de su evaluación neuropsicológica más reciente. Su habilidad intelectual, su memoria, sus habilidades del lenguaje y la mayoría de sus funciones ejecutivas estaban calificadas de muy superiores, en un percentil por encima del noventa y nueve. En otras palabras, si pusieras en fila cien hombres o incluso mil de la misma edad de Michael (la mayoría con calvicie, sobrepeso, problemas de espalda, próstatas hinchadas y cinco décadas de preocupaciones y arrepentimiento acumulados), él sería el hombre del extremo derecho, el guapo con pelo sedoso que saluda desenfadado, “¡Aquí está el Muy Superior!”, hablando como si estuviera en medio de una ventisca, riéndose de sus propios chistes porque son realmente graciosos; no pasaría desapercibido. Ha disminuido su puntuación en el test de velocidad de procesamiento de la información, hay algunos indicios cualitativos de impulsividad y ha sacado una nota muy baja en los ejercicios de planificación y organización. Por lo demás estaba bien, mejor que bien.
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