Lo llevaron al centro de neurociencia más cercano, en Grenoble. El cirujano de guardia realizó una craniectomía descompresiva de urgencia, es decir, cortó un fragmento del cráneo para que el cerebro dañado tuviera espacio para hincharse, y todo en poco menos de siete horas. Lo intubaron y lo mantuvieron en coma en la NeuroUCI durante cinco semanas. Catherine llegó a la mañana siguiente. Juntos revivimos esas primeras horas una y otra vez. Incluso hoy, a Michael no le interesa saber exactamente lo que pasó (excepto para llamar la atención entre sus amigos en el White Bear) o lo que cambió tras el accidente; sencillamente es incapaz de interesarse por ello y por supuesto no puede fingirlo. Desde el primer momento, el trauma ya fue solo de Catherine, empezando por aquella fatídica primera noche en la que no recibió un mensaje suyo antes de acostarse (incluso cuando estuvo en Siberia la había llamado cada día con un teléfono por satélite), el inicio de una separación que no haría más que crecer.
Cuando finalmente despertó y pudo respirar por sí mismo, lo transfirieron al pabellón de neurología para pacientes graves. La mayoría de los demás pacientes le sacaban varios años de edad y sufrían complicaciones médicas debidas a enfermedades neurodegenerativas. Michael tuvo amnesia postraumática durante varias semanas, por lo que era incapaz de retener hasta los recuerdos nuevos más básicos, una función derivada del bloqueo neuroquímico programado de la corteza para facilitar una reparación de emergencia. Sufría dispraxia, anomia y perseveración. Catherine me contaba que se ponía pasta de dientes en las cejas (dispraxia), que llamaba “trucha” tanto a la televisión como a la enfermera (anomia) y prácticamente a todo lo demás hasta que se le metía otra palabra en la cabeza, por ejemplo “mantequilla”, y la utilizaba para todo (perseveración). Michael, ese ejecutivo de alto nivel, completamente normal y sin una pizca de imaginación (aún no sé exactamente a qué se dedica), conocido más por su gusto por la diversión que por su sentido del humor, se había transformado en un surrealista compulsivo; Michael, el Dalí inglés, el séptimo miembro de los Monty Python. Por suerte para Michael, no presentaba ninguna lesión ortopédica destacable. Por desgracia para el personal de enfermería y para los ancianos que descansaban en el pabellón, tan pronto como Michael se encontró mejor empezó a corretear por los pasillos (siempre perseguido por un auxiliar sanitario) en un estado de gran agitación, dando puñetazos, insultando, escupiendo, metiendo mano, masturbándose, dando patadas, meando… Un comportamiento al que eufemísticamente se referían como “problemático” y que —les aseguraba su mujer con su francés chapurreado—, quitando los insultos, no era nada propio de él.
Dada la prevalencia de los traumatismos craneoencefálicos (TCE) severos es escandaloso que haya tan poca investigación sobre los beneficios de la rehabilitación durante la fase aguda. Los procedimientos utilizados son muy rudimentarios: ambientes de baja estimulación, la orientación multisensorial estándar, hablar en voz baja y poner un poco de música; así de especializado es. En realidad, no hacemos más que aguantar la respiración todos juntos y confiar en que el cuerpo sabrá repararse a sí mismo. (La influencia cartesiana es tan fuerte que me siento extraño escribiendo “cuerpo” cuando me refiero al cerebro). Para los familiares es increíblemente duro, pero también es difícil para los profesionales que están acostumbrados a intervenciones urgentes, exigentes y complejas. Durante esta fase, cualquier interferencia puede empeorarlo todo; los antipsicóticos incrementan el comportamiento problemático en esta población, al igual que las expectativas del equipo de rehabilitación cuando el paciente literalmente no puede distinguir entre su culo (“cubo”) y su mano (“mango”). Se aconseja al personal de enfermería que no se tomen de manera personal las reacciones de los pacientes sobresaturados cuando su comportamiento se vuelve problemático. Pero, aun así, al equipo francés le costó no tomárselo personalmente cuando veían a un tipo tan rápido, fuerte y casi tan alto como John Cleese que iba a por ellos, enarbolando un andador, con los pantalones bajados hasta los tobillos mientras gritaba: “¡Guerra de pollas, mamones!”.
Con el tiempo Michael se tranquilizó. La resonancia magnética parecía correcta, excepto por el trozo de cerebro que le faltaba. No presentaba ni desplazamiento de la línea media, ni aumento de los ventrículos, ni daño axonal difuso evidente, ni ningún otro indicio de daños estructurales presentes en lesiones más graves. Ahora que la piel le ha vuelto a crecer por encima del trozo de cerebro sin cráneo, tiene una concavidad en la parte izquierda de la cabeza, como si un ser de otra especie gigante hubiera tomado una cucharada para desayunar. Parece que se ha “creído” todo lo que le ha pasado. Sabe que está en un hospital, pero no en qué ciudad o país. Sabe el mes y año en que estamos porque está escrito en la cabecera de su cama en rotulador, pero los días aún son escurridizos para él y no puede más que intentar adivinar la fecha.
Acostumbrado a los jets privados, Michael se traslada esta vez en ambulancia médica al Reino Unido para ser ingresado en una unidad de rehabilitación posaguda. Tras una semana de evaluación, el equipo multidisciplinar establece varios objetivos, supuestamente en colaboración con él y su familia. El terapeuta ocupacional quiere que Michael haga tostadas sin provocar una catástrofe (ya ha intentado meter su lengua en la tostadora dos veces). El psicoterapeuta quiere que deje de correr de un lado para otro, debido al elevado riesgo de caída. El terapeuta del lenguaje quiere que controle los insultos y que utilice el contacto visual para saber cuál es su turno en una conversación:
—Mírame a los ojos: me la suda… Te toca.
Pero los “objetivos” de Michael son muy distintos. Por ejemplo, quiere construir una pista de esquí en seco en una zona pantanosa, o plantar un jardín de bonsáis, o criar un rebaño de alpacas por la lana (pero sobre todo “por las risas”), y en lo que más insiste es en hacer un campo de croquet en uno de los campos de ovejas de Bruern, una locura para la fiesta de Navidad veraniega del día 27, justo después de la caza del Boxing Day.
—Usaré un quitanieves Caterpillar para apartar la nieve, si la amontono bien servirá para marcar los límites. Usaremos bolas rosas y naranjas, así no las perderemos. Beberemos Pimm’s, y comeremos coulis de frutas veraniegas y haremos una barbacoa de leopardo de las nieves… es broma, de leopardo normal.
La equivocación con las estaciones podría ser una confusión temporal crónica, o más probablemente los delirios de un hombre rico. Sea lo que fuere, es difícil encontrar puntos en común entre los objetivos del paciente y los de su equipo.
Conocí a Michael seis meses más tarde, nueve meses después del accidente, en su casa al noroeste de Londres. Catherine y Luke estaban allí, así como las tres hijas más jóvenes, tres copias perfectas de su padre, o al menos de quien era antes. Los cinco recordarían ese momento durante el resto de sus vidas a causa de lo que les dije:
—La