Seis meses más tarde, derivada por su furibundo médico de cabecera, vuelve a mi consulta para decirme que su deterioro ha aumentado y que tiene signos funcionales significativos de demencia moderada o severa. Más bien me lo dice el vecino, la única persona que no se ha alejado de ella en estos últimos meses, mientras que a Lucy parece que la hayan atornillado a la silla, como un muñeco ventrílocuo horrorizado, su boca articulando en silencio, las lágrimas corriendo por las mejillas, incapaz de pronunciar una sola palabra. Todos los músculos y nervios de su pequeño cuerpo están visible y dolorosamente contracturados, como si la hubieran azotado. Su cuero cabelludo, visible entre sus cabellos lacios y débiles, está recubierto por una costra amarilla, la piel de su cuello está llena de ampollas, y sus dientes son de un gris mortecino. Lleva un abrigo nuevo con la etiqueta aún puesta por encima de su vestido manchado de heces. Un año antes los expertos ya habían tomado una decisión. Por aquél entonces encajaba con su percepción de sí misma hasta un punto que ni ellos hubieran podido imaginar. Pero ella se lo había imaginado y se había transformado tan profundamente que ya era irreversible, como Electra, como Ofelia, y eso viniendo de una mujer que siempre había estado cómoda entre bambalinas. Por mucho que intentemos aducir que goza de buena salud, esta posibilidad ya no tiene cabida en su mente; la audiencia se ha apoderado del teatro, la realidad se ha transformado en fantasmas o sombras.
La derivan a psiquiatría.
Estoy muy comprometido con erradicar esta cepa de desinformación, lo que se conoce como presagio diagnóstico. A mis veintimuchos años fui a ver a un psiquiatra de mediana edad que me había recomendado un amigo. Aunque ahora le quito importancia, por aquel entonces estaba aterrado. Mi vulnerabilidad emocional, cuyas raíces se pierden en mi más tierna infancia, había resurgido a causa de una secuencia de desgracias ordinarias: la ruptura con mi primera relación seria, mi lento fracaso en una carrera de letras, y la gran revelación de que la vida avanza tanto si me gusta como si no, algo muy normal a mi edad. A medida que pasaban las semanas iba aumentando la gravedad de la situación, y el poderoso magnetismo del colapso no paraba de atraer a miedos sin ninguna relación entre sí, cosa que puso de manifiesto que no tenía la red de seguridad de la que disponen los que son psicológicamente fuertes, una desgracia que había asumido como parte de mi herencia, parte de ser un burgués blanco con educación (¿no estaba escrito en alguna parte con letra pequeña?). Hasta que una noche cualquiera de finales de verano de 1999 tuve que sacarme a la fuerza del andén de Tottenham Court Road, escoltarme por las escaleras mecánicas hasta la salida de la estación, y arrastrarme de vuelta a casa, porque me obsesioné pensando en que podría saltar. Lo que recuerdo de la visita es la sensación de que en mi dolor y frustración bajé la guardia sin reservas; estaba desesperado porque alguien me escuchara e hiciera justicia a mis sentimientos con precisión y convicción. Aunque era evidente que le apremiaba el tiempo, el doctor fue bastante simpático y pareció creerme. De vez en cuando marcaba ruidosamente alguna casilla con el bolígrafo y dejaba a mi imaginación saber lo que estaba señalando. Y entonces terminó todo.
Días más tarde, en una visita de seguimiento con mi médico de cabecera, me dijeron que cumplía los criterios de un trastorno psiquiátrico. Los sentimientos difíciles, opacos y desorganizados se habían verificado, ordenado y medicalizado; es decir: los habían simplificado. Me habían creído, me habían comprendido, pero en sus propios términos, como si la comprensión fuera algo que te hicieran a ti pero sin contar contigo. El psiquiatra me prescribió una combinación de fármacos que debía tomar indefinidamente. Nunca llevé la receta a la farmacia. Nunca volví al psiquiatra, pero durante años tuve dificultades para entender mis cambios de humor y mis pensamientos ilimitados bajo una perspectiva que no fuera la suya, y aún me sigue costando hoy en los días malos. Aunque la etiqueta era errónea, me perseguía y hacía que le atribuyera cualquier estado emocional o de comportamiento que en otras circunstancias me habría parecido inocuo. Y otra de las peculiaridades de esta energía maligna y complaciente que acompaña a los diagnósticos (erróneos) es que estaba convencido de que todo el mundo me veía de esa misma manera. Marcando una casilla tras otra. A veces he tenido que ejercer una resistencia extraordinaria para mantener a raya este nombre, que acarrea sus propios costes y distorsiones. Esa experiencia es parte del motivo que me empujó a elegir esta profesión. Pero la tentación de saltar nunca se aleja demasiado, debes aceptarla como si estuvieras intentando encontrar la parte positiva a un matrimonio concertado, hasta que con el tiempo te olvidas de que no tuviste ninguna elección. Además, aceptar tus problemas y vivir en consonancia con ellos también tiene sus ventajas.
Yo, Lucy, mi madre.
El diagnóstico erróneo está a un extremo de un amplio espectro que incluye los deslices, las exageraciones, las tergiversaciones más o menos conscientes, las medias verdades, los sesgos y las mentiras flagrantes. Organicé un pequeño grupo de investigación clínica para estudiar los parámetros de la información errónea deliberada para ver si podía arraigar en los corazones y las mentes de gente corriente, no solo de los que están enfermos o son visiblemente frágiles. Lo más crucial era averiguar si tendría la suficiente fuerza como para que pasaran de no tener nada a mostrar síntomas diagnosticables.
En nuestro primer estudio pedimos a un grupo sano de voluntarios, la mayoría jóvenes estudiantes de medicina, que se autoevaluaran con una lista de síntomas potenciales para detectar dificultades físicas, cognitivas y emocionales. A continuación completaron una serie de simples ejercicios de memoria y atención, usando instrumentos frecuentes en el diagnóstico neuropsicológico. Después, entraron en una consulta con un especialista sénior (que en realidad era un licenciado en psicología maduro con talento para la actuación, dientes blancos, un traje caro y una voz grave y firme), quien les preguntó por los síntomas que ellos mismos habían marcado. Sin que ellos lo supieran, algunas de las puntuaciones de sus síntomas se habían modificado siguiendo una plantilla predeterminada. Por ejemplo, “no declara problemas de memoria” se cambió por “declara algunos problemas de memoria”, la ansiedad “leve” se cambió por ansiedad “moderada”, y así con el resto. Basándose en eso, el doctor falso les preguntaba por los detalles de unos problemas que en realidad nunca habían experimentado.
Las personas pueden expresar sus creencias y preferencias, o bien aceptar descripciones de sí mismas sin ni siquiera comprender lo que significan. El hecho de que lo hagan indica que estas creencias se pueden manipular, incluso aunque formen parte de los aspectos más íntimos que nos definen. Nuestro sentido más profundo de nosotros mismos puede tener huecos que otros pueden llenar sin saberlo. Si durante la visita los pacientes se atrevían a decir que ellos no habían indicado tener problemas de memoria, como realmente era el caso, no eran “sugestivos al cambio”. Pero atreverse a decir que todo iba bien significaba contradecir la autoridad del médico, cuyo poder, que se remonta generaciones atrás en las civilizaciones más importantes del mundo, estaba concentrado en aquellos ojos endiabladamente atractivos y llenos de convicción. No solo eso: también implicaba anteponerse a ese sentimiento incipiente de que algo siempre va mal que más de uno escondemos en nuestro interior.