Para volverse loco. A. K Benjamin. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: A. K Benjamin
Издательство: Bookwire
Серия: Turner Noema
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417866778
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una vez te perdiste yendo a buscar a los niños al colegio. Después intentas darle la vuelta a la tortilla minimizando todo lo que acabas de explicarme, te excusas diciendo que siempre has sido “despistada”, que todo el mundo lo sabe. Pero tu cara te traiciona, una fasciculación (temblor) en la comisura de tus labios revela tu farol.

      —Además, en casa todos la tienen tomada conmigo.

      Hay muchas maneras de esconderse; el fatalismo que observo es probablemente una manera sutil de justificar por adelantado unos resultados más bajos de los esperados. Pero apenas consigo retomar el hilo de la conversación, vuelves a la carga:

      —¿Y usted que cree que me está ocurriendo? —preguntas, directa como un niño.

      Dejo mi bolígrafo; mirar significa escuchar.

      A pesar de tus mejores esfuerzos por aparentar indiferencia y restarle importancia no logras hacerlo: crees que se te está pudriendo el cerebro. Mi intuición me dice que tienes razón, pero no puedo decírtelo, al menos aún no.

      Todo lo que se puede medir se puede hacer, como en cualquier trabajo. Te someto a una evaluación neuropsicológica de tres horas (“¡Tres horas! ¡Ni mi segundo parto duró tanto!”). Medir la mente es cuestionable a nivel filosófico, ético y estadístico. Tiene raíces pseudocientíficas en la supremacía caucásica del siglo xix; un claro ejemplo es que para comparar el volumen de los cráneos de las distintas razas los rellenaban con plomo. A lo largo de los años, el plomo se sustituyó por rompecabezas, imágenes y formaciones de palabras. La profesión parece siempre más bien conservadora, neurótica, fantasiosa y ciertamente anacrónica en comparación con nuestros brillantes colegas de medicina nuclear. Sus defensores dicen que es tanto un arte como una ciencia, pero donde yo trabajo eso sería admitir la derrota.

      Hoy, en algún lugar de los hospitales de todo el país, hay hombres y mujeres (normalmente caucásicos blancos) con gruesas gafas que se preocupan por la validez de sus instrumentos; piensan en cómo su funcionalidad se relaciona con los distintos dominios cognitivos; en cómo los propios dominios se relacionan con diferentes regiones neuroanatómicas, las llamadas “áreas de Brodmann”, y así sucesivamente. Durante los últimos veinticinco años hemos vivido en la década del cerebro. Las modas van y vienen; la corteza, la subcorteza, la sustancia blanca, la velocidad de transmisión, las oscilaciones Gamma, las secuencias secretas que solo se dan en el silencio de la noche. Hegel escribió sobre un rey obsesionado con hacer un mapa perfecto de su reino, perfecto en sí mismo, sin importar el territorio. Cuando los cartógrafos lo terminaron según sus indicaciones, ordenó a un ejército de obreros y artesanos que remodelaran el reino completo piedra a piedra, árbol a árbol, brizna de hierba a brizna de hierba, imitando aquel mapa hasta que se quedó sin dinero. No es muy cínico sugerir que nosotros también corremos el riesgo de perdernos al construir simulacros fantásticos, elaborados y costosos de nuestras propias ideas.

      Especialmente cuando estas ideas pueden ser tan escurridizas como “tú”. ¿Estoy hablando con una homúncula encantadora sentada ahí detrás de un panel de control excesivamente complejo, un par de ojos grises azulados tras los ojos del cuadro? ¿Y este tú tiene otro tú más pequeño e indefenso en su interior como una muñeca rusa? ¿O “tú” ni siquiera estás fundamentalmente aquí, y el aquí es solo un efecto, un atractivo epifenómeno de la integración sin autor de las distintas facultades? En otras palabras, un accidente. Es lo que llamamos el problema del enlace. Nunca podremos reconciliar nuestras mentes filosóficamente.

      Pero el trabajo debe continuar. Empiezo con la estimación de tus habilidades “premórbidas” o normales. Aunque tengas delante a alguien con una lesión cerebral devastadora siempre hay que establecer una referencia base de cómo era esta persona antes de la lesión, no importa lo evidentes que sean los efectos aparentes. El sentido común puede ser de gran ayuda; el nivel de educación, los logros profesionales, las referencias de amigos y familiares, etcétera. Pero el sentido común también advierte de que estos indicadores pueden engañar tanto como ayudar: ¿cuántas madres y padres pueden describir con exactitud las habilidades óptimas de sus hijos? Es por eso que usamos ejercicios basados en habilidades “sobreaprendidas”, como por ejemplo la adquisición del vocabulario, pues son habilidades más resistentes a los efectos de las lesiones y las enfermedades.

      —No lo entiendo —dices, interrumpiéndome.

      —Tenga paciencia.

      Si consigo establecer esta base, debería ser capaz de evaluar tu de­sempeño cognitivo actual. Cada enfermedad neurológica afecta distintas regiones neuroanatómicas, y estas se han asociado con distintas facultades cognitivas gracias a la metralla alojada en el cerebro de un soldado o de la ablación quirúrgica del cerebro de un mono. Así que lo que voy a hacer es buscar aquellos aspectos de tu desempeño que sean significativamente distintos a la estimación premórbida.

      —¿Lo entiende ahora?

      —¿Premórbido? ¿Significa que aún no estoy muerta?

      —No.

      —Pues no lo entiendo.

      No pasa nada, no hace falta que lo entiendas, no es tu trabajo. Mi trabajo, incluyendo este confuso discurso (lo llamamos “psicoeducacional”), es usar lo que podríamos llamar mi experiencia médica para decidir si tu perfil es normal o es el inicio de una patología.

      —¿De acuerdo?

      —De acuerdo.

      Una parte de ti ya se da por vencida antes de empezar. Sigo adelante; otro médico ha reservado la sala para las doce.

      —Voy a leerle una lista de palabras y cuando termine quiero que me diga todas las que recuerde, ¿de acuerdo?

      —¿En el mismo orden?

      —En el orden que quiera.

      —Vale.

      —Si se atasca intente no ponerse nerviosa, volveremos a empezar. Si necesita un descanso, o tiene preguntas sobre la prueba, o cualquier otra cosa, cualquiera, pídame que pare. ¿De acuerdo?

      Asientes.

      —Si no, seguiré adelante como si fuera un profesor de mates robot. ¿Preparada?

      —Preparada —respondes con voz robótica.

      —Cortaúñas, Chile, granada, alce…

      Te leo las palabras deliberadamente sin inflexión, a una velocidad de una cada dos segundos, dieciséis en total, tan claramente abstractas como un poema de John Ashbery. Es un ejercicio de corta duración, demasiado para que tu formación hipocampal (el área anatómica asociada con la memoria) pueda codificarlo en un solo intento. Si tu cerebro está bien, conseguirá aprender:

      —…lima, pinzas, bisturí, Dinamarca. Ahora le toca a usted.

      —Vale… Era un día frío en… ¿Bélgica? Se comió la granada, o la obligó a comérsela, grano a grano, su padre, con un par de pinzas diminutas, bisturí en mano.

      Pienso en lo mucho que nos cuesta resistir esta necesidad narrativa, evitar juntar las piezas como si fueran parte de algo mayor, como si quisiéramos transformar “lo vivo” en “una vida”.

      —No lo sé… ¿Empezó a llover?

      —Me temo que no puedo decírselo.

      —Por supuesto que no.

      Quiero ayudarte.

      —Volvamos a intentarlo. Recuerde, solo es una lista de palabras, nada más.

      Mientras leo la lista por segunda vez, me doy cuenta de que mágicamente han aparecido rizos en tu pelo medio mojado, cada vez más salvajes, liberados como el genio de la lámpara. Mi frecuencia cardíaca ha aumentado de cinco a diez latidos por minuto, mi respiración (el indicador proximal de lo que pensamos y sentimos) es ahora superficial y rápida: quiero que lo hagas mejor.

      Tus resultados podrían deberse solo a tus “despistes”, a tu propio temperamento. O ser una consecuencia de tu pasado de trotamundos. Fumaste mucha hierba y tomaste “un poco” de heroína