—Señora Atkinson, aquí dice que usted experimenta dificultades con su memoria. ¿Podría ponerme ejemplos concretos?
Todo el mundo puede encontrar ejemplos recientes de despistes si los busca.
—Oh, ya veo, se olvidó toda la compra y no se dio cuenta de su error hasta veinte minutos más tarde, ¿veinte?
Un poco de incredulidad implícita con una pizca de preocupación patológica —“… sí, esto parece ciertamente preocupante”— mientras marcaba las casillas con una pluma estilográfica que parecía cara.
Las preguntas se encadenaban hasta lograr su objetivo; la paciente veía que se estaba tomando una decisión delante de ella, pero a pesar de ella.
—¿Y con qué frecuencia le ocurren este tipo de cosas? Intente ser lo más precisa posible, es muy importante. Ya veo… ¿Alguien más se ha dado cuenta? ¿Su novio o su familia? ¿Sí? ¿Y sus amigos? Oh, ya veo.
Él lo ve todo, el gran adivino, el oráculo. La señora Atkinson se ve forzada, con miedo creciente, a contar una historia que según ella es congruente con las expectativas del doctor, el experto, incluso aunque la historia no sea suya.
Tras la visita, los sujetos completaron unos ejercicios de memoria y atención equivalentes a los que habían realizado anteriormente. En los más sensibles obtuvieron unos resultados mucho peores que la primera vez. Aunque el margen de estos cambios no era abismal, era el suficiente como para llegar a cumplir con los criterios diagnósticos de una condición neurodegenerativa incipiente. (Más tarde, un terapeuta calificado les explicó con tacto a los participantes en qué consistía el experimento). Concluimos que los malos resultados estaban directamente relacionados con el grado de sugestión al cambio y las falsas creencias que habíamos reforzado en relación a sus malos resultados en los dominios cognitivos elegidos. En otras palabras, bajo las circunstancias adecuadas la mayoría de nosotros tan solo necesitamos un pequeño empujoncito para comportarnos como si hubiéramos perdido los contenidos más fundamentales de nuestra mente. Los resultados eran provisionales, el tamaño de la muestra era demasiado pequeño y estaba sesgado, pero al menos apuntaban a que existían varios aspectos potencialmente subjetivos (más bien intersubjetivos) en el proceso de diagnóstico.
Los errores existen, eso es inevitable. También existen los que cometen los errores, cómo los cometen, con qué convicción. Lo importante es saber juzgar quiénes son. Un placebo no tiene por qué ser solo una pastilla, un médico también puede serlo, o en este caso lo contrario. También existen las diferencias individuales de los que sufren el error; su fragilidad, su sugestionabilidad, su neurosis, y la importancia que tiene para ellos estar bien o enfermos. Y por encima de todo, aunque a veces sea poco visible, hay una mise en scène médica; las paredes blancas como la nieve, las batas azules, el cartel que dice “Medicina Nuclear”, el martillo de reflejos, el olor rancio a linfa en los pasillos, y otros elementos varios de atrezo que se suman con una fuerza cultural acaparadora; el decorado sin el cual el doctor, el paciente y su relación carecerían de sentido.
Era como si la hubieran atado rápidamente a la silla de los pacientes, pero en realidad solo la retenían sus propias creencias. Era una imagen avanzada a cámara rápida de lo que podría haberle ocurrido a mi madre, pero no fue el caso. Y en realidad tampoco le había ocurrido a ella. Nos identificamos con los síntomas, pero nunca forman parte de nosotros. Nos identificamos con los síntomas incluso cuando no tenemos ninguno. El telón baja en el momento del diagnóstico, dejando al elenco igual que a esta horrible gorgona. Pero el mérito era todo suyo; era como una foto hecha en el preciso instante en que estalla una bomba, una imagen que solo puede escenificar quien la detona. Parecía que se ahogaba en sí misma, un cuerpo que ella había lanzado por la borda, hundiéndose como una piedra. “In the bleak midwinter, frosty wind made moan / Earth stood hard as iron, water like a stone”: en mitad del sombrío invierno, el viento helado gemía; la tierra estaba dura como el hierro y el agua como la piedra. El himno preferido de mi madre.
El diagnóstico no es el fin, aunque pueda serlo mediante la fuerza de voluntad. La conversación continúa hasta mucho después de salir de la consulta, un millón de sinapsis nuevas en una narrativa donde las verdades provisionales o las falsedades podrían volver a arraigar. Debemos encontrar maneras de defendernos por igual ante la certidumbre y la incertidumbre, y tenemos que saber que hasta los aspectos más importantes de nuestras decisiones, por muy meticulosos y conscientes que sean, escapan a nuestro control y posiblemente sean incorrectos; como si una sombra nos hubiera poseído sin nuestro consentimiento y hubiera tomado esas decisiones por nosotros.
IV MICHAEL
Habían ido juntos a Chamonix a pasar la semana. Era la primera vez que ambos recordaban irse de vacaciones sin los demás. Michael se sentía más fuerte que nunca. Iba y volvía del trabajo pedaleando veinte kilómetros por trayecto, y más que un paseo en bici era una cadena de peligrosos esprints de semáforo en semáforo que le dejaban sin aliento, compitiendo con el creciente número de ciclistas malhumorados que iban al trabajo con sus bicis de cinco kilos. Nadaba al mediodía si encontraba tiempo para hacerlo —algo que era cada vez más frecuente—, realizaba burpees en el ascensor del trabajo si no iba muy lleno y hacía “planchas” durante las reuniones telefónicas. El año anterior había regateado a la empresa cuatro meses de permiso para irse con un amigo (un exsoldado gurkha que perdió una pierna al pisar una bomba casera) a recrear la ruta de escape de un prisionero de guerra que fuera desde Siberia a Darjeeling.
El cumpleaños de Luke caía entre semana. Michael le había regalado un nuevo mono de salto, un modelo Rebel Freebird para saltadores de base avanzados, para conmemorar el momento único en la vida en que el hijo cumple la mitad de años que su padre. Naturalmente, tenían que competir.
Así pues, teníamos por un lado a un ave fénix de color rojo sangre, con llamaradas en las extremidades, compitiendo contra una ardilla voladora verde lima en cuya cola (¡sorpresa!) se podría leer feliz cumpleaños en pleno vuelo. Incluso Michael, conocido por su extravagancia, admitió que estaban un poco ridículos enfundados en monos de nailon con alas subidos en una ventosa cornisa bajo el pico del Aiguille du Midi, donde esperaban el momento perfecto para descender al fondo del valle situado a tres mil metros bajo sus pies, del cual les separaba una caída llena de obstáculos letales para amenizar el trayecto. El ave era ocho centímetros más alta y varios kilos más pesada que el roedor, y durante el último año se había dedicado básicamente a saltar en las Rocosas de Colorado, incluso con ese tipo de saltos a través de un agujero que acojonaban hasta a Michael. Tenía el instinto tan agudizado que cuando llegó el momento saltó de inmediato. Pero para cuando los reflejos más viejos de la ardilla reaccionaron, una corriente de cara había sustituido al viento en calma y el ave fénix ya no era más que una brillante llama en la distancia a doscientos kilómetros por hora.
Michael no recuerda los paisajes que vio ni nada de lo sucedido un mes antes del impacto y, al contrario que su hijo, era antiGoPro (para él el mundo se divide en dos grupos excluyentes entre sí: la gente que hace fotografías y la gente que sale en ellas), por lo que no hay una caja negra, ni humana ni electrónica, para poder analizar el momento exacto en que decidió saltar y salió volando directamente hacia el péage. Los testigos afirman que tuvo problemas para abrir el paracaídas y que se desvió hacia un camión aparcado en un área de descanso, como atraído por una fuerza magnética, justo al lado de un cartel que daba a los conductores la bienvenida a los Alpes en inglés, francés y alemán, cada letra escrita en una helvética de treinta centímetros. A unos cuarenta kilómetros por hora se golpeó la cabeza con un retrovisor (“menuda bienvenida”). Aunque llevaba casco, el espejo le abrió el vértice craneal sin esfuerzo y le arrancó treinta centímetros cúbicos de la parte frontal izquierda del cerebro. Para cuando Luke aterrizó a un kilómetro y medio, en el área designada, y se dio cuenta de que su padre no estaba, una joven veterinaria francesa ya había bajado del coche y hacía todo lo posible para detener la hemorragia de la ardilla con su chaqueta de plumas Marmot mientras su novio llamaba a los servicios de emergencias (“Soy la mayor ardilla verde a la que ha intervenido en su vida”).
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