Para volverse loco. A. K Benjamin. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: A. K Benjamin
Издательство: Bookwire
Серия: Turner Noema
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417866778
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nueve.

      —De acuerdo.

      —En recepción le darán cita.

      Estoy alargando la situación con la esperanza de que comprendas lo que no puedo decirte.

      —Bien.

      —Bien.

      —Se supone que tengo que hacer sudokus, ¿no?

      —Solo si le gustan los sudokus.

      —No.

      —Entonces no.

      —Bien, de acuerdo.

      —Bien.

      —Gracias. Bien. Lo siento.

      Yo sí que lo siento.

      —Tiene un umbral del dolor muy alto —dice Milner, el padre, sonriendo (no sé por qué) a través de una barba tan densa como un enjambre de abejas.

      —No es verdad. No soporta el dolor —dice hoscamente la madre, que está sentada muy coqueta en el sofá de la esquina—. Es un crío.

      —Ya tiene casi diez años.

      —Es un delincuente infantil.

      —Más bien un adolescente precoz.

      —Se parece un poco a su padre —afirma ella, mirándome directamente a los ojos.

      —Pero más a su madre —responde él, mirándome directamente a los ojos.

      Se supone que yo debería estar centrado en la conversación, pero mi mente está divagando. Pretendo tomar nota de algo importante:

      Están sentados uno al lado del otro, con sus abrigos de lana a conjunto para él y para ella, la nieve en sus botas aún no se ha fundido, los separa un mundo entero.

      —Me gustaría saber por qué no ha venido él mismo.

      —Se ha negado a venir, doctor.

      —Tú has dejado que se niegue —replica ella.

      —Es casi lo mismo.

      —Sí, claro, casi lo mismo.

      Llevaba menos de dos minutos en esa visita de una hora, menos de un mes en esa nueva profesión. No solo los pacientes son vulnerables. No había dormido casi nada en las últimas noches preguntándome cómo sería él en persona. Lo habían derivado para una valoración preliminar al CAMHS (Servicio de Salud Mental para Niños y Adolescentes, por sus siglas en inglés) donde acababa de establecerme. Se me heló la sangre leyendo los posibles diagnósticos que había escrito el médico de cabecera: TDAH, autismo, trastorno de la conducta, epilepsia juvenil, trauma sin diagnosticar, y muchos otros derramados sobre el informe como si fuera un cuadro de Jackson Pollock. Era evidente que el padre, un entomólogo, los recordaba todos. No es lo mismo estar en un seminario de la carrera y recitar las últimas críticas más o menos fundamentadas de los diagnósticos psiquiátricos: “acto de habla opresor”, “los que lamen el culo a las empresas psicofarmacéuticas”, “el último desconcierto total de una profesión terminal”; no es lo mismo que conocer a la persona a la que intentan diagnosticar. Y el hecho de que solo fuera un niño hacía que todo fuera aún más perturbador.

      Pero llegado el momento va y ni se presenta.

      —Y entonces, ¿por qué han venido ustedes?

      —Sí, ¿por qué hemos venido? —Mira a su marido—. Cuéntaselo, cuéntaselo —dice mientras sus labios palidecen—. No te atreves, ¿verdad?

      Cuando los padres traen a un niño extremadamente perturbado, la norma general es no perder el tiempo evaluándolos a ellos; es más que evidente que el “anormal” es el niño. Pero como el niño no estaba ahí, no tenía otra opción.

      —Bueno, es un poco revoltoso y se mete en líos. No sabe lo que le conviene, ni sabe cuándo parar… —Sus palabras caen dentro de un pozo, y aunque espera un poco, no parece que lleguen al fondo. Por un segundo, la sonrisa pegada en la cara de Milner se desprende por las comisuras. Años atrás debió de tener un atractivo oscuro, como de cosaco, pero ahora está más bien regordete y tiene un cierto aspecto de fracasado, lentamente va perdiendo su esencia.

      —Hace poco le compramos un tren eléctrico Hornby con la esperanza de que le ayudara a desarrollar su imaginación.

      —No, tú tuviste la idea, tú se lo compraste…

      —De acuerdo, yo lo compré.

      Y mientras él me cuenta la de horas que de pequeño pasó jugando a lo mismo con su padre, ella lo subtitula desde su lado del sofá poniendo los ojos en blanco, apretando la mandíbula, chasqueando la lengua y negando enérgicamente con la cabeza, por si acaso no me estoy dando cuenta de lo irrelevante y estúpida que es la explicación.

      —¿Qué tipo de líos? —interrumpo.

      —Su uniforme siempre está hecho un desastre, revienta bolígrafos de tinta con la boca, llega tarde a clase.

      —Puso setas venenosas en las gachas de su hermano.

      —Él creía que eran champiñones.

      —Casi se rompe el cuello saltando por la ventana de su cuarto.

      —Solo se rompió el pie, era un numerito para ganar amigos, es un diablillo.

      —¿Diablillo? Es el Demonio.

      —Solo quería impresionarles.

      —Claro, igual que quería impresionar con su pene a la niña de dos casas más abajo, que solo tiene siete años.

      Han tomado el control. Empiezo a tomar notas para simular que soy de utilidad, para sentir que todavía existo. Me pregunto hasta dónde es capaz de llegar el niño para sentirse igual cuando está con ellos.

      Hay una copia impresa del historial clínico relevante junto al informe del médico de cabecera; al hermano, que entonces tenía cuatro años, lo hospitalizaron preventivamente por haber ingerido setas de origen desconocido. Anteriormente, ya lo habían hospitalizado dos veces: una por haber ingerido a la fuerza una chincheta y otra por haber recibido un golpe en la cabeza con un péndulo de plomo, después de que lo encerraran en un reloj de pie. Los ingresos al hospital de mi paciente incluían, entre otros, la inmovilización de un tobillo fracturado a la edad de siete años tras caer por la ventana de su cuarto a cinco metros de altura. También lo habían ingresado varias veces de Urgencias en los últimos meses. Cinco meses antes de nuestra cita, ingresó en el hospital por una operación relativamente menor, pero el día en que iban a darlo de alta se tiró deliberadamente de la cama, cosa que reabrió su herida quirúrgica y por ende alargó su estancia otra semana. Y tan solo dos semanas después, diez días antes de nuestra cita, el niño volvió a pasar la noche en el hospital por motivos no documentados.

      Era obvio que el padre había borrado de su mente todas esas visitas al hospital. Un profesor de la carrera, un texano con inclinaciones al psicoanálisis, nos advirtió de que debíamos estar siempre atentos a la negación de nuestros pacientes: “Siempre habrá un elefante en la habitación, tendréis que haceros cazadores de elefantes”. (Nos reímos tanto de su prepotencia como de lo inapropiado que estaba siendo). “Uniforme desastroso”, “líos”: no eran más que su pobre manera de infravalorar la situación, una descripción eufemística en el mejor de los casos, conejitos en una habitación llena de elefantes. Mientras Milner ofrecía estos ejemplos de la delincuencia de su hijo parecía disociado y expuesto, y a duras penas conseguía dibujar su sonrisa de pega. Recuerdo pensar que no había ningún indicio de lo que había leído sobre el niño en la cara de este hombre tan tenso y mojigato, y viceversa. Sin duda eso era parte del problema.

      —Tiene un umbral del dolor muy alto —dijo, dando la misma explicación por segunda vez.

      —No es verdad. Además, eso no existe, ¿verdad? —me pregunta ella.

      —Técnicamente