—Por dios, Lucy, ¡venga ya! Es tan poco memorable… —Mientras su versión de los hechos cambiaba de catástrofe a negación en la misma frase, me inunda un sentimiento de familiaridad. Madre e hijo reflejando la confusión del otro.
Me explicó el mundo de donde venía. Dieciocho meses antes se había jubilado tras una larga carrera ayudando a los demás, pero de repente perdió al que había sido su marido durante cuarenta y tres años por culpa de un cáncer de páncreas, así que tuvo que renunciar a su plan de pasar los primeros años de su jubilación trabajando con los niños indígenas de Bolivia (había estado quince años preparándolo todo, incluyendo clases de español y un par de viajes). Sus hijos hacía tiempo que se habían ido de Londres en busca de viviendas más asequibles y la mayoría de sus amigos estaban enfermos o muertos. Le acababan de diagnosticar diabetes de tipo 2, enfermedad que se sumaba al intestino irritable, al dolor crónico, al herpes y a la movilidad reducida debido a una cadera deteriorada. En sus ojos llorosos y trémulos por el miedo aún se podía ver la sombra de todo lo que había amado. Con una honestidad aplastante y siniestra me contó que, a pesar de las frecuentes alegrías que tenía, su vida había sido una lucha constante para no hundirse. Pero nada podría haberla preparado para lo mucho que sufrió durante los últimos meses mientras esperaba a que llegase la visita “urgente” al ambulatorio. Insomnio, ataques de pánico, pérdida del apetito, agorafobia. Todo esto en una mujer cuyos planes de jubilación incluían practicar espeleología e ir en Vespa por la zona 3 de Londres.
No podíamos ignorar esos factores. Diagnósticamente hablando, cabía la posibilidad de que esas graves perturbaciones la preocuparan hasta tal punto que fueran las causantes de los síntomas. Y a eso debíamos sumarle el hecho de que su cerebro y vías neuronales habían sufrido años de erosión emocional, cosa que debía de haberle afectado de alguna forma. Pero el hecho de que su vida estuviera desmoronándose y que eso estuviera afectando a su cerebro no impedía que tuviera también otra maldición en forma de Alzheimer o cualquier otra enfermedad, incluso podría haberla vuelto más propensa a sufrirlas.
Cargadas de años y penas: Lucy y mi madre.
—Es un… est… ese… er… sirve para escuchar.
Estoy señalando mi estetoscopio.
—Este… No, no me sale. ¿Puedo decirle algo?
—Por supuesto. —Pero en realidad mi mente está en otra parte. Veo por la ventana una columna de humo que sale de la chimenea del crematorio y pienso en mi madre, quien recientemente ha cambiado de opinión y ahora quiere que la incineren.
—Siempre quise ser francesa… no… Siempre quise… hum… hum… Francesa…
Ella está confusa y yo distraído. Las marcas de sudor se expanden poco a poco por su vestido, como si fuera un mapa viviente con continentes a la deriva o como si alguien se ahogara a cámara lenta.
—Quería un chisme francés… hum… Quería cartas francesas…
Yo era parcialmente culpable de lo que estaba ocurriendo, era un ingrediente activo. La literatura dice que si un médico desconecta en un punto crucial de la explicación del paciente, su discurso puede dejar de ser fluido y volverse semánticamente confuso. Entonces, ¿soy yo quien está causando esa confusión o es ella misma? Otra posibilidad es que su diagnóstico diferencial incluya una afasia progresiva primaria, una variante del Alzheimer que empieza con una alteración del lenguaje. Pero también es posible que sus vacilaciones y errores sean solo efectos de nuestra interacción, coágulos en la sangre que nos conecta. No hay una perspectiva externa, una tercera persona que no seamos ni “yo” ni “tú” en este camino incierto e impresionante.
Debería visitarla alguien más. Concéntrate, mantén el contacto visual, haz pausas analíticas, ten paciencia, muestra apoyo, sé su reflejo, consuélala, háblale amablemente, y confórtala sin engañarla; rituales, como el puyá hinduista, como el amor, el amor que de hecho garantiza de alguna manera aquello que ocurre entre nosotros.
—¿Alasdair…? ¿Me está escuchando?
Solo mi madre me llama Alasdair.
—Sí. Por favor, tenga paciencia —le digo.
Más tarde, mientras voy a la enorme piscina al aire libre tras terminar las visitas de la mañana, el sol proyecta mi sombra en el suelo de la piscina. Veo mi silueta dando largas brazadas para abarcar más agua y así ganar más velocidad. ¿Para atraparme? ¿Para escapar? ¿Qué significa todo este esfuerzo si mis años buenos como nadador ya hace tiempo que han pasado? Un metro más abajo, mi mente es una maraña enredada y deforme, imposible de leer. A veces, cuando llega el momento del diagnóstico, tengo la sensación de que todo ocurre sin mí. Dejo de escuchar, de ser escuchado, escondido lejos de todo. A pesar de lo que ella o cualquiera diga para intentar cambiar el resultado, las decisiones (si es que podemos llamarlas así) ya se han tomado, aunque las capas que las forman son tan delgadas y frágiles que apenas tienen sustancia.
De vuelta a la consulta con el dictáfono ya pegado a la boca, aún tenía mis dudas. Su vestido era igual que el de ella. Algunos aspectos de sus resultados eran deficientes, muy por debajo de lo esperado. Mi madre estaba demasiado delgada. Su habla se está deteriorando. Si no se daba un diagnóstico enseguida, podría perder unos valiosos meses de tratamiento con antineurodegenerativos. No estaba seguro. Sería normal que después de tantos años en contacto constante con traumas y enfermedades terminales terribles me hubiera ido al otro extremo, y normalizara demasiado rápido síntomas patológicos, especialmente en amigos y familiares.
Apreté el botón de grabar y empecé a llenar el silencio:
—Querido doctor R, muchas gracias por derivar a esta simpática pero nerviosa señora de sesenta y nueve años diestra y bien vestida…
Nueve meses después, el único parecido que mantenían era el nombre. Mi madre seguía más o menos igual, y parecía que por ahora estaba bien. Pero la otra Lucy había caído en picado; su cara había perdido color, su pelo era más fino, se balanceaba al andar como si tuviera diez años más y los botones de su chaqueta no estaban abrochados simétricamente.
Se había tomado una decisión.
La tarde del mismo día en que la había evaluado originalmente, encontraron en su neuroimagen una “hipoperfusión en su lóbulo frontal”, una disminución del flujo de sangre en esa parte del cerebro que podría ser un biomarcador temprano del cambio neurodegenerativo. Aunque el radiólogo dijera que no era concluyente, el doctor R, el neurólogo, tenía otra opinión. Había estado revisando mi detallado informe en que recomendaba una derivación de un año y por sí solo concluyó que las diferentes líneas de investigación apuntaban con la contundencia suficiente a una demencia temprana como para realizar un diagnóstico.
Y le comunicó sus conclusiones a ella.
—Me temo que son malas noticias…
Supongo que le explicó los mecanismos básicos de la enfermedad, los síntomas, el pronóstico, las limitadas opciones de tratamiento. Es posible que la enfermera especialista en demencia se reuniera con ella para informarle de las ayudas existentes, de las posibles indemnizaciones, de cambios dietéticos, etcétera. Seguramente una vez en casa sus amigos le contarían sus propias historias: una sobre un hombre joven de unos sesenta años que vivía dos calles más abajo (“le ocurrió porque se acababa de jubilar”) o una mujer del gimnasio (“sus ojos se volvieron blanquecinos de la noche a la mañana”); anécdotas directas a medio construir cuyo contenido y ritmo se basaban indudablemente en el Daily Mail, Jeremy Kyle o algún foro de internet pasado de vueltas. Así empieza inmediatamente una nueva historia, empieza pero no acaba.
Nueve meses más tarde, la ansiedad que había marcado nuestra primera visita se había endurecido, el agua se había transformado en piedra. La revaluación