Título:
Para volverse loco. Una historia sobre los límites de la mente
© A. K. Benjamin, 2019
Edición original:
Let Me Not Be Mad, Bodley Head, 2019
De esta edición:
© Turner Publicaciones SL, 2019
Diego de León, 30
28006 Madrid
Primera edición: mayo de 2019
De la traducción:
© Marta de Bru de Sala i Martí, 2019
Diseño de la colección:
Enric Satué
Ilustración de cubierta:
Eros Dervishi
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está
permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su
tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la
autorización por escrito de la editorial.
ISBN: 978-84-17866-77-8
DL: M-11300-2019
Impreso en España
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
Para mis hijas
Índice
Nota del autor
Para asegurarme de que no se puede identificar, a partir de estas páginas, a ninguna persona, y de que se protege cualquier material sensible que yo haya podido sacar a relucir, he cambiado los nombres, los atributos físicos, los antecedentes, las localidades, los géneros, las etnias y los detalles clave de los eventos. Ninguna de las personas descritas se corresponde con un único individuo, sino que cada una es una mezcla de diferentes encuentros, reales e imaginarios. Esto, si acaso, hace que el libro sea un relato más fiel de mis experiencias.
Un terapeuta que alcanza el máximo nivel de empatía podría convertirse en el paciente: los dos puntos de vista podrían llegar a fundirse.
valeria ugacio
¿Quién le da algo al pobre Tom? El demonio malvado le ha llevado por fuego y llama, a través del vado y el remolino, por ciénaga y pantano; le ha puesto cuchillos bajo la almohada, una soga sobre su banco; ha puesto veneno junto a sus gachas […].
william shakespeare, el rey lear
Poseo cientos de memorias así y de vez en cuando una de ellas se separa de la mayoría y empieza a atormentarme. Creo que si la pongo por escrito me desharé de ella.
fíodor dostoyevski
I TÚ
Nos hemos acostumbrado a las cámaras, a las plantillas de televisión formadas por jóvenes resacosos con cortes de pelo que parecen edificios de Frank Gehry fumando en los aparcamientos para ambulancias y holgazaneando en la entrada de los quirófanos, esperando a que ocurra la próxima emergencia. Al principio llevábamos las camisas impecables, con las mangas dobladas por encima de los codos siguiendo la política de la Fundación del Servicio Nacional de Salud, y nuestra entonación era más agradable, nuestras preguntas más delicadas, y nuestros ojos buscaban la mirada de los pacientes por primera vez en años. La “realidad” era contagiosa. Nadie era inmune, para la mayoría era lo natural. En un momento dado, todo cambió.
Ahora entramos en escena los jóvenes, los viejos, los sinceros, los furiosos, los esperanzados, los culpables; hombres, en general, aunque muchos de nosotros parezcamos niños enfundados en trajes (a veces con viejos quevedos y pajaritas), algunos hasta con bata y zapatillas de deporte. Allá vamos, todos unidos por alguna fuerza idiomática singular, como si fuéramos de la misma casta. Ya no nos percatamos de las cámaras pero seguimos actuando, nuestra entrada forma parte de la función, y por supuesto nuestra obra de teatro no existiría sin vosotros, nuestro público: entramos en escena para llamaros a vosotros.
Rebuscando entre los historiales clínicos que acabamos de abrir, gritamos los nombres como si fueran preguntas:
—¿Señora Jennifer Almendy?
—¿Señor Konrad Kuchzynski?
—¿Doctor Mohammed Mosham Alawi?
A menudo los pronunciamos mal, especialmente en estos días, en pleno Londres. Con suerte, uno de vosotros alzará la mano y logrará ponerse en pie con la ayuda de alguien o de un bastón, o quizá avanzará con una silla de ruedas. Pero es habitual que no haya respuesta, que los nombres mueran sin que nadie los reclame, que nuestros recordatorios de cita se pierdan, no se envíen o ni siquiera se escriban, que evites acudir a la cita o te olvides de ella, lo que podría ser sintomático aquí en el servicio de Neurología General. O peor aún: estás aquí pero es demasiado tarde; has perdido el habla, no puedes alzar el brazo y ya no reconoces ni tu propio nombre.
Aquí estás, cruzando la sala de espera para llegar hasta mí, andando con normalidad. Me presento con un tono tranquilizador ensayado, sonriendo y alargando la mano: “Por favor, llámeme Ally”. Espero haberte relajado, aunque a veces surte el efecto contrario. Te guío por un largo pasillo lleno de puertas que dicen “Epilepsia”, “Neurooncología”, “Esclerosis Múltiple”, “Dolor Crónico”, “Enfermedades Neurodegenerativas”… La mayoría os quedáis en silencio. Os pregunto por el trayecto, si habéis llegado bien, si habéis tomado un té. Quizá contestaréis por cortesía refleja, o empezaréis a contar una historia sin poder parar, o no me