En las noches, bajan del cerro zorros y gatos salvajes, a robar las gallinas esqueléticas que quedan. Una noche bajó uno. Mató cuarenta gallinas y dos cabras. Se las comió ahí mismo y quedó el reguero de sangre y plumas. Dicen que fue un puma.
–Qué puma ni qué perro muerto –le dice Forster al Tata–. Ellos mismos fueron.
Los campesinos no dicen nada, pero lo miran con ojos metálicos, como el filo de un cuchillo. Creo que matarían a Forster, si pudieran.
Ya no se ve humo en las chimeneas de algunas casas. En las ventanas se secan las plantas en los maceteros.
15
Por el cerro, en cambio, pasa mucha gente. Pasan los campesinos despedidos de los otros fundos. Los ojos de los niños parecen cavernas y su piel es color almeja.
Gonzalo le dice al Tata que los contrate, en turnos más cortos.
–Aunque les pagues menos, papá –dice–. Pero es para que no se sientan marginados. No pueden partir sin nada. No tienen nada.
–Gonzalo, no se meta en esto, por favor –dice el Tata, elevando la voz–. No se han escatimado esfuerzos para ampliar los turnos todo lo que se ha podido. Cuando usted va de ida, niño, yo vengo de vuelta –declara.
Gonzalo se queda en silencio. Sabe que discutir con su padre es palabra perdida. Cuando se le mete una idea en la cabeza a un Larraín, es como si se metiera en una roca.
–Trataré de convencerlos de que se queden en el cerro, por lo menos. Que esperen un poco más. A ver si pasa algo –dice.
Los veo, todos a la deriva, zigzagueando, sin saber qué hacer, como flores de cardo. Van llenos de bolsas vacías, nadie sabe para qué. No tienen nada, absolutamente nada que perder.
16
Los Larraín se reúnen en el gran salón al caer la tarde, mientras el sol furiosamente naranja se va escondiendo. Algunos campesinos recortan el pasto de la entrada con tijeras, inclinados en dos.
Adentro toman té, de modo interminable, con tostadas y sucesivas tazas hasta que los labios les quedan brillosos de mantequilla. Hablan de viajes a Europa en trasatlánticos italianos, de óperas, de cuál será el próximo matrimonio que se armará en Santiago, de qué gente conocida ha llegado, de quién es hijo de quién, de quién se ha enfermado o muerto. Hablan de dinero y de bancos suizos. Luego arman la mesa de bridge con un chal encima y alguien se pone a barajar las cartas sin cesar.
Jugarán toda la tarde. Los hombres lanzarán miradas asesinas a las mujeres que se distraen. Las mujeres no les harán caso y hablarán largamente, flotando sobre las frases, sin terminarlas. Algunos tíos, exasperados, se pararán y se acercarán a la ventana del salón. Desde allí mirarán a los campesinos desocupados, que tienen los ojos como cuevas negras llenándoles la cara.
El Tata se encierra en su escritorio con altos de cuentas. Hará cálculos y escribirá en pequeños papelitos. Afuera se oirá el sordo gruñido de la tierra abandonada, expuesta al viento como un gigantesco animal insepulto y seco.
Son los años del cese de la fiebre del oro en California. Estados Unidos suspende bruscamente todos sus pedidos de trigo. Son los años en que muchos agricultores chilenos se arruinan. Son los años en que Chile está a punto de un colapso después de haber conocido años de abundancia. Ni siquiera toda la plata y el cobre del norte bastan para mantener nivelado a este país ridículamente largo y adorable, dice alguien que está de visita a la hora del té. Qué manía la de tomar té en esta casa. Y Chile no es adorable, pienso. Es más bien dramático. Largamente trágico y desprovisto de casi todo en la escena mundial.
17
Los días siguen pasando. En los otros fundos, las listas de despido de los campesinos se hacen más y más extensas. Manuel Montt, el presidente, manda llamar a su economista experto, Courcelle-Seneuil, y enfrenta la crisis como lo haría un catalán, acaballado, acometiendo con todo el tren delantero. El gobierno ha comenzado a dar préstamos a agricultores particulares, con las platas que le ha prestado Inglaterra. Presta a un interés bajísimo, nueve por ciento anual, y dicen que pronto bajará al siete.
–Pero será como echar agua al océano –dice uno de los senadores, amigos del Tata–. Todo sigue como antes y no llueve.
El Tata se sulfura cuando le hablan de Montt. –Más porfiado que un burro –dice–. No hay caso con él –afirma.
Eso me da mucha risa. El Tata es mucho más porfiado. Podría mirarse al espejo cuando dice eso, pienso.
18
El único de la familia con el que los campesinos hablan es con Gonzalo. Él sube al cerro, se sienta con ellos en el pasto, hablan. Les lleva el pan de galleta, el que les daban antes al mediodía. Ahora la Gumercinda lo hace a escondidas y se lo pasa a Gonzalo.
Las tías mueven la cabeza y dicen que Gonzalo es un inconsciente ante el peligro.
–Lo pueden matar cualquier día para robarle cualquier cosa. Cómo se le ocurre a ese niño irse a meter con esa gente.
De pronto, oigo la voz de Gonzalo.
–Papá, si no va a plantar nada, ¿por qué no les cede a los campesinos la tierra por un tiempo, en comodato precario? Los campesinos aman la tierra. Sacarían semillas de debajo de las piedras si saben que la cosecha irá entera para ellos. Y harían todo el trabajo. Y el fundo no parecería país en guerra como parece.
Se hace un silencio espacial. Se siente el ruido de los planetas al girar.
–¿Qué es comodato precario? –suena la voz de la Pita.
El Tata aprieta un pedazo de pan con la mano izquierda y lo deshace.
–Gonzalo, abandone el comedor –dice–. Y espéreme en el escritorio. Quiero hablar con usted.
La Ita se abrocha los dos botones de más arriba del chaleco.
Decido que yo tengo que oír esa conversación. Me levanto a la disimulada, me deslizo en el sillón del salón que queda junto al vidrio del escritorio y me hundo en el cojín hasta casi desaparecer.
19
–Comodato precario. Cómo has podido hacerme esto –dice el Tata, lentamente, mirando a Gonzalo, en medio del silencio aterrador del escritorio.
Hasta los ruidos del campo se han silenciado.
–Ofrecerles la tierra –continúa hablando el Tata–. Mi tierra –dice, con las manos empuñadas, casi blancas de ira.
–Papá, yo no les he ofrecido nada –dice Gonzalo–. Solo me doy cuenta de lo que necesitan desesperadamente, nada más. No tienen qué comer. Si ellos tuvieran siquiera un metro de...
El Tata lo mira. Su mirada es un muro.
–Te has metido en lo que no debías –dice–. Y eso, en estos tiempos, es muy peligroso. Hoy mismo termina tu intervención en este asunto.
–Mi intervención en esto comenzó cuando nací –dice Gonzalo. Me doy cuenta de que le tiembla la voz–. Y va a terminar cuando yo me muera.
El Tata se pone de pie. Está muy pálido.
–Te prohíbo meterte en esto, Gonzalo –dice–. No seguirás estudiando Derecho –agrega–. Prepárate para un cambio total en tu vida. He tomado decisiones de peso con respecto a ti.
–¿Qué decisiones, papá? –Gonzalo está pálido. Su voz vuelve a ser la de un niño.
–Las sabrás cuando te las diga –replica el Tata.
Su voz queda vibrando mucho rato, como un alambre tirante que alguien hubiera pulsado con la uña.
20
A veces llega de Santiago un hombrecito minúsculo, de pésimo aliento, vestido con una levita brillosa. Se baja del coche y suspira, limpiándose la cara con un pañuelo concho de vino, casi más