Entonces la Ita dice echando hacia atrás la cabeza.
–Que se les dé algo en las cocinas.
–Que se les dé algo –murmura la Gumercinda, mirándose los zapatos.
–¿Qué está rezongando ahí, mujer? –dice la Ita.
–Nada, señora –murmura la Gumercinda–. Es que se me está acabando el algo.
Los campesinos la siguen a las cocinas. Allí, la Gumercinda hace aparecer ollas de carbonada o de legumbres. Los campesinos, sentados en la cocina, comen, sin hablar, metiendo casi la cara en el plato.
–Un día de estos nos vamos a quedar sin nada –profetiza, furiosa.
11
Forster se siente una especie de arcángel o algo así. El Tata le ha encargado armar los equipos del túnel. Le brillan los ojos plomos. De pie, con un cuaderno, parado en la rotonda de la entrada de la casa. Alrededor de él hay una muchedumbre de campesinos rogándole, por favor, que los meta en los equipos. En cualquiera. Como sea.
–Se acabó. O me forman una fila ordenada, o no contrato a ninguno –dice.
Le obedecen inmediatamente.
Gonzalo dice que hemos vuelto a la esclavitud romana. El Tata le ordena que se calle. Luego se va a hablar con el encargado de la bodega. Hace que les dé un saco de harina a cada familia. Y un puñado de grasa empella. Los campesinos se acercan al Tata y le besan la mano. Miran con ojos que parecen cuevas. Ofrecen trabajo por comida. Limpiar las acequias. Podar los árboles. Los rosales. La Ita manda darles también un plato de comida.
–Pero señora –dice la Gumercinda–. Seguirán llegando más si les damos de comer.
La Ita la mira imperturbable desde su minúscula estatura.
–Se les dará comida igual –replica–. No quiero tener una revolución aquí, en el parque. Me romperían todas las matas de rosas finas.
12
Por esos días, algunos comienzan su éxodo hacia el norte, igual que en la Biblia. Familias enteras arrastrando los pies y los niños. Bultos desordenados, frazadas saliéndose por entre los cordeles, ollas colgando, golpeándose unas con otras. Es el sonido de la tierra muerta.
Otros se han quedado y merodean.
Otros se largan a los montes, a rastrojear lo que puedan. Y a cazar ratones.
13
Todos los días hay un grupo de campesinos en el frontis de la casa, esperando para hablar con el Tata. Le piden trabajo, cualquier cosa. Todos quieren estar en los turnos de los equipos del túnel. Hay tantos que ese día el Tata tiene una idea: comenzará el túnel desde los dos extremos del cerro. Le han llegado más herramientas de Alemania.
–Haremos dos equipos paralelos –dice.
–¿Y si no se encuentran nunca? –digo–. Una vez leí en un cuento en que...
El Tata me mira.
–Esto no es un cuento. ¿Para qué crees que soy ingeniero y tengo esto sobre los hombros? –me mira, tomándose la cabeza con las manos.
–El túnel se hará en un tiempo récord –dice.
Nunca lo he visto con tanta energía. Está animadísimo. Va a todos lados con su maletín lleno de planos y cálculos. Entra a la casa caminando como un ciclón.
Una mañana me despierta muy temprano.
–Vamos –me dice–. Vístete inmediatamente. Hoy comienza el túnel.
Soy la única de la casa que va con él. Todos los demás duermen cuando salimos. El Tata lleva una maleta en la montura. Voy feliz. Galopamos duro, hasta llegar al cerro, a las siete de la mañana. El aire está frío y seco. Nos siguen campesinos con las carretas de herramientas.
Más allá está Forster, frente a ellos, ordenados por equipos, como un pequeño ejército. Todos miran ansiosos.
–Muy bien –dice el Tata, mirándolos a todos–. Este será un momento histórico. –Se adelanta hacia la marca blanca–. ¿Están listos los equipos de gente? –pregunta a Forster.
–Sí, don Pedro –dice Forster–. Los del lado poniente son esos. Los del oriente, aquellos.
–Bien.
El Tata aparta unos arbustos y aparece la marca blanca en la roca del cerro.
–Por este punto exacto iniciaremos las obras oriente –dice–. Luego iremos con ustedes –mira a los del lado poniente– y comenzaremos lo mismo al otro lado de este cerro. Cuando yo dispare mi escopeta, los dos equipos comenzarán a cavar exactamente al mismo tiempo. Ahora –agrega– vamos a brindar todos. Estamos cambiando la geografía de esta zona –dice, solemne–. Y pronto cambiarán la flora y la fauna. Cuando llegue el agua, este valle será un paraíso.
Abre la maleta. Adentro hay copas y botellas de coñac francés.
Forster, escandalizado, mira las botellas.
–Qué desperdicio –murmura–. Pero ante la mirada del Tata, sirve el licor en las copas y lo va repartiendo entre los campesinos.
El Tata, solemne, levanta su copa.
–¡Por el agua para el valle! –dice, con su voz recia.
–¡Por el agua para el valle! –responden los hombres.
Todos beben de un trago sus copas. Luego el Tata rompe la suya contra las piedras.
–¡Todos! –grita.
Oigo el ruido del cristal, haciéndose añicos contra las rocas del cerro. Es un sonido que queda anclado en mi cabeza hasta mucho tiempo después.
–Forster –dice el Tata–. Explíqueles.
Forster escupe en el suelo, se aclara la garganta.
–Trabajaremos día y noche. De lunes a domingo. Serán ocho equipos con ocho turnos por cada lado –dice–. Cuatro de día, dos para la noche. Seis personas por equipo. Empezarán a cavar desde las ocho de la mañana, por los dos extremos del cerro. Las herramientas se guardarán después del último turno del día y de la noche en la caseta. Yo tendré la llave de la caseta. Son herramientas importadas, muy caras. Cada uno es responsable de la suya. Si la quiebran o la pierden, la pagan.
Nadie dice nada. Los campesinos miran el plano y ven los dos tubos dibujados. Con miles de cotas, puestas por la pluma fina del Tata.
–Nos encontraremos en medio de este cerro –dice y muestra la inmensa mole– más o menos en veinte meses más. Y entonces, accionaremos las bombas a la orilla del Maipo, impulsaremos un ramal de sus aguas por este túnel y el agua llegará. Debe quedar perfectamente terminado y cementado. No puede haber desprendimientos de ningún tipo porque este túnel no puede obstruirse nunca.
Oigo el silencio que cae sobre el grupo de campesinos.
Media hora después, el Tata toma su escopeta.
Tres disparos al aire.
Y clava él mismo su azadón en la roca.
–¡Comiencen! –exclama.
Oigo entonces los golpes secos de los azadones atacando la roca. Y, muy lejano, oigo el sonido del río. Y luego, casi imperceptibles, los golpes secos de los picos y azadones de los del otro lado.
A este lado, las herramientas suenan y brillan al sol.
En ese momento, siento el tiempo de la historia entrárseme en la piel. Estoy frente a un hombre que se siente capaz de cambiar la tierra en que vive.
Está de pie, mirando el cerro. Erguido y derecho, como un cerro él mismo.
14
En este año de 1857