Jerónima. Ana María del Río. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ana María del Río
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789561234536
Скачать книгу
y se subieron a cantar con los músicos borrachos, botellas en mano. Dos tías se desmayaron. El caos fue total. Los ciegos fueron finalmente expulsados por Lope Ávila y dos campesinos más, a los que hubo que pedir ayuda para despejar el salón. Los sacaron a duras penas, mientras ellos aullaban que había que pagarles, que lo de la gratuidad había sido un malentendido y que eran artistas itinerantes. Cuando los músicos se fueron, el Tata se dio cuenta de que, a falta de dinero, Pita les había dado en pago sus propios ternos finísimos con los que iba al Congreso.

      Durante varios días hubo que limpiar los restos de comida de las alfombras, enjuagar los vómitos, airear el salón y sacar las manchas de licor de encima del piano. La mesa de comedor quedó coja para siempre. Después de eso, se prohibieron para siempre los bailes de la Pita.

      En la noche, el Tata y la Ita conversan de sus hijos.

      –Las niñitas deberían ir a Santiago –dice él–. Están demasiado encerradas aquí en el campo.

      –No voy a ir a Santiago, Pedro; tengo demasiado que hacer aquí, ya lo sabes –se oye finalmente la voz de la Ita.

      –Eso no es verdad –dice el Tata–. Sabes que la Gumercinda se encarga de todo perfectamente.

      Un silencio gigante pasa como un velero, sin ruido.

      –Yo no iré a Santiago y tú sabes muy bien por qué –oigo, llena de cuchillos, la voz de la Ita–. Esto es culpa tuya.

      El Tata no contesta. Ya no se oye más nada. Oigo el soplido de la Ita al apagar las velas y todo se duerme en la casa.

      Excepto yo, que, como los ratones, quedo preguntándome por qué la Ita ha dicho eso. Y por qué el Tata no ha respondido nada.

      9

      Cuando era chica, la Gumercinda me contaba que el Tata se subía a la cumbre de la cuesta y desde ahí miraba el valle igual que Dios. Yo estaba segura de que mandaba más que Dios. Creo que hasta hoy lo pienso.

      –No diga herejías, niña –dice la Gumercinda, pelando papas. Pero lo miro, galopando en su inmenso caballo, el Cuero de Ante, y todavía, en alguna parte de mí, lo veo como un dios.

      Todos sus planes son gigantescos. –Utópicos –dice una tía que estudió filosofía griega–. Ahora se ha propuesto traer el agua del río Maipo a este valle, seco como una hoja seca.

      –Vamos a robarle un poco de agua al Maipo y traerla para que riegue todo esto –dice, entusiasmado, abarcando el paisaje con su brazo extendido. Por supuesto, todo parece una locura de las mayores. Robarle el agua a un río. Pero nadie se atreve a decirle nada. Impone en todos un respeto reverencial. Los campesinos no se atreven a hablarle.

      El Tata no parece de esta tierra, con su altura doble y sus ardientes ojos azules, afiebrándose bajo sus cejas inmensas, canosas.

      –La traeremos por dentro del cerro –dice.

      Sube todos los días a caballo y rodea el cerro por sus cuatro costados, observándolo. Lo ha recorrido durante días enteros, midiéndolo paso a paso, subiendo hasta las cumbres de la roca desnuda y bajando hasta las quebradas más hondas. Anda lleno de papeles y lapiceras y reglas de cálculo. Camina hablando solo. No permitirá que un cerro enmarañado de arrayanes y litres, inmóvil como un mulo tozudo, venga a detenerle la entrada del agua que sueña para el valle.

      –Si el cerro está entre el agua y yo, tendré que meterme con el cerro –declara.

      El Tata siempre declara en vez de decir. Me cuenta que piensa hacer un túnel que le sacará agua al Maipo, el río que pasa por el otro lado del valle. Así regará todas las tierras que vienen después del cerro. En el valle. El plan es simple, pero gigantesco. Esas cosas, pienso, solo se le ocurren a un dios. Va a cambiar la geografía y ni siquiera se arruga.

      –Esas son las cosas que valen la pena –dice, mientras sus ojos azules, muy hundidos, brillan allá en el fondo, bajo sus cejas.

      Desde Hamburgo ha fletado un barco completo, lleno de herramientas de excavación. Cuerdas, picos, palas, carretillas para las piedras. Todo alemán, de buena marca.

      –Los alemanes son los únicos que hacen bien las cosas –dice.

      La idea se le ocurre en el viaje que hizo el año pasado. Cuando llega, cuenta que en el barco se encontró con un escritor italiano que se llama Edmundo D´Amicis, que estaba en el puente, mareado como pollo, vomitando por la baranda. El Tata, que no se ha mareado jamás, comienza a contarle su proyecto de desviar el cauce del río Maipo para convertir un desierto en un oasis. El italiano quedó fascinado con ese hombre que se atrevería a meterle mano a la tierra de esa manera y cambiar la geografía de su país. Se tomaron una foto con el fotógrafo del barco. En ella aparecen los dos hablando en el puente, evidentemente casi recién después de que el italiano ha vomitado: se nota su cara verde, descompuesta.

      –Larraín se ha vuelto loco –dicen los amigos del Tata–. Hacer un túnel a pala. Una locura.

      Pero no existen cosas irrealizables para el Tata.

      –¿Cómo lo hará para traer agua, don Pedro? –le preguntan los campesinos, en voz muy baja, con el sombrero en la mano, mirándolo contra el sol. La idea se le ha metido entre las cejas como una carga de dinamita en una roca. Ellos se dan cuenta de que no parará hasta que lo consiga.

      –Muy fácil. Haremos un túnel por dentro del cerro –les responde el Tata, de lo más tranquilo.

      –Y cómo –susurran ellos, abriendo la boca.

      –A pico, pala, tiempo y ñeque –dice el Tata.

      Habla sobre el túnel con los campesinos como si ya lo estuviera haciendo. O como si ya lo hubiera hecho. Me encanta esa manera que tiene de treparse por el tiempo hacia el futuro, dejando atrás el presente. Ya está calculando en serio cuántos naranjos, cuántos limones plantará, cuántos potreros serán para frutillares, cuántos huertos de duraznos japoneses y damascos imperiales cabrán en cada metro cuadrado. Cuántas cajas de fruta podrá exportar en un año. Fruta de árboles que todavía no existen, por supuesto.

      Yo lo acompaño todos los días en sus incursiones al cerro. Los caballos jadean mientras suben por la pendiente desnuda, sin huella aún.

      –¿Por dónde va a hacer el túnel, Tata? –pregunto–. No da lo mismo por cualquier parte. Este cerro es muy disparejo. Es temperamental. No es lo mismo desde dónde uno parta cavando.

      El Tata vuelve la cabeza y me mira con atención, como si observara detenidamente a un insecto extraño.

      Después mueve la cabeza.

      –Tienes razón –dice, dándome un golpecito en la espalda, con su mano–. No da lo mismo. Piensas las cosas, Jerónima, me gusta mucho eso –dice.

      Me siento como si me hubieran nombrado caballero de la orden del rey. Enderezo mis hombros. Seguimos cabalgando en silencio, caracoleando por la pendiente elevadísima.

      –No se meta por ahí –digo, de pronto–. Por ahí se llega al mismo lugar de donde partimos. Es una huella falsa.

      No me dice nada y frunce las cejas, pero en el fondo le gusta que yo conozca de arriba abajo todas las quebradas y las alturas, y que sepa dónde están todos los atajos mejor que un campesino.

      –De dónde te vendrá esa seguridad decidida y esa porfía que tienes para las cosas –dice, mirándome y sonriendo.

      Pasan los días y comienza una marcha lenta hacia el cerro. Son los campesinos echados de otros fundos y algunos pocos de Santa Clarisa, que quieren probar suerte en otra parte. Van lentos, silenciosos, como apiñados por familias, caminando todos juntos, niños a poto pelado, perros escuálidos, hombres silenciosos, de mirada de carbón, mujeres llevando atados de trapos. Parecen personas hechas de viento, sin nada adentro.

      10

      A la hora de almuerzo, los campesinos miran nuestros platos por el vidrio. Se pasan la lengua por los labios. Se quedan hasta que el Tata toma la campanilla de la mesa, de bronce, con