En el caso de las mujeres, que es el tema que nos ocupa, sufrieron una doble represión. Por una parte, debido a sus actividades políticas y sindicales, por ser hijas, esposas o madres de rojos, pero también sufrieron la represión por ser mujeres. Esta represión de género se puso de relieve en el ataque a sus cuerpos en actos como vejaciones, tocamientos, violaciones, rapados, aceite de ricino, paseos, etc.13
El gobierno militar y dictatorial que se estableció como legítimo instituyó unos sistemas penitenciarios que permitieron reprimir a quien se le imputara delito de desafección al Movimiento Nacional, personas que llegaron a pagar hasta con sus vidas. No importaba el delito ni la causa, solo la vinculación republicana o la sospecha o la simpatía por ella.14
La violencia política y los instrumentos represivos utilizados a partir de la finalización de la contienda, junto con el análisis de cómo la destrucción de la familia de los disidentes, a través de sus mujeres y de sus hijos, pudo cambiar el sistema social del país, es una de las bases de este libro. Los detenidos después de la guerra eran sometidos a torturas para que delataran a sus compañeros. La población civil, a través de sus familiares, conocía los hechos y, por tanto, temían ser detenidos.
Durante la dictadura franquista, la marginación también se usaba como método represor hacia la familia mediante la falta de trabajo y los cambios de roles educativos, tanto en la escuela como en la vida social. La iglesia católica y el ejército fueron los principales valedores del sistema político establecido y los que, en nombre del Estado, controlaban a los supuestos insurrectos civiles. Los así llamados «insurrectos», por el solo hecho de que un vecino denunciara, eran arrestados y se procedía a la incautación de sus bienes, con la consecuente miseria para su familia, si no era encarcelada o ejecutada también, a excepción de los niños y niñas que eran entregados a familiares afines al régimen o ingresados en inclusas, conventos u hospicios. La denominación, conceptualmente extraña, de «eugenesia positiva» tuvo graves consecuencias, puesto que la finalidad declarada no era otra que multiplicar a los selectos y dejar que perecieran o ejecutaran a los débiles.15 Las mujeres y los hijos fueron el blanco represivo por excelencia una vez el padre de familia ya había muerto o era encarcelado. El miedo, el terror, la marginación social, la falta de trabajo, la miseria, la religión y los cambios culturales fueron las principales armas de control.
Por otra parte, también existían renuncias voluntarias de madres que, ante la imposibilidad de poder criar adecuadamente a sus hijos, los depositaban en los tornos de las iglesias o en las puertas de los orfanatos, práctica habitual en entornos de pobreza. Eran abandonos anónimos, como había ocurrido durante siglos. Las instituciones de la caridad ya estaban preparadas para recibirlos con artilugios —tornos— creados a tal efecto siglos atrás y que seguían en uso. Los niños y niñas podían ser dados en adopción desde el primer día de llegada porque, entre otros motivos, la gran cantidad de ingresos desbordó la capacidad para la que dichas instituciones fueron diseñadas.
Si las renuncias eran voluntarias y se producían en los paritorios de los hospitales o las clínicas, la madre disponía de seis meses para arrepentirse y podía reclamar al bebé para recuperarlo, siempre que estuviese casada, se hubiese casado una vez nacida la criatura o algún familiar masculino se hiciese cargo de la manutención del menor y de la madre y asumiera la tutela. En caso de que la madre fuese menor de edad, debía firmar su renuncia ante notario. Estas condiciones rara vez se cumplían. A la madre que renunciaba ni se le permitía ver a su bebé. A medida que pasaban los años, si la madre había estampado su firma en la renuncia, cuando el parto llegaba a su fin, en determinados hospitales y maternidades, se le aplicaba un anestésico para que no tuviese recuerdos del mismo. Los testimonios de las madres indican que las mantenían sedadas hasta pasados cuatro o cinco días del parto con la excusa de que había sido muy complicado y debían descansar. De esta manera se aseguraban de que si la madre se arrepentía, ya no podía seguir el rastro del recién nacido.
También había madres viudas, pobres y solteras mayores de edad que no renunciaban a sus hijos. Voluntariamente, acudían a las inclusas y a las casas cuna para que cuidasen de sus hijos mientras ellas trabajaban. Esta decisión debería haberse respetado, pero se han documentado casos en que el bebé desaparecía porque una familia dispuesta a pagar por él se había encaprichado del mismo. Hay constancia de falsificaciones registrales de niños y niñas que, supuestamente, han nacido oficialmente hasta tres años más tarde de la fecha real. Es imposible reconstruir su filiación biológica sin la ayuda de los archivos de los hospitales y las clínicas, de la Iglesia, de la administración y de los Tribunales.
«Forat de la vergonya» [Agujero de la vergüenza]. Casa dels Infants Orfes de Barcelona.16
A los niños y niñas depositados voluntariamente en las inclusas se les intentaba buscar un hogar con la ayuda de la iglesia o quedaban confinados en la institución hasta los tres años. A partir de esa edad, pasaban a los orfanatos para ser educados hasta los veintiún años y, en algún caso, hasta los veinticinco. Si eran mujeres, bastaba con casarse para eludir la normativa, o, si eran hombres, con incorporarse al servicio militar. La imagen de las monjas en los trenes con capazos con bebés y algún que otro niño pequeño de la mano conmocionaba a la sociedad y despertaba la pena hacia el desvalido y el agradecimiento hacia el clero.
A medida que pasaba el tiempo, había familias que querían un recién nacido y no un bebé de meses, porque habían simulado un embarazo y un parto ante sus allegados. Por ello, estaban dispuestos a pagar la cantidad que les pidieran a fin de poder registrarlo como hijo biológico.
Hasta el cambio de Ley de Registro Civil de 1958 y la de adopción de 1987, un hijo adoptado no tenía los mismos derechos que un hijo biológico. El deseo de ser padres en una sociedad que consideraba que el fin del matrimonio era la procreación activó la ley de la oferta y la demanda y creó un mercado de recién nacidos asistido por las instituciones eclesiásticas que, auspiciadas por un Estado que concedía el poder y la inmunidad a sus afines, miraba hacia otro lado.
Instituto de Puericultura, Colegio la Paz de Madrid, dormitorio de destetes.17
Inclusa de Madrid, «Manzana de O'Donell», dormitorio de bebés.
Niños de orfanato con monjas de la Caridad de San Vicente de Paúl.
Entre los capazos que las monjas trasladaban era fácil esconder a un recién nacido que había sido arrebatado a su madre sin su consentimiento y a la que normalmente se le comunicaba la muerte del bebé. El destino, por lo general, era una familia de una población distinta que lo estaba esperando para registrarlo como hijo biológico. Estos traslados solían hacerse en taxi, contratado a tal fin.
En los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo xx, las madres solteras, de familias numerosas, de nacimientos