Introducción
NO LLORES QUE VAS A SER FELIZ
Llevo algo dentro de mis entrañas
Que no lo puedo querer
Pobrecito niño que ahora vas a nacer
Si supieras lo triste que me pongo
Cuando pienso lo que contigo voy a hacer
Pero piensa niño pequeño; que es mi deber
Me gustaría que si algún día te enteras
Que tu Madre no te quiso
Me puedas perdonar
Porque hijo mío
Yo no te puedo guardar
No ya por mis Padres, ni por dinero
Sino porque no te quiero
Oh! Pero no llores, mi niño pequeño
Que solo no vas a estar en el mundo
Tendrás unos Padres que te van a querer más
Que nadie, y por supuesto más que yo.
Este es un fragmento de la carta, supuestamente de la madre que lo abandonó, para un niño adoptado, que le entregaron las monjas de la Maternidad de Peñagrande.
Cuatro cartas como esta llegaron a mis manos en menos de un mes. Tras el estupor que me produjo recibirlas, me planteé: «¿Es posible que cuatro madres pensaran y escribieran exactamente lo mismo?». Por ellos y ellas, esta carta da título al libro. Es mi forma de dar voz a esas madres. Nunca sabremos cómo se las condicionó a firmarlas, nunca podremos compensar a esos hijos e hijas que la recibieron pensando que sus madres no los querían. Quizá la realidad de lo que sucedió sea muy distinta a lo que pensaron cuando la leyeron por primera vez.
Mi recuerdo especial, por tanto, es para esas madres, padres y familias a las que, sin pestañear, un médico o una monja les dijo que su bebé había muerto, mientras «pasaba a lactancia artificial» en los brazos de la que acababa de parir un fajo de billetes.
Al escoger el robo de bebés y niños en España como el eje de mi tesis doctoral, base del libro que el lector tiene en sus manos, era consciente de que era un tema candente y de actualidad, y que no sería fácil.
Aconsejada por mis tres directores de tesis, decidí analizar la desvinculación biológica forzada de bebés en España durante el largo período de la dictadura franquista y las dos primeras décadas de la democracia (1938-1996). Sabíamos que podían existir casos anteriores a la Guerra Civil, pero eran acuerdos entre familias o entre familias y órdenes religiosas que regentaban hospicios y el Estado nada tenía que ver con ello. Desde la Inquisición no se había vuelto a forzar el abandono, aunque sí a condicionar por el estado civil de la madre. Pero no quería investigar esos casos, sino que quería centrarme en el robo institucionalizado de bebés y niños. ¿Y no puede haber casos posteriores a 1996? Es posible, como el denunciado en Huelva de un parto acaecido en 2001, pero la Ley de Adopción de 1996 marcaba una inflexión que nos servía para poder parar en un punto concreto y, tras analizarlo, decidimos que era el adecuado.
A medida que contactaba con las asociaciones de víctimas y con las familias, lo primero que me llamó la atención fue la terrible situación emocional que estaban viviendo. No eran duelos por la muerte de un bebé; estaban inmersos en un proceso de tortura emocional continuado y sostenido en el tiempo porque desconocían el paradero de su hijo o hija, del que le comunicaron una muerte que ni tan siquiera les certificaron en muchos de los casos.
La pregunta que surgía una y otra vez en mi mente era: «¿Cómo es posible que en el siglo xxi hubiera personas con un sufrimiento psicológico de estas dimensiones en España y que el Estado no hiciera nada para remediarlo?». Del mismo modo, al empezar a entrevistar a personas que constan como hijos/as biológicos/as de unas madres que no los parieron, era testigo de un sufrimiento indescriptible. ¿Cómo es posible que no pudieran saber su identidad biológica? ¿Cómo es posible que si se consultan los programas informáticos que dan acceso a las estadísticas españolas, aparezcan madres que presuntamente «parieron» en España como primerizas con más de cincuenta años, en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta del siglo xx y no se investigue de oficio?
Estas preguntas me llevaron a investigar las adopciones irregulares y las identidades falseadas a partir de los primeros años del franquismo. Fue el momento en que se adaptaron leyes que permitieron inscribir hijos e hijas de madres presas y de familias represaliadas como hijos biológicos de otras madres afines al poder, hasta con tres años de posterioridad al parto real.
De mi investigación se desprende que la Iglesia colaboró de una manera decisiva en la represión a las familias contrarias al Régimen y algunas órdenes religiosas muy concretas participaron en el tráfico de bebés, y con el paso del tiempo se convirtió en un negocio de venta de bebés. Los acuerdos económicos se disfrazaron como limosnas y donativos. Mi objetivo era identificar a los actores de este sistema y describir cómo, con el transcurso del tiempo, convirtieron la represión en negocio.
La Ley de Amnistía 46/1977 de 15 de octubre fue redactada en unos términos, pero a lo largo de los años, se ha usado como Ley de Punto Final para seguir escondiendo, bajo la alfombra de la impunidad, hechos considerados por el Derecho Internacional como Delitos de Lesa Humanidad. Ya en democracia, sin embargo, las sustracciones siguieron hasta el cambio de las leyes de adopción de 1987 y 1996 y la Ley de Registro Civil de 2011 cuando, teóricamente, se consigue erradicar la trata de recién nacidos. Como ya he dicho, la Ley de Adopción de 1996 que da derecho a la persona adoptada a conocer su identidad marca el momento que pone fin a mi investigación.
El trabajo que sustenta este libro estudia la desaparición forzada de bebés en España desde una perspectiva histórica, antropológica y jurídica. Desde estas tres ciencias se ha tratado principalmente la represión a las madres republicanas y la adopción ilícita de sus menores, pero no se ha profundizado en las desapariciones forzadas y las defunciones falsas de bebés acaecidas en los hospitales o clínicas españolas. La realidad fue que la dictadura franquista ocultaba todos los contextos incómodos para el Régimen. Así, las víctimas, en lugar de verse como tales y denunciar y evidenciar los hechos, ocultaron su verdad para no ser marcados como enemigos del Gobierno y, con ello, sufrir las consecuencias.
Así, hasta llegada la democracia, en los libros, periódicos y revistas únicamente se podía leer la versión oficial. Solo recientemente se ha empezado a reescribir la historia española a partir de procesos de recuperación documental y oral. Documentos, fotografías y relatos guardados en el exilio por particulares, archivos internacionales y gobiernos autonómicos, especialmente el catalán y el vasco, en la clandestinidad del destierro o en lugares recónditos inaccesibles que solo las personas relacionadas sabían dónde estaban escondidos, han ayudado a evidenciar la crueldad de la guerra y de los primeros años de posguerra.
Las madres encarceladas con sus hijos e hijas que relataron su testimonio a sus familiares y a historiadores como Paul Preston o Ricard Vinyes han puesto de manifiesto la realidad hostil y represora que sufrieron, a veces con consecuencias letales como la destrucción de la familia a raíz de la separación forzada. Silenciar a la población no significó que se pudiese acallar el rumor de fondo en sus almas, ese rumor silente que marca el sufrimiento sin poder hablar más allá de la intimidad del hogar.
Las lenguas prohibidas —catalán, vasco y gallego— se seguían hablando de puertas para adentro, pero eso sí, se perdió mayoritariamente su escritura al no ser posible en ningún ámbito social ni oficial. Los abuelos y abuelas, entre ellos los míos, explicaron a los nietos y nietas cómo se vivía antes de la guerra, qué significó para ellos sobrevivir y cómo familiares que se fueron al frente no volvieron y nunca supieron qué ocurrió con ellos. Quizá les costó más explicar, por el dolor que les causaba, que en la cárcel les había desaparecido un hijo o una hija o se les había muerto por la falta de higiene y alimento.
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