Un corte limpio.
Por un instante no sintió nada.
Después el dolor se hizo insoportable y comenzó a chillar como una rata.
No obstante, se negó a contestar a las preguntas.
En vista de su negativa, Ahmed decidió aumentar la apuesta.
A continuación, tras colocarle un rudimentario torniquete por encima del codo del brazo derecho, una amputación quirúrgica a la altura de la muñeca separó la mano de su cuerpo.
Se trataba de ese tipo de herida que ningún cirujano, por bueno que fuese, podría suturar.
Al joven barbudo los ojos se le salían de las órbitas, la baba le chorreaba por la barbilla y se le aflojaron los esfínteres.
Pese a todo, persistió en su actitud, negándose a responder al insistente interrogatorio de su torturador.
Pero cuando vio cómo el matarife dirigía la mirada hacia su entrepierna, supo que había llegado el momento de contar todo lo que sabía con pelos y señales.
No estaba lo suficientemente preparado para sufrir una castración traumática en directo y sin anestesia.
Adoctrinado desde niño en la Madrasa para ser un mártir de la fe, dispuesto a entregar su vida por Al Qaeda, sabía que no llegaría a viejo.
Aunque jamás se le pasó por la mente que acabaría su paso por este mundo en el congelador de una carnicería halal.
Confesó entre dolorosos jadeos que el comando estaba compuesto por seis combatientes entrenados para morir matando.
Tenían previsto atentar desde varios frentes a la vez y en diferentes lugares contra la multitud que acudiría en masa a las fiestas patronales de la ciudad.
Dos de los componentes de la célula yihadista portarían chalecos bomba adosados al cuerpo que pensaban detonar al paso de las autoridades, mientras otros dos acribillarían a la multitud y cuando se les acabaran las balas apuñalarían al mayor número de infieles posible al grito de «Al-lahu-akbar».
Los dos restantes a bordo de sendas camionetas rebosantes de bombonas de butano se lanzarían contra la multitud antes de saltar por los aires.
Muestras inequívocas de una interpretación sui generis de los preceptos del islam, una religión de lo más pacifista según algunos se empeñan en hacernos creer.
Pero que los hechos, tozudos ellos, se encargan de contradecir a diario.
Para él, ahí acabó todo.
Ahmed necesitó unas cuantas horas para desmembrar el cuerpo y pasarlo varias veces por la trituradora industrial.
Fue depositando la pasta resultante en un cajón de plástico que apartó en una de las esquinas de la sala de congelación.
Tuvo que efectuar varios viajes para desembarazarse de los restos.
Optó por llevarlos a la escollera que servía de rompeolas situada al final del puerto comercial.
Allí donde los pescadores aficionados acudían a matar el tiempo con la esperanza de cobrarse algún pescado con el que pavonearse ante la familia y los colegas.
Por increíble que parezca, hubo peces, con una evidente pérdida del sentido del olfato, que no dudaron en darse un auténtico festín con los despojos del cadáver.
Por otra parte, algunos paseantes confesaron haber visto a un par de tiburones acercarse peligrosamente a la orilla.
Este detalle a Ahmed no le sorprendió demasiado, había leído en alguna parte que los escualos pueden oler la sangre a varios kilómetros de distancia.
Le quedaban apenas diez días para evitar una nueva matanza.
Horas más tarde se presentaron en la carnicería dos de los yihadistas radicales preguntando por el desaparecido.
—Estuvo aquí. Compró y se marchó —informó el carnicero sin pestañear.
Los barbudos con turbante no mostraron el menor asomo de sospecha, partieron sin despedirse en busca de su camarada.
El aspecto bonachón de Ahmed jugaba a su favor.
No obstante, este último memorizó sus rostros, grabándolos en su retina.
No tardarían en reencontrarse.
.
La antigua taberna, con solera para unos, mesón castizo para otros, había sido rebautizada como cafetería, con nuevo logotipo incluido.
«Cafetería CHIC» rezaba el cartel, para ser del todo exactos.
Una auténtica insensatez.
Otra más de las perpetradas en las grandes urbes diariamente con la excusa de tener que adaptarse a la globalización así como a los gustos de las nuevas generaciones.
Atónito, Rodrigo permaneció unos segundos inmóvil, sopesando la posibilidad de haberse equivocado de lugar.
En ese preciso instante se abrió la puerta y unos parroquianos uniformados abandonaron el establecimiento.
Aprovechó para colarse.
Automáticamente, casi todas las cabezas de los presentes se giraron al unísono para comprobar quién era el recién llegado.
—Uno de los nuestros —pensaron.
Acto seguido retomaron sus conversaciones.
A Rodrigo no dejaba de sorprenderle que a pesar de haber abandonado el cuerpo hacía ya bastantes años, aún adivinaran de un simple vistazo su condición de polizonte.
Paseó la mirada por el interior del bar hasta dar con la persona que estaba buscando.
Tomó asiento en el taburete contiguo al que estaba sentado su antiguo camarada.
—Un té verde —pidió cuando se le acercó el camarero—, con leche de soja —especificó antes de añadir señalando la copa vacía—, y también otro brandy para mi socio.
Una mueca de estupefacción se dibujó en el semblante de su vecino de barra.
—¿Té verde con zumo de judías? —atinó a murmurar, al tiempo que alargaba la mano para atrapar un puñado de cacahuetes de un cuenco de barro cocido situado sobre el mostrador—. ¿Tan mala está la cosa?
—Nada grave, consejo del médico —aclaró el recién llegado.
—¿Desde cuándo sigues los consejos de los matasanos? —insistió Pelayo Guerrero.
El exinspector de la brigada criminal podría haber sido Pelayo para los amigos, pero como hacía mucho tiempo que carecía de ellos, todos le llamaban don Pelayo o incluso alguno, inspector Pelayo.
La expresión lúgubre que a menudo reflejaba su semblante no ayudaba precisamente a considerarle el mejor compañero de juerga.
Desde siempre vestía un traje oscuro, a menudo arrugado, camisa negra con el botón cercano al cuello desabrochado y corbata a juego.
O sea, el atuendo perfecto para asistir a un funeral.
Para los cánones actuales, no era ni alto ni bajo, posiblemente rondara el metro setenta y cinco de estatura, aunque el cuerpo fibroso de su época juvenil se había convertido poco a poco en la bola de sebo que, en la actualidad, él paseaba por el mundo sin ningún tipo de complejo.
También el negro azabachado de la abundante cabellera de sus años mozos había degenerado como por arte de magia en una incipiente a la vez que imparable calvicie en la que destacaba por méritos propios la despoblada coronilla.
La visión de esta última dejó a Rodrigo descolocado.
Ya se sabe que las comparaciones suelen ser odiosas, pero la primera imagen que le vino a la mente fue la del