La expresión hostil en su mirada no dejaba lugar a malentendidos.
Y entonces, al comprobar que el segundo agente les apuntaba con la pistola de reglamento sin que le temblara la mano, el ademán desafiante de los componentes de la cuadrilla se desvaneció tan rápido como había aparecido.
En el último instante, viendo que la cosa iba en serio y presintiendo el peligro inminente, el grupo se echó para atrás, dio media vuelta y huyó a la carrera.
—Esto acabará mal —refunfuñó uno de los agentes.
Lo que había comenzado años atrás como un problema local, con el transcurrir del tiempo se había convertido en una emergencia nacional y a menos de poner remedio urgentemente estaba a punto de degenerar en epidemia continental.
Cuando en una fosa séptica calculada para veinte personas resulta que se ponen a cagar veinte mil, la instalación no suele tardar mucho en reventar.
Habrá mierda por todas partes.
No hay que ser físico o matemático para llegar a esa conclusión.
Simplemente se trata de hacer uso del sentido común.
—No te preocupes, ya falta menos —comentó su colega.
Esperaba pacientemente el día, por cierto que no tardaría mucho en llegar, en el que el gobierno de turno levantara la veda y permitiera a las fuerzas del orden, obviando sutilezas, disparar con fuego real.
Por supuesto él ya tenía decidido que apuntaría directamente a la cabeza.
Rodrigo se puso en pie, dio las gracias a los policías y se dirigió caminando lentamente hacia territorios más acogedores.
A medida que se alejaba, notó en la nuca la mirada de rechazo de la pandilla de maleantes que permanecían parapetados detrás de uno de los chaflanes de la plaza.
Tendría que volver uno de estos días para darles una lección que nunca olvidarían.
El ataque de tos le pilló por sorpresa.
Tuvo que apoyar la mano en uno de los decrépitos muros de la callejuela por la que se había internado para evitar dar con su cuerpo en tierra.
A continuación, a fuerza de voluntad siguió avanzando con pasos inseguros, mientras notaba un dolor desconocido.
No afectaba a una parte de su cuerpo en concreto, era algo más general, permanente, un tormento sordo difícil de describir e imposible de comprender para alguien que no lo haya experimentado nunca.
—Estoy jodido —pensó para sus adentros.
Asustado, muy asustado.
Y muy jodido.
Sabía que no podía rendirse a estas alturas, aún no estaba preparado para abandonar su cruzada.
Sacó fuerzas de flaqueza centrando sus pensamientos en sus ansias de venganza.
—Cáncer terminal —musitó uno de los policías señalando con la barbilla, mientras observaba de lejos cómo Rodrigo trataba de recuperar la compostura.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió su compañero, poniendo cara de pasmo.
—Los mismos síntomas que mi padre antes de fallecer hace tres años —aclaró el interrogado mirando con cara de lástima a la figura que se alejaba.
Parecía desolado.
—Lo siento —murmuró su colega.
—No te preocupes, ya lo he superado —dijo el agente haciendo un gesto de la mano para quitarle importancia—, espero que no tenga que pasar por lo que pasó mi viejo —añadió.
—¿Por qué lo dices?
—Pues porque los médicos mienten más que los abogados, que ya es decir —aseveró el agente, añadiendo a continuación—: Por ejemplo, una colonoscopia, «no se preocupe, es indoloro» te dicen con la mejor de sus sonrisas. Puede que a ti no te duela, capullo, pero a mí que me metan por el culo cualquier cosa por pequeña que sea, es algo que me va a traumatizar para el resto de mi vida.
—¿A qué viene eso?
—Tengo cita la semana que viene para hacerme una.
—Ahora comprendo tu enfado.
—Bueno, vamos a cambiar de tema —dijo el futuro conejillo de indias.
Pisó el embrague, puso la primera, pisó el acelerador y el vehículo policial abandonó la plazoleta.
A Rodrigo le costó llegar a su hogar algo más de lo habitual.
Notó que le temblaban las manos, las piernas y otras partes del resto del cuerpo que no supo identificar a primera vista.
Mal asunto para trastear con artefactos explosivos.
Tan peligroso o incluso más que dejar que te opere de fimosis un cirujano miope y con Parkinson.
Logró montar la cama y se acostó completamente desnudo.
Los cojines que hacían las veces de colchón no eran precisamente los más cómodos del mundo, sin embargo y pese a ello logró conciliar el sueño en apenas unos segundos.
.
Eran las diez y media de la mañana cuando Rodrigo Díaz de Vivar se colocó la peluca al tiempo que se caracterizaba para la ocasión.
Presentaba un aspecto descuidado aunque no desaliñado.
Cerró la puerta tras de sí y partió en pos de su nuevo objetivo.
El anciano apareció de improviso como surgido de la nada.
Tomó asiento en uno de los bancos oxidados por falta de mantenimiento de la plazoleta y depositó a sus pies un maletín de colores llamativos.
Con los nervios a flor de piel bajo una fachada de aparente tranquilidad, paseó una mirada con ojos inexpresivos por el entorno.
Deslumbrado por el sol, utilizó la mano como visera sobre los ojos.
Contó hasta una decena de tipos con mala pinta.
Un mosaico colorista.
Ciudadanos del norte del continente africano, algunos más claros que otros y otros bastante más oscuros que los primeros.
Todos malvados.
El que más y el que menos carne de presidio, delincuentes habituales, reincidentes, convictos y confesos que deberían estar entre rejas si los jueces no fuesen tan condescendientes.
Sin embargo, para él, carecían de cualquier tipo de inmunidad y la perversidad de sus continuos actos delictivos no era precisamente un atenuante.
En otras palabras, eran material desechable y perecedero.
A punto estuvo de darles el pésame por adelantado.
Porque puede que al anciano le asaltaran algunos sentimientos, pero quedaba meridianamente claro que el de compasión no se encontraba entre ellos.
Encontrar un ápice de empatía hacia el resto de la humanidad por parte de este amasijo de desechos humanos sería más difícil que localizar a algún vecino de Sodoma que conservara la virginidad anal.
Esta vez no le cogerían desprevenido, estaba convencido de que todo saldría bien y según lo previsto, pero por si acaso, se había preparado a conciencia para reaccionar como es debido en el caso improbable de que algo fallara.
Lanzarse al vacío sin red acarrea riesgos innecesarios, como por ejemplo romperte los huevos contra el suelo al caer.
Acarició la pistola que llevaba en el bolsillo.
No dudaría en utilizarla si la situación lo requiriera.
En el cargador de la misma había balas suficientes para acabar con todos ellos.