Este último consultó ostensiblemente su reloj de muñeca y, visiblemente alarmado, se levantó con no poco esfuerzo y abandonó el lugar con andares presurosos.
En ningún momento hizo ademán de recoger el maletín del suelo.
Para los allí reunidos, un regalo caído del cielo.
Se apretujaron frenéticamente unos contra otros mientras se empujaban entre insultos en un intento desesperado por ocupar la pole position.
Apenas el anciano dobló la esquina, los diez como un solo hombre, se abalanzaron al unísono sobre el objeto de sus anhelos.
El abuelo fue contando lentamente a medida que aceleraba el ritmo de sus pasos.
Y entonces, al llegar a veintitrés, escuchó la explosión a sus espaldas, algo que para ser sinceros no le cogió por sorpresa.
Estaba claro que más pronto que tarde eso tendría que ocurrir.
«La curiosidad tiene un precio, en este caso la muerte» pensó, parapetándose tras un humor ácido mientras dejaba aflorar una sonrisa al tiempo que levantaba el puño en un gesto triunfal dedicado a Mr. Miau.
Se escabulló discretamente antes de que alguien pudiera reparar en su presencia.
En ningún momento dio señales de arrepentimiento por lo que acababa de hacer.
El sentido de culpabilidad era para él una losa pesada que hay que ignorar cuando el tiempo que te queda de vida es limitado.
En el preciso instante en el que emergió del callejón para incorporarse al concurrido bulevar, se cruzó con un coche patrulla de la policía nacional que se dirigía velozmente haciendo sonar la sirena hacia el lugar del suceso.
El telediario informó de que los restos humanos, brazos y piernas cercenadas, cabezas decapitadas y cuerpos desmembrados irreconocibles que se habían recuperado en el lugar del atentado correspondían a nueve jóvenes varones originarios del Magreb.
¿Un ajuste de cuentas entre bandas rivales?
Para los investigadores, la conexión entre narcotráfico y el fanatismo terrorista había quedado probada en innumerables ocasiones.
El anciano, por su parte, se preguntó cuál de los diez era el que se había salvado.
Aunque, con un poco de suerte, puede que el décimo estuviera ingresado en la UVI del hospital más cercano a la espera de reunirse con sus compinches a la mayor brevedad posible.
Por supuesto, los medios de comunicación especularon con todo tipo de teorías a cual más inverosímil.
Y Rodrigo Díaz ni lo confirmó ni lo desmintió.
Simplemente permaneció en la sombra, ignoró las especulaciones y guardó silencio.
En cuanto a la opinión pública, la verdad es que había opiniones para todos los gustos, aunque la balanza se decantaba claramente por los que estaban a favor de devolver los golpes.
Y eso a pesar de que la crudeza de las imágenes mostradas no era apta para todos los públicos.
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Ahmed Cheurfi continuaba con su vida, compartiendo las horas del día entre su trabajo en la carnicería y las visitas diarias para ver los avances logrados por su hijo en la clínica privada especializada en traumatologías, en la que permanecía ingresado.
Todo ello pagado con el dinero de la valija sustraída en la mezquita.
Las continuas sesiones de rehabilitación que soportaba el adolescente lisiado, con entereza digna de elogio, tardarían meses, si no años, en conseguir que lograra caminar de nuevo sin la ayuda de muletas.
Para el carnicero halal, esa situación avivaba el odio visceral que le impedía dormir más de dos horas seguidas y, además, empezaba a ocasionarle serios estragos en su equilibrio mental.
No pasaba ni una sola noche en la que no soñara con llevar a cabo su venganza.
Necesitaba urgentemente encontrar un enemigo al que enfrentarse para no volverse loco.
Una conversación entre clientes de la carnicería, mientras esperaban ser atendidos, aportó la solución a sus deseos.
—Te digo que esos jóvenes barbudos están radicalizados —comentó uno de ellos.
—A saber qué estarán planeando. No paran de traer botellas de butano —añadió su acompañante.
—Algunas incluso son botellas de las grandes, de esas que se usan en las cocinas de los restaurantes —insistió el primero.
—Un continuo trasiego de gente desconocida. Dicen que varios de ellos han estado combatiendo en Siria e Irak —ilustró el segundo.
—Tan solo espero que no nos hagan saltar por los aires —concluyó el más rechoncho de los dos.
Parecían realmente preocupados.
Ahmed decidió tomar cartas en el asunto.
Aunque todavía no sabía cómo.
Y entonces, por una de esas casualidades que suelen darse en contadas ocasiones en la vida de una persona, tuvo un golpe de suerte.
Una mañana anormalmente tranquila en la que los clientes brillaban por su ausencia, apareció por la puerta del establecimiento un individuo con pinta de pertenecer al grupo que tenía atemorizados a los clientes que días atrás habían intercambiado comentarios en la carnicería.
Se trataba de un sujeto de lo más desagradable, alto, extremadamente delgado, barbudo, de mirada desafiante y alguien para quien cuidar de su higiene personal no parecía formar parte de sus prioridades.
En un instante la carnicería apestaba a una mezcla nauseabunda, compuesta a partes desiguales de humo de hachís, sobaco rancio y del peculiar hedor de pies desatendidos.
Ahmed tuvo que esforzarse para controlar las náuseas y no vomitar allí mismo.
Al asqueroso personaje, sin embargo, la peste que emanaba de su persona no parecía molestarle y quedaba claro, vista su actitud despreciativa, que la opinión del resto los mortales le traía sin cuidado.
Entonces Ahmed Cheurfi decidió actuar.
Fue un impulso repentino, nada premeditado.
Con un ardid improvisado logró atraer a la trastienda al recién llegado.
Apenas estuvieron fuera del alcance de las miradas de los escasos peatones que deambulaban por la calle en esos momentos, sin perder ni un segundo, asestó un fuerte golpe en la cabeza al desprevenido aprendiz de talibán.
Este ni siquiera intuyó el repentino ataque y en consecuencia no pudo hacer nada para evitarlo.
Cuando despertó minutos más tarde comprobó que estaba completamente desnudo y fuertemente sujeto con cuerdas a una silla metálica.
A pesar de todos sus esfuerzos, comprobó angustiado que le resultaba imposible zafarse de las ataduras.
La angustia dio paso al pánico al observar cómo el carnicero afilaba con gesto lento un hacha de considerables dimensiones.
—Tú y yo tenemos que hablar —dijo Ahmed mirándole directamente a los ojos—, vas a decirme todo lo que sabes —concluyó al tiempo que se desvestía de cintura para arriba.
—Estás muerto —amenazó el terrorista—. Tú y toda tu familia —puntualizó—, violaremos a tu madre, a tu mujer y a todos tus hijos —enumeró con una mueca desencajada.
Su mirada de reptil destilaba veneno.
Contrariamente a sus esperanzas, las amenazas no surtieron efecto.
Más bien todo lo contrario.
Nombrar a la