—¿Eras tú, Piloto? —Me cruzo de brazos.
—Ja-ja-ja —contesta con su tono de voz predeterminado: grave y un tanto mecánico—. Martha ha salido a hacer la compra. Ha dicho que te cuide. Muy… muy… muy… —tartamudear es uno de sus defectos de fábrica.
—Me voy a trabajar, Piloto. —Le doy un débil golpe en su cabeza metálica y semicircular para desatascarlo.
—Hoy hay avisos. Ten cuidado, Tristán. —Se desplaza sobre sus ruedas, acercándose a mí.
—Lo sé. Me lo han dicho en el Clan. Le rezaré al Dios de la Corona Ardiente. No sufras, Piloto. —Rio entre dientes.
—La ironía te matará. Ja-ja-ja.
—Adiós.
Me enfundo la chaqueta y salgo al exterior. El pregonero continúa paseándose por mi barrio como si estuviese a punto de descargar su arma contra alguien. Y tal vez no tengan permitido usar la violencia física —ese es el trabajo de los guardias y los soldados de la reina Matilde—, pero cada vez que se cruzan con algún renegado, no escatiman en reprobar con crueldad su existencia. Mi existencia.
Desprevenido, una pistola apuntándome a la cabeza me hace levantar la mirada y encontrarme otra vez con el odio del pregonero:
—¡Tu voluntad será sometida y arderás por no creer en la dicha del Dios de la Corona Ardiente!
Alzo las manos, protector. No sé por qué, pero noto que hoy el pregonero es capaz de dispararme a quemarropa con su arma; la que como mucho puede producirme un gran moratón, pero que me marcaría de nuevo con su pintura amarilla. De nuevo. Me llevo la mano a la mejilla y me doy cuenta de que no me he limpiado los restos. El pregonero se ríe de mí mostrando sus dientes brillantes como perlas y baja la pistola.
Al parecer, ha sido suficiente con un único disparo matutino. Los pregoneros solo llevan armas ofensivas para protegerse en los barrios más marginales, aunque nunca parecen tener temor alguno en lucir sus brazaletes rojos o alzar sus porras eléctricas y pistolas de pintura para hacer gala de su privilegiada posición de ígneos. Supuestamente es ilegal herir a un civil, sea de la condición que sea, a no ser que este provoque un altercado que, a juicio del pregonero, necesite de una buena descarga o un pistoletazo para reducirlo. Que sí, esas bolitas de pintura te provocan, como máximo, un doloroso cardenal, pero el objetivo de la pintura es marcar; etiquetar con su color a la persona. Avergonzarla por su condición. Además, esas manchas no se quitan ni con el más áspero de los estropajos.
Y todo esto por asomarme a la ventana.
El pregonero me observa detenidamente y me percato de mi error ante su escrutinio. ¡Cómo soy tan despistado! No llevo el brazalete amarillo. Si el pregonero decidiese dispararme ahora, entonces sí sería legal. Deslizo la mano hasta el brazo en el que debería estar pendida la identificación amarilla para los renegados.
Los libros de historia del país de Erain mienten, estoy seguro, sobre el inicio de la cruel división que nos mantiene separados y desesperados, alimentando un odio entre quienes piensan diferente que jamás debió de existir. Erain está dividido por ideologías y según a qué grupo pertenezcas, cambia tanto tu rango social como el color de tu brazalete. Es obligatorio llevar esta identificación para facilitar el control por parte del Gobierno sobre la sociedad y para que las personas puedan conocer tu condición enseguida y actuar en consecuencia. Nadie se libra de ser etiquetado; es una exigencia de la monarquía. Los renegados tenemos el color amarillo adjudicado para indicar que somos seguidores de la Diosa, traidores del país, repudiados, a quienes se nos permite vivir solo gracias a la “benevolencia” de la reina Matilde.
«Hay que ser un valiente para declararse renegado hoy en día», dice siempre Caleb, uno de los líderes de mi Clan; clandestino, pero activo a espaldas del poder ígneo. Y tiene razón. Seguro que seríamos más felices ocultando nuestra condición, fingiendo ser ígneos, pero decidimos luchar en pos de un mundo mejor. Y esa voluntad es superior a la resignación.
Sin tentar a la suerte, chasqueo la lengua como respuesta y me echo la capucha sobre la cabeza. El pregonero continúa con sus risotadas. Sin poderlo evitar, en un impulso que más bien es instinto, me llevo la mano al corazón. Me estrujo la chaqueta ahí donde su gruesa tela protege el órgano más vital y más agotado de todo mi cuerpo. ¿Por qué mi Clan está aguardando tanto para mandarme fuera de Cumbre? A este paso no cumpliré mi misión… y moriremos.
Ando rápido por las calles, esquivando al resto de ciudadanos del Barrio Arco Externo que, como yo, se dirigen cabizbajos a mendigar, a sus miserables trabajos o, simplemente, a respirar del aire tan contaminado. Intentando que mis pasos no se enreden, termino por chocarme contra otra persona. Enseguida le tiendo una mano, pero el hombre retira mi ofrecimiento bruscamente. Parece muy enfermo y casi todo su rostro es una costra de color gris: es un expirante. Alguien tan infectado por los milagros de la Diosa que su enfermedad es terminal, aunque no contagiosa y, pese a ello, son tratados como lo fueron siglos atrás los llamados leprosos. Alguien que no vale para la sociedad, según la reina Matilde. Los expirantes no tienen permitido pertenecer a ningún grupo ideológico, a veces son cazados como ratones y carecen de brazaletes con un único y cruel propósito: recordarles que no son nadie. Que son menos que un traidor como yo.
—Sigue tu camino.
Su contestación no me sorprende. La mayoría de expirantes no se mezclan con nadie, ya sea para bien o para mal. No quieren buscar más problemas de los que ya tienen. Aun así, yo nunca le niego la ayuda a una persona que la necesite. Incluidos los ígneos, con los que intento que el prejuicio no me venza. Continuo , apresurándome. Gorio, mi jefe, me va a matar por llegar tarde.
Sin embargo, no sé qué me incita a desviarme de mi camino para dirigirme hacia el centro, donde los pasos de la gente dejan de oírse y los aerovehículos, sesgando el viento y produciendo apenas un siseo gracias a sus avanzados motores, lo inundan todo.
Pero me hallo de pronto, como buen insensato, en el Barrio Arco Interno, hogar exclusivo para los ígneos y neutrales que han firmado el Vínculo. No muy lejos de la Frontera y del bar en el que trabajo, pero fuera de mi territorio; en uno en el que no se me permite entrar. La calle por la que vago está forrada con carteles de búsqueda y captura de las personas más perseguidas en todo el país de Erain: el Escuadrón Espino. Un grupo de enmascarados que en el pasado pertenecieron al Movimiento Nebulosa, la organización activista en contra del sistema y de la monarquía más importante de la historia conocida.
Hoy en día solo quedan cinco de ellos, y la fotografía de Belladona, su líder, es la que más destaca. Yo los admiro, y cuento sus hazañas a los borrachos del bar como si fuese un cuento para niños o como si ellos fuesen los épicos personajes de una película de superhéroes. Sin embargo, los ígneos me rodean por todas partes, y la emoción que me habría embargado como siempre, se esconde en un rincón. No puedo llamar la atención en un lugar rodeado por aquellos que me denunciarían al segundo de comprender a qué clase ideológica pertenezco. No sería descabellado que algunas divisiones pudieran mezclarse, pero ¿ígneos y renegados? Jamás.
No he dado media vuelta y ya imagino los gritos de Gorio cuando entre en su bar una hora tarde: «Tienes ganas de morir, ¿eh, Tristán?». Gorio me ha criado como un padre estos últimos años, pero no es lo que se dice una persona con tacto. Aunque yo tampoco lo he demandado. Desde aquel fatídico día en que mi vida cambió, quiero las cosas claras, aunque duelan. Ciertos rostros deformados por la repulsión se dibujan en mis recuerdos y sacudo la cabeza. Pero he debido invocar al mal karma, porque antes de poder salir corriendo de este barrio en el que no soy bien recibido, me topo con la mirada de Amaranta.
Hace dos años que no la veo y ha cambiado bastante. Su oscuro cabello ondulado le roza la espalda más allá de los omoplatos y sus ojos