Esquivo a varios guardias, internándome entre estrechas callejuelas o escondiéndome tras contenedores para alejarme lo más posible de ellos. Pasar desapercibido es lo que mejor se me da, aunque hoy no lo haya demostrado. Dar con un pregonero es mala suerte, pero encontrarse con un guardia resulta lo peor que le puede suceder a un renegado. Son violentos y desagradables. Siempre he pensado que algunos guardias se sienten acomplejados por los soldados, porque ejercer su profesión significa que no aprobaron en su día el examen para formar parte del ejército de la reina Matilde; su cometido ya no es proteger a la mandamás a nivel nacional, sino vigilar los barrios para mantenerlo todo a raya.
Llego a casa media hora después. Al menos, tardar tanto me descontará horas del castigo que me imponga Martha, la mujer que me acogió en su casa cuando todos me rechazaron hace cinco años. Incluso desde fuera de la casa, consigo escuchar lo loco que se está volviendo Piloto al intentar cocinar él solo. Alguien ha borrado la «X» amarilla de la puerta, gesto que me reconforta por dentro y me hace entrar en casa un poco más alegre:
—¡Ya estoy aquí! —grito para avisar de mi llegada.
—¿Qué haces aquí, Tristán? —La voz de Martha sale de la cocina.
Piloto, no me la vas a volver a jugar con una de tus grabaciones.
—Piloto, sé que eres tú. Te juro —avanzo casi corriendo hasta la estancia de la que se escapa un rico aroma a arroz—, de verdad que te juro, que como me estés engañando otra vez —hago una pausa dramática antes de entrar—, ¡te quitaré todos esos…! —Boto para entrar en la cocina, pero el golpe de un cucharón en el cogote me detiene.
—Tristán… —Esos iris negros, refunfuñones y severos, sí son los de Martha.
—¡Martha! —Abro los brazos, pero la mujer regordeta frunce los labios, da media vuelta y se dirige junto a Piloto que, a la vez que se ríe de mí, intenta remover el interior de una olla con uno de sus cuatro brazos metálicos.
—¿Te has escapado del trabajo?
—No, no, Gorio me ha mandado a casa.
—¿Tengo que preocuparme? —Martha no me mira, algo raro en ella.
—No, de verdad. Tal vez hoy esté más despistado y…
—¿Más despistado que de normal? —Qué mala es cuando quiere—. Anda, lávate las manos cinco veces, porque me da que hoy has limpiado los baños y…
Su frase vuelve a quedarse a mitad. Martha siempre me mira a la cara cuando habla y nunca se le queda una palabra en la boca por decir. Algo ocurre. Algo va a ocurrir… Y, de pronto, lo noto. Siento el calor bajo la planta de mis pies. Me observo las suelas de los zapatos, sin encontrar nada, y el pulso se me dispara. Niego con la cabeza para convencerme de que esto no va a suceder de repente, aunque ya lo supiese. Aunque me hubiese avisado mi Clan. Aunque el noticiario también lo hubiese alertado. Pero nunca nadie está preparado para el fin de la humanidad.
—¡Martha! —llamo a mi casera, mientras ella aguanta con los ojos anegados de lágrimas.
—Huye o quédate, pero hazlo rápido… porque vamos a morir —me dice con la voz quebrada.
Otro de los típicos pinchazos en el corazón, que suelen dejarme arrodillado contra el suelo, me ataca, pero esta vez me mantengo en pie con esfuerzo. Sin más palabras, subo a mi habitación. Me voy a marchar por fin. Es mi decisión. Mi misión. Mi cometido. Pero no sin antes ayudar a proteger esta casa en la medida de lo posible. Ha sido mi cobijo desde que me abandonaron, y no voy a dejar a Martha y a Piloto sin ayuda.
El cielo, que había amanecido despejado, se convierte en pocos minutos en una tormenta de lluvia y rayos que impactan contra la tierra con fiereza. La temperatura de la superficie continúa aumentando y , pese a encontrarme en un segundo piso, noto el calor como si estuviese dentro de una hoguera.
Cómo he sido tan tonto. Gorio me ha mandado lejos del bar para protegerme. Por eso Martha no me ha sostenido la mirada, porque si nuestro contacto hubiese durado más de tres segundos habría destellado tristeza, un sentimiento poco común en ella, y la habría pillado.
El rugir del cielo me devuelve a la realidad. Voy a tapiar la ventana con unas maderas que ya tengo preparadas desde hace tiempo, cuando un déjà vu me paraliza. Algo corta el viento, crepitando con ira. Su calor es asfixiante. Roba el oxígeno para alimentar su fuego. Y aunque las campanadas de la Iglesia Coronaria hace rato que han estado sonando, alertando a todo el mundo de que el fin de Cumbre está a punto de llegar, yo empiezo a escucharlas ahora. Sin embargo, ya nunca más avisarán, porque una bola de fuego —como la de mi pesadilla—, fiera e implacable, impacta y destroza el campanario sin piedad. La onda expansiva, aun estando tan lejos del objetivo, me desestabiliza y caigo de espaldas contra el suelo.
La Diosa ha llegado para salvarse… destrozando lo que queda de mi ciudad.
Me quedo anclada en el suelo. En sus ojos. Pero Quildo desliza sus dedos desde mi mano hasta mi brazo y me atrae hacia él, arrastrándome. A punto estoy de abandonar mi papel, la fachada que tanto me ha costado construir, para apartarlo de mi lado. Y aun a sabiendas de que realmente no me importaría exponerme, le doy la espalda a Tristán y me alejo. De nuevo.
¿Me odiará? ¿Le pedirá cada noche a la Diosa para que el primer ataque que impacte en Cumbre me dé de pleno? No creo en ella, ni en el Dios, ni en nada que se le parezca, pero sé que Tristán es capaz de lograr cualquier objetivo por muy surrealista o imposible que resulte. Como hacer que una bola de fuego me estalle en la cara.
No quiero que me odie.
Recordando de pronto que lo oculto en los pliegues de mi vestido, dejo caer el pañuelo amarillo. Un pregonero le ha disparado en la cara y encima va por ahí sin brazalete. Es la única ayuda que puedo brindarle. De momento.
El brazalete rojo se me ha resbalado hasta el codo y aprovecho la oportunidad para desasirme de Quildo. A veces me apena lo engañado que lo tengo, pero ayuda mucho a mantener mi pantomima como ígnea, —supuesta—sierva del Dios de la Corona Ardiente. Quildo me sonríe cuando me recoloco la tela en la parte superior del brazo y le correspondo con el mismo gesto. No es que se tome muchas licencias respecto a nuestra relación, pero cuando intenta tener un contacto físico afectivo más allá de cogerme de la mano me provoca náuseas.
Entrelaza sus temblorosos dedos en torno a un mechón de mi pelo y me obliga a forzar una sonrisa más amplia. Como no encuentra respuesta satisfactoria por mi parte, Quildo deja caer la mano y retomamos la marcha como si nada hubiese sucedido.
—No entiendo cómo el alcalde Ganz no ordena la eliminación total de los expirantes —dice mi padre, obviando la aparición de Tristán y subiendo el tono de voz para que Quildo pueda escucharle.
Cómo le gusta llevárselo a su terreno; comprobar que es una buena opción para convertirse en mi marido. Y mientras, deja a mi madre conmigo, intentando convencerme de que haga una boda por todo lo alto cuando yo ni quiero a Quildo ni pretendo casarme. Sin embargo, no me queda otra. Soy una ígnea, más concretamente, una mujer ígnea, por lo que me debo en cuerpo y alma a mi familia y, en un futuro, a mi marido. Y por supuesto, y siempre, al Dios de la Corona Ardiente. No todos los ígneos siguen estos preceptos tan antiguos y tradicionales. Algunas de mis amigas tendrán la posibilidad de estudiar y continuar destrozando el planeta en pos del avance tecnológico o reforzando y compartiendo las enseñanzas de nuestro Dios. Sea como sea, ninguna opción ígnea me resulta razonable, porque no es una opción, sino una imposición.
Un día más en esta ciudad opresora, pero un día menos. Un día menos desde hace ocho años.
—Tampoco pasa nada, ¿no? —Se me escapa, y mis padres y Quildo me miran pasmados—.