El Don de la Diosa. Arantxa Comes. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arantxa Comes
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788494923937
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puede ser apartar a los expirantes, a los que están demasiado infectados por los milagros. Hay que darles una vida digna hasta que termine.

      —Es gracioso, porque... ¿te has dado cuenta de que defiendes a la Diosa, a sus milagros naturales que supuestamente están en nuestro planeta para darnos vida, pero también estás intentando proteger a aquellos que la consumen?

      Aquel golpe noqueó a Ada que, por primera vez, titubeó. Por primera vez se quedó sin palabras. Su madre le había desarmado con un argumento que nunca había escuchado, que nunca nadie le había recriminado. ¿Era posible salvar el mundo protegiendo al depredador y a la presa? ¿Quién merecía justicia por sus actos y quién no?

      —Madre, casi todo el país está infectado. Solo unos pocos sobrevivimos intactos. Y todo es porque, desde hace décadas, el mundo que antes conocíamos comenzó a educar así a su sociedad, a abandonarla... —Ada carraspeó, pero su madre no la dejó continuar.

      —¿La herencia recibida? ¿Me vas a salir con esas, Ada? Porque también tengo respuesta para esos ataques morales y éticos tuyos. Yo estoy poniendo solución a una sociedad enferma y caduca. ¿Si no puedes construir un ordenador porque estás demasiado débil? Desechable. ¿Que no puedes ni sujetar una pistola para defender a tu país porque estás moribundo? Desechable. Si no eres capaz de medir el consumo de un elemento natural que nos pertenece a todos, mereces ser castigado por retrasar el progreso de la sociedad.

      —No voy a dejar de luchar por aquellos a los que tú y padre estáis asesinando.

      —Mi objetivo es encontrar a vuestra Diosa y hacerla desaparecer. No importa cómo se presente en la Tierra, la apuñalaré a ella y a sus seguidores hasta que la misma naturaleza se postre a mis pies y sea mía para siempre. Así que cuidado con lo que cuentas por ahí, Ada. Continúa estudiando y buscando ese dichoso Mapa que me conducirá hasta la Diosa. —Ada fue a protestar, pero la consiguiente amenaza de su madre zanjó de golpe la conversación—: No querría que les sucediese nada a tus hermanas.

      Ada metió las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta y se marchó por donde había venido. Johan la miró de reojo, mientras la perseguía unos pasos por detrás. Solo era una niña de trece años atrapada junto a una inteligencia prodigiosa, que estaba infravalorada . En su fuero interno ya palpitaba la guerrera en la que se convertiría.

      —Johan, ¿sabes cuánto tiempo tarda la Diosa en destruir a la humanidad entera?

      

       Escucho cómo rasga el aire en un profundo zumbido. Siento el calor y luego la onda expansiva de una bola de fuego impactando cerca de mí, mientras yo, imperturbable, contemplo las líneas trazadas en el Mapa. Sorprendentemente, el movimiento sísmico no me desequilibra; ni siquiera lo ha hecho la propia onda. No siento la urgencia de esconderme porque, al fin y al cabo, queda poco para fin de la humanidad . Es inevitable. Así que espero a que los mares me ahoguen.

      Despierto de sopetón. Me incorporo con las frías manos aferradas en torno al cuello. Menos mal que me percato a tiempo de que me encuentro en mi habitación, porque si no, habría gritado de puro terror. Entierro el rostro entre las sábanas, viejas y sucias, con los ojos enrojecidos y empapado en sudor. Me mantengo en esta posición, muy quieto, hasta que las campanadas de la Iglesia Coronaria me avisan de que es mediodía. Y después el despertador.

      Llego tarde a trabajar. Otra vez.

      Aprieto el botón que detiene el insoportable pitido del infernal aparato, incorporándome. Llevo puesta la ropa de ayer. No me va a dar tiempo ni a cambiarme de camiseta. Todavía con un nudo en la garganta, abro las ventanas. El viento fresco del invierno me golpea el rostro y tiemblo. Siento el sudor congelar mis extremidades y la somnolencia huir junto con el calor. Tengo que escapar de Cumbre, la ciudad condenada a muerte. Se me agota el tiempo, pero mi Clan aún no ve necesaria mi partida.

      Se me agota el tiempo, literalmente. Me llevo una mano al pecho, inquieto.

      Apoyo los antebrazos en el marco de la ventana y me permito unos minutos más de soledad, vagando con la mirada entre las diferentes cúspides de los monstruosos edificios del centro de Cumbre. Los remates coronan la ciudad de mil formas distintas: circulares, cónicos, rectangulares… Pero ninguna construcción es más colosal que la de la Iglesia Coronaria, cuyo campanario de gruesa y pálida piedra siempre contrasta con el metal, el cristal y el mármol o granito plateado y negro del resto de edificaciones. Un edificio destinado únicamente a aquellos que más privilegios y libertades ostentan en el país de Erain, los ígneos. La última campanada reverbera en mi interior como si mi mismo corazón fuera una campana gigante tañendo sin control, removiendo mis entrañas.

      Intentando contener la aversión que trepa hacia mi garganta para unirse a la agonía y juntas estrangularme, hago ademán de volver a mi cuarto, pero el pregonero de las doce pasa justo ahora y no puedo evitar atenderle, mordiéndome la lengua con fuerza para no chillar de rabia. Mi estado más natural de masoquismo, desde luego.

      —En verdad, la culpa la tenéis vosotros. —Se me escapa, volviendo a apoyar los brazos en la repisa, aguardando a que el pregonero recite la enseñanza ígnea diaria.

      —¡En nuestro Señor Poderoso hallaremos la bendición! Con gratitud nos expandiremos por los mares, las arenas y los cielos. Arrodillaos y alzad las manos. El sacrificio nos hará uno. ¡Somos amados por el verdadero Dios de la Corona Ardiente!

      Noto el sabor de la sangre allí donde mis colmillos se hunden, aplacando la tentación de gritarle al pregonero que deje de vociferar tanto odio. El despiste me vale para ganarme una serie de pistoletazos de bolas de pintura amarilla, pero que no dan en el blanco, sino que estallan a pocos centímetros de mi rostro, contra la fachada de mi casa.

      —¡Y tú formarás parte de la Criba más importante! ¡Renegado! ¡Desertor de la sabiduría universal! ¡Tú y tu Diosa os pudriréis en el infierno, esperando por una redención perdida!

      Me lamo el labio superior con una sonrisa incrédula. Los restos de la pintura que han impactado cerca de mí resbalan como lágrimas por mi mejilla. Reacciono al instante, abandono mi puesto y bajo al piso inferior como si no existiese un mañana. Abro la puerta principal, dispuesto a medir fuerzas, pero el pregonero ya no está. Ha huido como buen cobarde que es.

      Intento recuperar el aliento perdido. Me giro hacia la puerta y me topo con una gran «X» de color amarillo marcándola, aún con la pintura fresca chorreando como ríos de rencor. Señalándome.

      Cierro de un portazo para reprimir la rabia que siento hacia la facción ígnea. No puedo entender cómo una ideología que proclamaba basarse en la cooperación, el respeto y el avance tecnológico sostenible, ha podido ser corrompida por varios —y secundado su cambio por muchos—para convertirla en la secta más opresora de Erain… O, al menos, de lo que queda del país. Los ígneos, devotos del Dios de la Corona Ardiente, gozan de los mayores privilegios sociales, abogan por la sobreexplotación de recursos naturales —la Tierra está a nuestro servicio, y no al revés, según ellos—y luchan contra la Diosa: mi creencia.

      Rindamos culto al Dios de la Corona Ardiente. Omnipotente e incuestionable. Así definen la mayoría de los ígneos a su líder divino, del que se sospecha que es otra invención del sistema para someter al pueblo; para engañarlos a través de la fe. Despreciable. Es la única ideología practicable en el país. Cualquiera diferente es motivo de traición y muerte. Y en este punto me encuentro yo, porque soy partidario de la Diosa, la corriente espiritual prohibida en Erain. Nos permiten vivir, pero en una situación de amenaza y pobreza constante, etiquetados con el nombre de renegados.

      —¡Tristán! —Su voz aguda se me clava en los oídos como un taladro.

      —¿Qué, Martha?

      —¿Ya has provocado al pregonero? —La escucho cada vez más cerca.

      —Si