En el análisis de esta forma de reconocimiento Honneth introduce la diferencia entre “reconocimiento jurídico” y “valoración social”. La valoración social, a diferencia del reconocimiento jurídico, admite grados; presupone un sistema de referencia evaluativo que informa sobre la valoración de determinadas cualidades y capacidades. Esto permite comprender y analizar las diferencias en cuanto a los reconocimientos materiales que reciben las diferentes actividades productivas, o las diferentes profesiones, en su situación actual y en su conformación socio-histórica. Esta distinción, introducida a finales del siglo XIX, constituye para Honneth uno de los ejes de las discusiones actuales de las ciencias jurídicas.
El reconocimiento de los derechos que tiene un hombre por su calidad de persona no admite grados. Pero, ¿cuáles son esos derechos? La respuesta a esta pregunta depende de los contextos sociohistóricos, y esto es lo que se va traduciendo en el reconocimiento jurídico en cada sociedad. Por eso, justamente, la manera en que se aplica ese reconocimiento jurídico en cada situación empírica en las modernas relaciones de derecho es “uno de los lugares en que puede tener lugar la lucha por el reconocimiento” (p. 139).
3) La tercera forma de reconocimiento es la solidaridad. Los sujetos humanos más allá del amor y del reconocimiento jurídico necesitan una valoración social que “les permita referirse positivamente a sus cualidades y sus facultades concretas” (p. 148). El sujeto necesita experimentarse como valioso para servir a fines colectivos, para ser útil a la sociedad. Honneth avanza más allá de los planteos a los que había llegado Hegel con su concepto de eticidad y Mead con su idea de una división democrática del trabajo. En él, la solidaridad tiene una expresión a la que llama “postradicional” y la identifica con la “autoestima” (p. 156).
Las relaciones no son “solidarias” porque despiertan la tolerancia pasiva de las diferencias sino porque permiten apreciar las diferencias como capacidades y cualidades “significativas para la praxis común”:
Las relaciones de este tipo deben llamarse “solidarias” (…) pues solo en la medida en que yo activamente me preocupo de que “el otro” pueda desarrollar cualidades que me son extrañas, pueden realizarse los objetivos que nos son comunes. (p. 159)
Las formas del menosprecio
Como la experiencia del reconocimiento es algo que la imagen de sí mismo recibe de otro, esa imagen está expuesta también a no recibirlo. A esto le llama Honneth la experiencia del “menosprecio”, un tipo de lesión que puede “sacudir la identidad de la persona en su totalidad” (p. 160).
El menosprecio es justamente la privación del reconocimiento. Como Honneth diferenció tres modos de reconocimiento, puede distinguir tres modos de menosprecio:
Un interesante aporte de Honneth está en poner en relación los sentimientos, la experiencia del menosprecio y nuestros saberes morales.
El menosprecio se registra como dolor, no en el plano físico sino en el plano psíquico; este dolor motiva y da impulso a la lucha por el reconocimiento:
Yo querría presentar la tesis que esta función (de conducir a la acción, a la lucha) pueden cumplirla las reacciones negativas de sentimiento, tales como la vergüenza, la cólera, la enfermedad o el desprecio; a partir de ellas se coordinan los síntomas psíquicos por los que un sujeto consigue conocer que de manera injusta se le priva de reconocimiento social. (p. 165)
En este caso, Honnet se apoya en la concepción de los sentimientos de la psicología de John Dewey. Sintéticamente, Dewey concibió que los sentimientos positivos “tales como la alegría o el orgullo” emergen cuando la acción (interior o exterior) puede ser llevada a cabo según se la previó. En cambio, los sentimientos negativos “tales como la cólera, la indignación o la tristeza (…) (surgen) en el momento en que uno no encuentra el desenlace planeado de una acción” (p. 166).
A su vez, la perturbación en el desarrollo de la acción se puede deber a expectativas de éxito instrumental o de comportamiento normativo. En el primer caso estamos en presencia de perturbaciones “técnicas”; en el segundo, de perturbaciones “morales”.
Dentro de las perturbaciones morales distingue dos casos: a) la acción se frena a causa de que el sujeto viola una norma, entonces surge la culpa; b) la acción se frena a causa de que el sujeto es víctima de que otro viola una norma, entonces surge la indignación. La culpa y la indignación son sentimientos que nos permiten tomar contacto con nuestro saber moral.
Pero el sentimiento en el que Honneth encuentra el motor para la lucha por el reconocimiento es la vergüenza, que es un sentimiento más complejo: en él no está determinado de antemano si el sujeto se siente activo o pasivo frente a la violación de la norma.
En la vergüenza se puede reconocer una primera fase en la que el sujeto registra un desplome del propio valor: “se experimenta como de menor valor social de lo que previamente había supuesto” (p. 168). En la escena psíquica del sujeto que experimenta vergüenza aparece un yo que siente vergüenza frente a otro (real o imaginario) y también un yo-ideal lesionado.
En la segunda fase, el sujeto puede inculparse a sí mismo por la lesión de su yo-ideal. Pero también puede sentir que la culpa de su lesión es del otro; en este caso el sujeto “se siente oprimido por una sensación de falta de propio valor, porque sus compañeros de interacción han violado normas morales cuyo mantenimiento le había permitido valer como persona que desea conformarse a su yo-ideal”. Es en este caso que aparece la potencialidad de la vergüenza como motor de la lucha por el reconocimiento y se desata una “crisis moral en la comunicación, porque se han frustrado expectativas normativas que el sujeto activo creyó poder depositar en la predisposición al respeto por parte del otro” (p. 168).
La lucha por el reconocimiento en el aula
Trataré de mostrar cómo esta caracterización hace Honneth nos ayuda a entender algunas dinámicas de relación entre docentes y estudiantes al interior de las escuelas al pensarlas desde la lucha por el reconocimiento.
Para esto, me serviré de una escena observada en septiembre de 2008 en una escuela secundaria pública de Villa Gesell1. Analizaremos una situación entre una docente y una alumna en una clase de Prácticas del Lenguaje. En esta escuela, en muchos casos, los alumnos son la primera generación familar en transitar la escolaridad secundaria.
En esa clase la docente tomaba una evaluación, ya pautada, sobre un libro que habían leído y trabajado. La profesora circulaba por los bancos repartiendo las hojas de la prueba y en un momento se encuentra con una alumna (supongamos que de apellido Acosta), que había estado ausente varias clases, la mira y mostrándose sorprendida de su presencia le dice: “¡Quién tenemos acá! ¡Una aparición!”. La profesora no le da la hoja ya que no la podía evaluar, por sus ausencias.
Más adelante en la clase la alumna dice que está aburrida, y la docente le contesta: “Y… sí, ahora vas a estar aburrida, tus compañeros están haciendo la prueba y vos tenés que esperar”.
Luego de transcurrida más de la mitad de la clase la profesora toma lista y al finalizar se da este diálogo:
Alumna: —¿Y yo? Acosta no dijo…
Docente: —No, no dije (en un tono más bien bajo, como al pasar).
Alumna: —¡Qué mala onda…!
Docente: —¿Quién? (en voz mucho más alta).
Alumna: —Acosta.
Docente: —No, ¿quién “mala onda”? (en el mismo tono alto)
Alumna: —Yo
Docente: —[No dice nada; hace un gesto que (creo) se podría interpretar “ahora sí”,