Esta situación está descripta con mucha lucidez en “Entre muros”, película francesa muy cercana a un documental, de 2008, dirigida por Laurent Cantet. Souleymane es un típico “invasor”, que reiteradamente tiene problemas de relación con sus profesores. En una situación en el aula en la que unas alumnas se han sentido ofendidas por el profesor se da el siguiente diálogo:
Souleymane: —¿Cómo les va a hablar de ese modo? ¿Qué tiene en la cabeza?
Profesor: —¿Tú vas a decirnos cómo hay que hablar a las chicas? Tú siempre insultas a todo el mundo, pero no hay problema contigo, ¿verdad? ¡Demuestra un poco de respeto a los profesores!
Souleymane: —¡Yo lo respeto si quiero!
Esta secuencia va escalando en agresiones mutuas hasta que el alumno se va intempestivamente de la clase frente a la impotencia del profesor para retenerlo y deriva en una crisis institucional importante en la que intervienen otros actores de la escuela. Estas situaciones y otras equivalentes ponen a prueba el optimismo de los docentes para seguir pensando que los Acuerdos de Convivencia son un camino posible.
Sin embargo, si bien podemos decir que Souleymane es un “invasor” en el sentido de Dubet, también podemos decir de él que es un alumno “emancipado” en el sentido de Jacotot/Rancière (2003). Estar emancipado es lo contrario de estar atontado. Estar emancipado es “ser consciente del verdadero poder del espíritu humano”. El hombre emancipado se sabe igual a todos los hombres, y sabe que no existen jerarquías en la capacidad intelectual ya que todos comparten la misma potencialidad de inteligencia. Inteligencia y espíritu son lo mismo para Jacotot. En palabras de Rancière: “Es la toma de conciencia de esta igualdad de naturaleza la que se llama emancipación”. Todos los seres humanos, por participar de una comunidad de hablantes, entran en contacto con ese espíritu, esa inteligencia. Souleymane ha aprendido esto por sí mismo, sin maestro explicador. Cito a Rancière:
Lo que a nosotros nos interesa es la exploración de los poderes de todo hombre cuando se juzga igual que todos los otros y juzga a todos los otros como iguales a él (…) El ser racional es ante todo un ser que conoce su potencia, que no se engaña sobre ella. (2003, p. 34)
La democratización de las instituciones es un desafío permanente. Puede ser un horizonte si la analizamos sin un optimismo ingenuo. La democracia, como analiza Rancière en El odio a la democracia, es el gobierno en el que gobiernan los que no tienen ningún mérito para gobernar. No está garantizada por ninguna forma institucional ni garantizada por ninguna necesidad histórica:
No está confiada más que a la constancia de los propios actos. La cosa tiene con qué suscitar el temor, luego el odio, en los que están habituados a ejercer el magisterio del pensamiento. Pero en los que saben compartir con no importa quién el poder igual de la inteligencia, puede suscitar por el contrario, el coraje, luego, la alegría. (2012, párrafo final)
Si no queremos repetir con una ingenuidad a destiempo el optimismo de la Modernidad, cuando nos proponemos avanzar en la gestión democrática de las escuelas secundarias necesariamente en un momento nos topamos con la necesidad de profundizar acerca del sentido y de las posibilidades de gestionar la convivencia mediante los Acuerdos Institucionales de Convivencia.
En la vida de Paul Ricœur hay una situación que muestra maravillosamente bien lo que estoy tratado de argumentar en este apartado. Si bien en este caso el ejemplo es sobre la convivencia en al ámbito universitario, la tensión entre la enseñanza masiva y la enseñanza de calidad es exactamente la tensión que atraviesa nuestro sistema secundario. En su Autobiografía Intelectual cuenta Ricœur:
Mis años en la Sorbona, entre 1956 y 1967 me dieron también mucha satisfacción: enseñar lo que se llamaba entonces filosofía general a estudiantes de diferentes niveles no me desagradaba, a pesar de la dificultad creciente de mantener un frente de enseñanza y la investigación (…). Pero si la enseñanza no era fuente de inquietud, no sucedía lo mismo con la institución universitaria que resultó ser cada vez menos capaz de hacer frente a la explosión demográfica y de crear las modalidades de enseñanza requeridas por la discordancia entre una enseñanza masiva y una enseñanza de calidad. Veía venir la catástrofe. (…). Elegí entonces en 1967 abandonar La Sorbona y participar en la creación de una nueva universidad ubicada en Nanterre en el suburbio oeste de París, con la esperanza de que el tamaño de la institución permitiera instaurar relaciones menos anónimas entre docentes y estudiantes, según la antigua idea de la comunidad de maestros y alumnos. Los esfuerzos sinceros hechos en este sentido no impidieron que la revolución estudiantil estallara precisamente en Nanterre. La razón tal vez haya sido que esta universidad era percibida por los grupúsculos revolucionarios como el eslabón débil de la cadena institucional. Creí al principio, como lo demuestran mis artículos para el diario Le Monde (9-12 de junio de 1968), que la universidad tenía recursos para hacer frente a este ataque. Sin haberlo deseado acepté ser elegido decano de la facultad de Letras, e intenté resolver los conflictos con las únicas armas de la discusión. Pero el ataque no se limitaba a los defectos de la institución sino que se extendía a su principio mismo. Fracasé en mi misión de pacificación. Atribuí mi fracaso menos a la naturaleza detestable de los ataques dirigidos contra mí a través de mi función que a los conflictos no resueltos en mí mismo entre mi voluntad escuchar y mi sentido casi hegeliano de la institución. (pp. 45-46)
Sobre estos mismos hechos hay una apasionante descripción en la extensa biografía de Ricœur escrita por François Dosse (2013). Presenta el testimonio de un alumno de Ricœur que se expresa en estos términos:
Asistí a su primer curso en Nanterre. Lo que era formidable para nosotros como estudiantes era finalmente poder hablarle. En la Sorbona, había que hacer una disertación para hablar con él. En Nanterre, íbamos a almorzar con él al comedor universitario. (p. 410)
Es en 1969 cuando Ricœur es elegido por el consejo de gestión como decano, en plena crisis institucional:
Si bien está lejos de estar complacido con esta propuesta, Ricœur sin embargo no quiere escapar a las responsabilidades de asumir. Es el único de los elegidos que tiene detrás de sí tal capital de confianza. Sus tomas de posición a favor de la renovación de la universidad así como su participación activa en el movimiento actúan a favor de una aceptación de esta posición de poder. (p. 442)
Puede apreciarse en Ricœur una “dialéctica delicada de la reforma y de la revolución”, que es “lo que constituye la utopía de Ricœur (…) una manera de ser reformista osado para seguir siendo revolucionario”.
Más adelante Dosse cuenta una anécdota muy significativa de estos años que lo tienen a Ricœur como protagonista:
Mientras asume sus responsabilidades de director administrativo, Ricœur continúa con su enseñanza. Un día, cuando acaba de asumir sus funciones de decano, llega al anfiteatro para dictar su curso de concurso de cátedra sobre la noción de Estado en Hegel, y descubre en letras mayúsculas en el pizarrón: “Ricœur, viejo payaso”. “Me encuentro con esta inscripción y la dejo pasar, pues es a la vez verdadera y falsa. Lo que es falso es que se me desacredite ridiculizándome”. Pero recuerda que, en Shakespeare el payaso es el loco que le dice la verdad al rey. De allí obtiene la lección de conservar una distancia irónica con respecto a su propio papel. (p. 443)
Los reclamos van escalando en radicalización y violencia pero Ricœur, con una disponibilidad inclaudicable al diálogo, va erosionando las provocaciones y al final de 1969 la institución parece “definitivamente solidificada (p. 443).
Sin embargo, a comienzos de 1970, retornaron los reclamos estudiantiles en una escalada de mayor radicalización y violencia con las autoridades y entre los mismos estudiantes. En febrero de ese año Ricœur, delicado del corazón, sufre un problema cardíaco que lo obliga a estar quince días fuera la universidad. La escalada de violencia aumenta hasta tal punto que concluye con la policía en el campus de Nanterre. Luego de esto, en marzo de 1970, Ricœur renuncia. El fracaso en su gestión de decano le costó el descrédito