Secuestrados a medianoche. Victoria Duarte. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Victoria Duarte
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789877984026
Скачать книгу
país, pero antes de poder organizarse con solidez, ya estaban envueltos en una guerra civil. Al principio, el FNLA se unió a la UNITA, pero muy pronto las disensiones internas llevaron al quiebre de relaciones y la UNITA, dirigida por el General Jonás Savimbi, continuó sola en su objetivo de derrocar al Gobierno comunista del MPLA para instalar un gobierno democrático. Desde su base de operaciones en el sudeste de Angola, los guerrilleros se dispersaron en la zona sur con el propósito de avanzar hacia el norte y lograr el control del país. En el tiempo en que ocurren los hechos de este libro, la UNITA poseía su base en la frontera sur con Zambia y controlaba más o menos un tercio de Angola.

      Mientras el terrorismo asolaba al país, la situación de los misioneros se volvía cada vez más difícil. Las fuerzas independentistas se instalaron en las misiones, amenazando al schindelle (hombre blanco), obligándolos a huir por sus vidas.

      Para colmo, la Misión Adventista del Bongo –fundada en 1929– se encontraba, literalmente, atravesada por aquella guerra civil: estaba ubicada en la división de ambos bandos.

      Pese a los esfuerzos y la paciencia de los misioneros, su primer éxodo se produjo en 1975. El anciano doctor Parsons y su hijo permanecieron hasta último momento y –por medio de un hábil truco– lograron abandonar la Misión en la misma avioneta que había salvado cientos de personas en esas regiones remotas.

      La Misión del Bongo se mantuvo con vida gracias al trabajo de enfermeros nativos, quienes durante los siguientes cinco años se encargaron de tratar a los enfermos de la mejor manera posible, sin médicos y con los pocos conocimientos que tenían. En 1980 llegó el joven doctor Ferrán Sabaté con su esposa, una enfermera obstetra. A pesar de la peligrosa situación, asumieron la dirección del hospital con una postura política estrictamente neutral: su único objetivo fue aliviar el sufrimiento de la gente del lugar. En febrero de 1981 llegó la enfermera Victoria Duarte, quien brindaría apoyo profesional.

      La historia de Secuestrados a medianoche fue grabada en casetes por Victoria poco tiempo después de su liberación, y retrata la realidad del trabajo misionero entre un pueblo que sufre las consecuencias de siglos de opresión colonial, seguida de una impiadosa guerra civil. Y muestra, también, el cuidado de Dios sobre aquellas personas que confían en él.

      Por los valiosos consejos, por la detallada información e indicaciones, así como su aporte para el prefacio, agradecemos a Erich Ammelung, a Pierres Lanares, a Edwin Ludescher, a Herbert Stoeger y a Jean Zurcher.

      Pr. Reinhard Rupp, exdirector de la Casa Editora Saatkorn Verlag

      Llegada y despedida

      Había sido un día intenso de trabajo en el hospital. Luego de la última vuelta por los cuartos y dar indicaciones a los enfermeros nativos que tomaban la guardia, pude ir a casa para descansar. Una vez allí, me instalé cómodamente y me puse a revisar el programa del Día de la Madre que habíamos postergado para el 13 de junio: la historia de un “hijo pródigo moderno” se adaptaba muy bien para ser representada por nuestros talentosos jóvenes africanos.

      En ese momento, llamaron suavemente. Aún sumergida en mis pensamientos, abrí la puerta. Alguien que estaba apoyado contra la entrada casi me atropella mientras ingresaba abruptamente al salón. Ahogué un grito al reconocer a uno de los jóvenes estudiantes del seminario que –temeroso– hacía señas para que guardara silencio. Cerré suavemente la puerta detrás de él y, casi en un susurro, le pregunté qué sucedía.

      –Los soldados vienen esta noche –respondió con miedo reflejado en sus ojos–, recibieron autorización de tomarnos a todos para el servicio militar; tendremos que escondernos hasta que se vayan. Algunos colegas huyeron al bosque o se ocultaron en la casa abandonada del fondo. Con otros compañeros pensamos escondernos en la que está vacía, aquí al lado.

      Yo tenía las llaves de aquella vivienda, así que, después de salir por la puerta trasera –intentando pasar desapercibida– y encerrarlos, les recomendé que guardaran silencio.

      El clima de preocupación aumentó al día siguiente, cuando nos enteramos de la captura de sesenta jóvenes en una de las aldeas vecinas. Eso significaba que, luego de una escasa preparación, serían enviados al frente de batalla. La pesquisa simbolizaba un duro golpe para el seminario, que debía suspender las clases por tiempo indeterminado.

      Para colmo, los militares no se quedaron convencidos con la desaparición de los jóvenes que había dejado en la casa de al lado: sabían que estaban escondidos en algún lugar, pero no tenían autorización para entrar en los hogares, así que pusieron centinelas en diferentes puntos de la zona con el fin de atrapar al primero que apareciese.

      Desde un principio, quedó claro que sospechaban de mí: al día siguiente de que los jóvenes desaparecieran, un soldado se instaló justo frente a mi casa. Con el paso de las horas, la tensión se agudizó; de pronto, parecía que formábamos parte de una película policial.

      Temprano en la mañana, después de atender a mis amigos por la puerta de atrás, vestía mi uniforme y, simulando la más absoluta inocencia, pasaba delante del soldado que me miraba con evidente desconfianza; lo saludaba con amabilidad y seguía rumbo al hospital, rogando a Dios que mis vecinos no hiciesen demasiado ruido. Ellos, por su parte, espiaban la escena –nerviosos– a través de las cortinas.

      Con esas dificultades, alimentar a mis amigos sin ser vista era una obra que requería suma cautela. A veces intentaba comunicarme con ellos a través de golpecitos en la pared: cuando oscurecía, pasaban a mi vivienda en secreto, cenábamos e intercambiábamos palabras de ánimo. Aparte de mí, nadie conocía su escondite.

      Los soldados permanecieron toda la semana en las cercanías del seminario. Pero los alumnos no eran los únicos sobre los que se sentía la amenaza: temíamos por los jóvenes enfermeros que también podían ser apresados. Lo primero que preguntaba cada mañana al ingresar al hospital era si todos estaban allí. Aún perduraba fresco en mi memoria el sábado 1º de abril, cuando uno de nuestros colaboradores trajo la estremecedora noticia de que catorce trabajadores del hospital habían sido apresados y transportados en un camión militar, con destino incierto. Aquel día, el doctor Ferrán Sabaté se dirigió de forma inmediata a la policía para obtener algún tipo de información. La explicación que recibió solo aumentó el sentido de impotencia: “Estamos en guerra, y estas acciones tienen una causa política”.

      Estábamos profundamente preocupados. La Misión parecía sin vida, y en nosotros crecía el miedo por el resto del personal. Llena de tristeza, me encerré en la pequeña biblioteca para llorar y orar.

      A su vez, con el fin de presionar a las autoridades, cerramos el hospital y solo atendíamos las urgencias, mientras el doctor Sabaté se ocupaba de negociar la libertad de nuestro personal.

      Poco tiempo después llegaron rumores sobre los prisioneros. Decían que eran colaboradores del grupo de oposición al Gobierno, la UNITA. Si eso era verdad, nuestra situación podía volverse realmente complicada. Sin embargo, cuatro días después los liberaron de la misma forma intempestiva en la que habían sido capturados. Las nuevas de su liberación se expandieron como pólvora en el aire y, cuando el camión los trajo de vuelta, más de quinientas personas de las aldeas vecinas les dieron la bienvenida con cantos y danzas típicas africanos. Los jóvenes estaban flacos y asustados, pero –gracias a Dios– libres y con buena salud.

      Un tiempo más tarde, el 7 de junio, la Misión se preparaba para recibir al pastor brasileño Ronaldo Oliveira, quien llegaría en cualquier momento con su familia. Me alegraba saber que vivirían en una casita contigua a la mía.

      Alexander Justino, el director del seminario, había tratado de preparar la vivienda y dejarla lo más aceptable posible para los nuevos moradores. Entretanto, nos preguntábamos qué diría el pastor Oliveira al enterarse de que no podría dar clases, ya que todos sus alumnos estaban escondidos.

      Esa mañana me tocaba a mí hacer la acostumbrada reflexión espiritual con el personal y los pacientes, pero no me sentía en condiciones de dirigirles la palabra. En sus rostros podían leerse historias de miedo,