La vida breve de Dardo Cabo. Vicente Palermo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Vicente Palermo
Издательство: Bookwire
Серия: Vidas para Leerlas
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878010748
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A mi entender, es la dimensión plebeya del evitismo, el rostro más auténtico y radical de este, lo que sí marca, a diferencia de las connotaciones anteriores, una línea nítida de diferenciación interna entre el peronismo de Dardo y otros peronismos. Al fin y al cabo, el peronismo de Evita es objeto de ritual adoración de todos, pero el plebeyismo evitista no lo cultivan genuinamente tantos.

      Admitiré que cuando resolví hacer entrevistas a quienes habían conocido a Dardo o habían sido partícipes de sus andanzas, comencé la tarea con ciertas aprensiones. Tenían una raíz clara esos recelos: que las entrevistas me condujeran ante el espectro de un humano más real, pero desagradable o sórdido, y se esfumara la vaga empatía formada sobre el personaje fantasmal amasado con experiencias personales, lecturas, investigaciones sobre temas diversos, a lo largo de los años. Con alivio, comprobé que los que habían conocido a Cabo, incluso aquellos que conservaban de él (algunos sin haber cambiado mucho, sin haber abjurado de las viejas ideas nacional sindicalistas unos, de aquel populismo radical que los movía, otros) la imagen del facho pasional y violento, o del evitista radical (pero, ¿se puede o no ser las dos cosas?), tenían por su persona y por su vida una singular estima. “Dardo era un tipo extraordinario”; “Cabo era de una nobleza fuera de lo común”, registré comentarios de este tenor en la mayoría de las entrevistas. Y a medida que avancé en lecturas, o revisé lecturas viejas, encontré, sumergidas en los lugares comunes de la sacralización, en el ditirambo y hasta en la hagiografía, las huellas de un aprecio genuino. Cómo puede ser esto así no lo sé, y no tengo la obligación de saberlo. Quizás alguna clave se encuentre en esta novela, en que procuré, en el plano del relato propiamente dicho, ser fiel a los hechos. He ficcionalizado, pero no he inventado hechos de naturaleza histórica. De cualquier modo, atenerse a los hechos puede no ser más que una trampa: la construcción de la subjetividad de los personajes seguirá siendo un terreno resbaladizo en el que podré traicionarme y, por qué no, traicionar a Dardo o al lector. Se nos presenta, ineludible, la consabida fascinación del escritor por el protagonista al que va imaginando mientras cree que lo va conociendo. Quizás un texto clásico en que el autor sobrellevó la prueba y triunfó sobre su personaje sea la biografía de Albert Speer por Gitta Sereny: Albert Speer. Su lucha con la verdad. Pero claro, yo no soy Sereny, y me negué a hacer una biografía política, he intentado hacer literatura. Además, las enormes distancias son en este caso riesgosas para una comparación. Speer fue, al cabo, un mefistofélico criminal de guerra a gran escala, y Dardo un hombre de acción que creía y vivía una de las cosas más peligrosas y menos aconsejables en política: la entrega personal a una causa, la embriaguez de la virtud. De modo que es más fácil caer nosotros mismos en la tela de araña que tejemos alrededor de Cabo, que en aquella que Gitta tuvo necesariamente que tejer alrededor de Albert Speer.

      En abril de 2018 –algo avanzada ya esta novela– asistí a la proyección del corto O intenso agora, de João Moreira Salles, en Buenos Aires. Este excelente documental dedicado a una suerte de rememoración casi privada, al menos íntima, de un pasado no vivido por el director me impresionó vivamente. Yo fui parte, a mi modo, del espíritu emancipador del 68, aunque no estuve entonces ni en París, ni en Praga, ni en Río de Janeiro, ni en Pekín, las ciudades de las que proviene el material documental del cortometraje. A diferencia del director, que revive fílmicamente aquel pasado a través de su familia, yo asistí y participé de aquel espíritu, fui parte de la escena y también figurante. La información novedosa que la película me proporcionó no es en sí misma relevante. Empero, ella me ayudó a ver ingenuamente, si se quiere –esto es, despojado de casi todo lo que sé y me puedo explicar y puedo explicar a otros–, los acontecimientos, en una perspectiva primordial. Pensé, sin la menor envidia personal: qué suerte tuvieron esos chicos, apenas unos años mayores que yo. Pudieron hacer su fiesta, su epifanía, intensa y fugaz, plasmada en palabras pintadas en las paredes que parecían en sí mismas el lugar de realización de lo imposible, pudieron tomar el cielo por asalto para pasar una temporada en él, y eso fue todo. Mientras tanto, Malraux terminaba de escribir La hoguera de encinas, el general De Gaulle cerraba su larga parábola política, y los obreros de la Citroen estaban en lo cierto: aquellos estudiantes revoltosos serían sus futuros patrones. Entre el centro y la periferia, la comparación con lo que nos tocó vivir a nosotros, sus contemporáneos, es tan clamorosa, tan gritante y tan dolorosa, que no la voy a hacer aquí, no subestimaré al lector. Y hay algo de magistral en la dirección de Moreira Salles. Que es la distancia que logra en relación con los hechos y sus protagonistas. El director no se deja fascinar por ellos, ni los abomina; tampoco se pretende objetivo, pero no derrama sobre nadie el agua bendita de la mitificación, ni el agua sucia del desprecio. Una sabia comprensión parece presidir el documental, apuntalada, quizás, por el material chino, carioca y checo, que coloca elíptica pero nítidamente en una clave de ironía los sucesos parisinos. Cuando comencé a redactar este prólogo, cuando vi el filme, la apuesta de este libro ya estaba hecha desde hacía tiempo; a suerte y verdad, nada podía cambiar de las elecciones narrativas aquí tomadas. Ojalá los lectores puedan juzgarme con benevolencia.

       * * *

      Este híbrido de novela y ensayo comenzó concebido como cuento largo, que pronto mis amigos calificaron piadosamente de nouvelle, por poco tiempo. La presencia en él de una bibliografía no es pura pedantería. El relato se sostiene perfectamente sin ella, pero no quiero privar al lector de ninguna de las fuentes, de calidad y condición sumamente desiguales, que he empleado, como libros, documentos y variopintos impresos, y los supérstites de aquellos tiempos que accedieron a que los entrevistara, incluidos dos o tres que para mi disgusto pidieron no ser identificados. Deberé agradecer también a numerosos interlocutores de todo tipo y edad, pelaje y laya, a quienes debo mucho, y mencionaré al final.

      Enero de 1977. Por fin les permitían salir al patio, luego de semanas, y en el día soleado la algarabía de los presos se dejaba sentir. Entre chanzas y bembas pasa un buen rato hasta que alguno advierte que Dardo no está presente. Raro; pero solo podía estar en su celda, regresan al pabellón y allí lo encuentran, tranquilo, tomando mate.

      –Pero Dardo, ¿qué hacés acá boludo? Vení, hay un solazo.

      –No, yo con saber que puedo salir… para mí está bien.

      Estupefactos pero sabiendo inútil cualquier insistencia, aceptan un mate y vuelven al patio.

      Claro, ese es Dardo, si salgo o no lo decido yo, no lo van a decidir estos canallas; qué loco. Malévolo, el otro pensó que Dardo no haría lo mismo si se tratara de salir de la cárcel. ¿Saldrían, alguna vez, de la cárcel?

      Esa noche, ya muy de madrugada, vienen a buscar a un par de presos.

      –¡Atención! –estentóreo, el segundo jefe del centro de detención–. Los penados Pirles y Cabo van a ser trasladados a otro presidio inmediatamente. ¡Quince minutos para preparar sus cosas!

      Los sacan de la celda a empujones. Todos comprenden de qué se trata, pero un chico nuevo se horroriza ante el destino inminente de los buscados y no para de gritar histéricamente. A patadas lo meten en la solitaria y ahí lo dejan pudrirse.

      Tras unos segundos de silencio creció el vocerío de los presos, como la voz misma del desasosiego. Dardo compartía su celda con Esteban, que no había sido nombrado y permaneció mudo como una muralla.

      –¡Vamos! Sos boleta hijo de puta –fue casi susurro, el del guardia, acompañado de una sonrisa leve y complacida.

      –Quiero comulgar –expresó Cabo.

      –No es momento para misas hoy –respondió el jefe del centro, alto y sombrío, con una voz sobrecogedoramente neutral.

      Consiguieron tomarlo de sorpresa; no se lo esperaba, Dardo, tan pronto. ¿Tan pronto? Le bajó una angustia que jamás había conocido antes. Las palabras del guardia, brutales, encogieron su corazón y dilaceraron su alma.

      Y de las ruinas de su catecismo escolar le subieron por la garganta palabras despojadas. Los que pasaban le blasfemaban moviendo sus cabezas. Y diciendo: Ah, tú el que destruyes el templo de Dios, y lo reedificas en tres días, si eres Hijo de Dios, desciende de