Solamente el deseo me ha arrastrado al dolor y al placer de escribir este texto, que he redactado, hago hincapié, sin la menor nostalgia por aquel pasado. Aunque las racionalizaciones no siempre son falaces. Así que una vez dicho lo que importa, puedo ensayarlas aquí. Quizás el relato verosímil de la vida de Dardo me permita hacer un modesto aporte a la calidad de la memoria (no es este el lugar adecuado para emplear o discutir sintagmas problemáticos de inspiración romántica como “memoria colectiva” o “memoria histórica”) de aquellas décadas, los sesenta y los setenta. Calidad que, en muchas de sus vertientes, es, hay que decirlo, pésima. Sobre todo en los dos extremos, que son muy seductores. Uno de ellos, para los jóvenes que se enamoran de esos años que no han vivido, con una nostalgia ajena, vicaria, y para los “viejos” que en lugar de negociar (lo digo deliberadamente) los términos de su relación con la historia de la que fueron, a su modo, protagonistas, prefieren huir de ella y volar los puentes sin advertir que el río que han atravesado no es tan caudaloso ni su corriente es tan fuerte, y que la huida los priva de lo rico, lo mejor de aquellos tiempos mientras que los fantasmas siniestros también atraviesan el río y los alcanzan. Para enamorar a los jóvenes ha cobrado forma una épica, una epopeya, una poética (esta última de mala calidad) que establece un lazo de amor entre las generaciones juveniles de hoy y los sobrevivientes de entonces, pero sobre todo con los muertos, con los Ausentes. Se trata de un relato falaz porque es relato sin introspección, carece de toda mirada crítica, está desprovisto del espesor de una comprensión, presidido por dos figuras, la revolución y la violencia, y un verbo, creer. Y un sustantivo derivado: voluntad. Es incapaz de reconstruir circunstancias históricas y examinar las decisiones personales como no sea bajo una luz indulgente, facilonamente justificatoria. No solo no había alternativas atendibles para proceder de otro modo, sino que lo actuado fue heroico, memorable y glorioso. Como reza un texto emblemático, sus protagonistas “decidieron arriesgar todo lo que tenían para construir una sociedad que consideraban más justa”. Así, quienes pueden contarlo se embarcan en una recreación gozosa de lo vivido y quienes no pueden porque ya están muertos son contados, a puro abuso, en esta celebración. ¿Y los que no lo han vivido? Son colocados en el peor lugar: la nostalgia por lo que nunca les ocurrió. Pero en el otro extremo, el opuesto, para facilitar la huida de los viejos culposos (bien podría ser más generosa la RAE con este término), la memoria también carece de espesor comprensivo. Banaliza los acontecimientos de esas décadas reduciéndolos a tres cosas: locura, crimen y estupidez. Uno de sus adjetivos favoritos es absurdo. Sencillamente todo lo que aconteció fue absurdo. Por ende, no puede ser explicado ni comprendido. Se renuncia a explicar cuando se recurre a la metáfora de la demencia: para un “diccionario crítico”, ese fue el tiempo en el que “la Argentina se volvió loca”. En esta aproximación a la tragedia de los setenta, el anacronismo es recurrente: qué absurdo que los jóvenes se alzaran a la lucha en una sociedad de pleno empleo, qué desprecio por la democracia, qué despropósito que tomaran las armas, etc. ¿Qué comprensión nos proporciona esa mirada si en 1970 tenía pleno sentido, para muchos partícipes genuinos del devenir político, sostener que “Nuestro pueblo no es tanto un pueblo hambreado, como un pueblo ofendido”? La mirada retrospectiva –que se extiende sobre las decisiones, las opciones, los dilemas, las percepciones que enfrentaron los protagonistas de ese pasado, como si ellos conocieran de antemano la trayectoria histórica o personal que nos lleva desde aquel entonces a hoy, como si los valores o propósitos que defendían debieran haber sido los nuestros de ahora– es en esta perspectiva netamente dominante. De este modo la comprensión histórica es imposible.
¿Se requieren tantos esfuerzos para justificar una narración? No me he sumergido en esos lustros que fueron para mí vertiginosos (como para muchos otros, pero no, desde luego, para la inmensa mayoría de los argentinos, ni siquiera de los jóvenes, como tantos creen ahora) con el deseo de releer en y desde el presente los subrayados de un libro ya leído en el pasado. Prefiero sustituir por otra esta expresión libresca que encuentro tan feliz: escribo para creer en mis recuerdos. No es la primera vez que me sucede, no será la última: necesito escribir para poder leer, para poder creer que mis recuerdos son producto de una lectura muy antigua, la lectura de la propia vida vivida. He escrito, en suma, para creer en mis recuerdos, y no –a riesgo de ser cargoso– para reivindicar un pasado o para execrarlo, con propósitos edificantes. Quien esté buscando lo edificante, que no pierda el tiempo con este libro.
Desplegadas estas justificaciones, vale un primer esfuerzo para situar a Dardo en su historia. Creo apropiado entenderlo como inscripto en una vertiente distinta pero convergente (nunca de modo pacífico) con las dos que se suelen identificar como centrales en los sesenta y setenta, y que desembocan en el peronismo: la izquierda que deja de ser “apátrida” y el milenarismo cristiano. Dardo no está en ninguna de ellas sino en la vertiente peronista, que desagua en la metamorfosis del peronismo, en los quince años que van entre mediados de los cincuenta y principios de los setenta. En otras palabras: el propio peronismo, no vayan a creer, aportó lo suyo a esa transformación de sí mismo (aporte que en general se destaca muy poco). Al ingresar Dardo en esa vertiente (hacia fines de la Resistencia Peronista, antes del gobierno de Arturo Frondizi), sus escasos años de vida habían ya acumulado motivos más que suficientes (muerte de Evita, desarraigo de un colegio de élite, bombardeos de junio, muerte de la madre, extremas frustración y desesperación del padre, expulsión abrupta del paraíso terrenal, todo en tres años) como para experimentar dos pulsiones espantosas: el resentimiento y el odio. Son pulsiones que, puestas en acto, esclavizan, y dan forma a muchas de las vivencias, percepciones y concepciones con las que nos relacionamos con la vida. Pero no necesariamente. Y son sustancialmente diferentes entre sí. ¿Dardo había dejado acunar su resentimiento, se había permitido reconcomerse en él, o por caminos desconocidos pero no inimaginables, había conseguido sublimar, alquimizar, enaltecer, su resentimiento en odio, y conferir a este el impulso para hacer de él un rebelde, o un revolucionario? ¿Consiguió Dardo, dando rienda suelta a su odio, apagar todo resentimiento? En última instancia, es una pregunta evitista. Odiando, ¿creía Dardo echar la verdad a la cara de un pueblo adormecido, se movía al compás de un resentimiento que lo consumía, o hacía de su odio una causa política, apuntalada en principios y valores? Esa causa, ¿disipaba los últimos restos del resentimiento o dejaba traslucir ominosamente un resentimiento viejo pero endurecido, que podía emerger, brutal, en el momento menos pensado? Preguntas todas evitistas, sobre una vida que llevaba apenas once años cuando falleció Eva Perón. Por cierto, este libro responde acabadamente, modestia aparte, a estas preguntas y a muchas otras, y precisamente por eso es un libro de ficción, no una biografía política. Por esto debo ser franco: a los lectores interesados en la historia argentina de la segunda mitad del siglo XX no les ofrezco ninguna solución, solo dolores de cabeza. Porque ficcionalizar las memorias, o hacerlo con la materia histórica, abre la ventana a la incertidumbre de un modo en que, se supone, la biografía política o el texto de historia clásicos no siempre hacen.
Se podría sostener, insistamos, que Dardo es una expresión genuina de la vertiente turbulenta del nacionalismo revolucionario. No sería equivocado porque nuestro protagonista fue la vida entera –más allá, valga la paradoja, de los agudos cambios aparentes en su trayectoria– furiosamente nacionalista y furiosamente revolucionario. No obstante, esta caracterización no nos llevaría muy lejos: es difícil defender que el peronismo –al menos el que conoció Dardo (1941-1977)– dejó de ser alguna vez nacionalista. ¿Qué significa, entonces, expresar una vertiente nacionalista dentro de un movimiento nacionalista? Parece un poco redundante. Y no ganaríamos mucho diciendo que el de Dardo se trataba de un nacionalismo antiliberal, porque