Siendo artista comenzó a cuidar a Azucena y se casó con un tal Alfonso Moeremans. Tenía los veintipico bien cumplidos y ya llevaba orgullosamente varias suelas gastadas en las tablas.
Magdalena también estuvo vinculada, en menor medida, a la actividad artística radial, cuando este medio de comunicación lo era también de entretenimiento e incluía en su programación novelas y teatro.
Alejada luego de la actividad histriónica, se dedicó exclusivamente a vivir en familia.
Ya anciana enfermó y falleció el 23 de marzo de 1986, cuando llevaba ochenta y siete años de vida y veintidós años de viuda. Nunca supo del secuestro de Azucena pero sí se enteró del secuestro de su nieto Néstor, a pesar de que la familia se lo ocultó primero y se lo negó cuando ella lo supo por otros conductos.
Alfonso Moeremans: su padre de crianza
Apellido de origen belga, los progenitores de Alfonso lo eran. Su padre pertenecía a una legendaria y prestigiosa profesión: ebanista. Y la ejercía aquí, en Argentina, en el ferrocarril Roca, línea que une la Capital desde su terminal en la estación Constitución con todo el sur argentino.
Alfonso era argentino, nació el 23 de enero de 1903. Fue educado —o por lo menos intentaron hacerlo— en un colegio religioso, pero lo echaron cuando un tintero que había iniciado vuelo desde su palma, chocó contra un cura. De mozo definió el perfil que lo acompañaría toda su vida: algo más de un metro ochenta, rubio y de ojos claros, corpulento y educado. De pocas palabras y de imagen respetada.
Y muy peleador por las cosas de sus hijas. Por todas, incluida Azucena.
Una enfermedad fulminante lo mató cuando tenía sesenta y un años. Murió en la casa de la calle Bernal 114, Lanús, el 27 de noviembre de 1964.
Alfonso se casó con Magdalena el 6 de julio de 1925. El presidente Alvear estaba en su apogeo patricio y los cines no sólo crecían en las grandes avenidas céntricas sino que brotaban como hongos por los rincones de los barrios. Cosa buena para Alfonso porque era operador cinematográfico y por lo tanto tenía trabajo seguro.
Durante el 24 conoció a Magdalena y se puso de novio con ella. No hizo problemas a que la muchacha criara a una bebita hija de uno de sus futuros cuñados, Florentino, a la que llamaban Azucena.
¿Por qué debía cuidarla ella y no la madre genética? Nadie se arriesga a responder. Sólo aparece una tímida e insegura reflexión: habrá sido porque la mamá era muy chica, porque tenía nada más que quince años, porque… Nadie sabe con precisión por qué Emma y Florentino no se encargaron de criar a su hija. Nadie.
Los escasos, conflictivos y luchadores Villaflor
El padre, Florentino, y su madre de crianza, Magdalena, eran los dos Villaflor. Azucena era Villaflor. No queremos hacer ningún misterio rebuscado sobre este apellido, pero por más que busquemos en guías, en archivos de registros civiles y de iglesias, en el archivo del ejército, los Villaflor son extremadamente escasos. Escasísimos. Casi no los hay. Y si limitamos nuestro foco investigativo a la Capital Federal y al Gran Buenos Aires, es decir, si analizamos nada más que unos catorce millones de habitantes de la Argentina, los Villaflor —una decena de familias— tienen una ubicación geográfica común a principios del presente siglo: el centro del municipio de Avellaneda, propiamente el centro, porque vivieron frente a la Plaza central, o a la vuelta o a un costadito. Todos muy cerca.
Para tomar una fecha indicativa: en 1908 un tal Francisco Villaflor vivía en la calle O´Gorman 81 —actual calle 25 de Mayo— a menos de cien metros de la Plaza y de la avenida principal; en ese mismo momento, vivían Bernardino Villaflor y Clotilde Ojeda en la calle Italia 44, a menos de media cuadra de la avenida, a dos cuadras de la Plaza y a dos cuadras y media del mencionado Francisco. Todo indica que serían parientes o, por lo menos, que se hubieran conocido y tratado, pero sus descendientes no saben nada, no entienden, no reconocen parientes comunes y para colmo, tampoco ideas comunes: los primeros, radicales casi desde antes que naciera el radicalismo; los otros, anarquistas, virados luego —y sólo en parte— al peronismo. Tal vez esta raíz política que los distancia tanto sea el motivo que en realidad los une: la diferencia, la pelea, el no quererse ver o vincularse. Es pura especulación, pero digna de investigarla.
La otra especulación, ya más íntima, también tiene que ver con la diferencia que tal vez las une: en las dos familias hay un Francisco para la misma época. Y para colmo, el Francisco de la familia de raíces radicales aparecía firmando con una inicial, la “B”, entre su nombre y su apellido. Con el tiempo supimos que esa “B” significaba Bernardino, como el abuelo de Azucena. Pero no es el mismo, pues hay algunos años que estorban lo suficiente como para estar seguros de que eran personas distintas.
¿Y entonces? ¿Algún hijo desheredado, algún tío mayor apartado de la familia por su fanatismo radical, alguna desavenencia de otro tipo? Por ahora no lo sabemos, pero el núcleo de los Villaflor está allí.
Azucena se crió cerca de los tíos anarquistas. Uno de ellos tiene que haber dejado huellas especialmente en su carácter, en su formación e incluso en sus ideas políticas, esas que se van formando en todas las cabezas desde chicos y que toman forma cuando grandes, más allá de posibles adhesiones partidarias. Nos referimos a su tío Aníbal Clemente Villaflor, nacido en la barriada del sur capitalino de Barracas al Norte, el 22 de mayo de 1905, en un conventillo cercano a una enorme terminal ferroviaria de carga. El yotivenco tiene4 cuatro grandes patios consecutivos con tres piezas, una cocina y una pileta por patio y con los baños al fondo, comunes para todos. Un conventillo con una sala al frente —que era el cuarto más prestigiado porque tenía una entrada independiente por el frente y otra desde el primer patio—, cuartos con piso de listones de madera y techos de chapa, paredes gruesas de material y calle de tierra cuando se iba más allá del umbral.
Este hombre, nacido en la pobreza, en la verdadera pobreza, lleno de hambre, de ignorancia y de piojos cuando chico, con sólo dos grados cursados en la escuela primaria, llegó a ser Intendente de su municipio designado personalmente por el Presidente de la Nación general Juan Domingo Perón y por el Gobernador coronel Domingo Mercante. Y fue recibido por el propio Primer Magistrado más de una vez. En la primera de ellas, Perón lo saludó especialmente y le agradeció cuánto había hecho y cuánto había arriesgado para que él pudiera quedar libre primero y llegar al poder, después.
Sin embargo, cuando era joven repartía diarios libertarios y le hacía la gauchada a un dirigente anarquista de ir al barrio de Nueva Pompeya, al suroeste de la Capital, a buscar las bombas de estruendo que hacía un gallego dinamitero, para hacerlas estallar en los próximos combates callejeros o para anunciar y propagandizar sus inigualables conferencias sobre el mundo mejor que entre todos debíamos construir solidariamente.
Pero como eso no le daba de comer, desde los ocho años fue obrero de la fábrica de vidrios Papini; luego, en el inmenso frigorífico La Negra, en el que trabajaban cientos de chicos como él; ya de muchacho bebió de la teta libertaria entre los obreros panaderos, especialmente españoles, bien anteriores a quienes protagonizaron la Guerra Civil desde el 36, que hacían escuela en el sindicato local; más adelante en la metalúrgica Siam, en el Puerto y en la Lanera Argentina, lavadero de lanas y cueros de dueños franceses, en la que rindió examen de dirigente, aprobándolo con las mejores notas. Tenía cuarenta años y llevaba muchos pares de zapatos baratos gastados aprendiendo a bailar y a deambular entre adoquines, malvones y zaguanes pobres.
Aníbal Villaflor protagonizó la histórica jornada del 17 de Octubre de 1945. Se entrevistó con el presidente de la república,