Este detalle tal vez un poco largo sobre el tronco genealógico de los Villaflor, lo hacemos porque tiene que ver con el núcleo principal y directo de personas en el que se formó y al que estuvo vinculada Azucena.
4 Llegué a conocer y caminar por esos patios cuando muy a principios de la década del 90 lo busqué. Estaba semiabandonado pero con personas viviendo aún en las pocas habitaciones enteras. Poco después fue derribado.
Capítulo 4
Infancia con tíos-padres
Hay un período oscuro de precisar en cuanto a los domicilios de Azucena y, por lo tanto, a sus núcleos de convivencia: desde sus quince meses de vida hasta los cinco o seis años.
Esto se debe al choque de recuerdos que se presentan en las personas con las que conversamos.
La primera fuente es la tradicional. La que proviene del recuerdo de sus hermanas de crianza —es decir, sus primas Alma, Nora y Lidia Moeremans— que arrastran no sólo recuerdos directos, personales, sino el relato de sus padres, y que se extendió luego a los hijos de Azucena. Esta fuente indica que Azucena vivió “siempre” con Magdalena y Alfonso desde que éstos se casaron y que esta convivencia se extendió hasta que Azucena terminó la escuela primaria, es decir, hasta cuando tenía catorce años y medio: fines de 1938. Pero al mismo tiempo recuerdan conflictos por la tenencia. Como si hubieran existido períodos —tal vez breves— en los que Azucena hubiera vivido con sus padres genéticos.
De cualquier forma, predomina la afirmación inicial: “siempre vivió con los Moeremans”. Hasta hoy esta afirmación era indiscutible. Porque además era la única, ya que las primas e hijos de Azucena no tienen parientes de mayor edad que puedan completar esta verdad. Salvo uno.
Esta otra fuente que encontramos es un hombre viejo. Vive a poca distancia geográfica pero a una enorme distancia familiar. Distancia inalcanzable porque, al parecer, nunca se trató ni conoció a los hijos de Azucena.
El hombre se llama Feliciano Villaflor y vive aún hoy en la calle Manuel Ocampo 1569 de la localidad de Villa Industriales, siempre al sur de la Capital Federal.
Feliciano habita una casa pequeña e histórica de la familia, casa que vio crecer al barrio a su alrededor. Para 1920, cuando él ya tenía nueve años, en la cuadra sólo había tres casas. El resto: pastos, pajonales, aire libre, algunos caballos y muchas gallinas.
Él mismo tuvo estrecho trato con los caballos porque fue arriero desde mozo —guiando ganado a grito y rebenque desde los campos hacia los frigoríficos— siguiendo las enseñanzas y la huella del padre, don Mariano Villaflor, que era hermanastro de Bernardino Villaflor, abuelo de Azucena.
El recuerdo fresco de Feliciano indica que para 1930, o incluso algo antes, Azucena vivía con Magdalena y Alfonso a sólo una cuadra y media de su casa: calle Balcarce entre Santiago Plaul y Mendoza. Y como en aquellos tiempos esas calles no eran mucho más que un camino de tierra poco transitado, la chiquita se acercaba sin problemas a visitar a sus parientes de forma imprevista y sola.
“¿Azucena? —no puede evitar una gran alegría y una enorme sonrisa al recordarla— Yo la dejé de ver cuando tendría 6 ó 7 años. ¡Qué hermosa! ¡Qué chica! Rubiecita, lindísima, salía a la madre porque al padre nunca podría haber sido; vivía acá a la vuelta, por Balcarce, y siempre se venía algún rato, mi madre siempre la atendía. Mi papá también. Charlaba como una persona grande, era maravillosa. Vivía con Magdalena y Alfonso. Seguro se copió los modales de la tía, ella era artista. No sé por qué se quedó acá y no se fue para el centro. ¡Era una gran artista!”.
“Azucena —agrega Feliciano— era una nena alegre y muy ocurrente, hablaba como un grande pero desde su cuerpito chiquito. Era simpática ¡siempre tenía una respuesta para todo! ¡No sabe cómo me gustaría volverla a ver! —decía cuando lo entrevistamos, sin saber aún cuáles habían sido los hechos que la sacarían de su familia y de la vida. “A su mamá también la conocí, venía por acá seguido: era una señora blanca y rubia, sería de descendencia alemana. Emma se llamaba, la conocí muy bien. Mi madre charló muchas veces con ella, aunque como siempre, cada uno en lo suyo”. Le conté a Feliciano qué había pasado con Azucena y lo ganó una tristeza que no sé describir.
Este estilo payasezco de la pequeña Azucena lo recuerda, coincidiendo, su prima Lidia. Ella hilvana algún recuerdo de la Azucena anterior a los diez años, pero no visto por sus propios ojos sino que contado por su mamá: lo más destacable era su desenvoltura, su gracia, su capacidad para memorizar textos y para decirlos agradablemente.
“Siempre le escuché contar a mi mamá —relata Lidia— aquello de que cada tanto, cuando la mandaba a Azucena a hacer algún mandado, la tenía que ir a buscar porque tardaba en volver. Entonces se la encontraba parada sobre algún cajón o sobre bolsas de azúcar y recitando un verso a los clientes del negocio. Seguro que como la conocían, le daban manija y Azucena, claro, se prendía”.
Como dijimos, su mamá de crianza era actriz5 y sin duda, como ocurre en todos los hogares, le habrá enseñado versos y canciones, aprovechando su facilidad para su memorización y disfrutando de sus prematuras actuaciones.
Magdalena Villaflor y Alfonso Moeremans tuvieron su primera hija en 1928. Azucena tenía entonces cuatro años. Para ese momento vivían en la calle Mendoza 4801, apenas a diez cuadras de la casa de Feliciano y a unas veinte cuadras del primer domicilio de Azucena, el que figura en su partida de nacimiento y que declarara su padre.
Durante 1938 Azucena realizó su último grado en la escuela primaria. El establecimiento era la Escuela Provincial Nº 37, en Lanús. Problemas de salud cuando promediaba su infancia le provocaron la pérdida de uno de los años de lo que habría sido una cursada normal. Su boletín de calificaciones —que certifica que terminaba su sexto grado, y por lo tanto el fin del ciclo, y que la habilitaba a iniciar entonces el ciclo secundario— está firmado siempre por su tutor, Alfonso Moeremans. En él, aparece el domicilio de la calle Margarita Wield 1474. El mismo documento menciona que su padre era un jornalero llamado Florentino Villaflor y que su madre era Emma Nitz, sin mencionarse profesión.
De los Moeremans hacia lo de los Villaflor
Existieron fuertes tensiones entre los padres genéticos y los padres de crianza de Azucena. Tensiones que emanaban justamente de esta tenencia no común y de las responsabilidades y derechos que creía tener cada uno. Tensiones que dejaron heridas delicadas en la memoria y en el carácter de la pequeña y que tienen que haberle provocado una infancia mucho más compleja que las habituales.
En 1938, cuando Azucena terminó la escuela primaria, ocurrió un agravamiento de estas tensiones y un quiebre de la relación: los padres genéticos impusieron su criterio de “recuperar” a su hija y llevarla a su casa. Es probable que ésta haya sido la crisis más profunda que debió soportar Azucena a tan corta edad.
También para Lidia, que aún era una nena y la amaba, fue muy doloroso aquel día. Largas horas se quedó la pequeña amiga-hermana-prima semiescondida debajo de la escalera que llevaba a la planta alta, en donde vivían, angustiada como sólo saben estar los chicos cuando se les hace pedacitos el corazón, y llorando, impotente ante esos gritos de los grandes y de esa nueva realidad: Azucena ya no viviría más con ella. En esos mismos días, Emma Nitz, siempre rubia pero ahora con treinta años, decidió acercarse al Registro Civil y dejó radicada la denuncia del nacimiento de una hija suya dada a luz quince años atrás, a la que llamaba Azucena y reconocía como hija natural. Los espacios que el acta tenía previstos para el nombre del padre y de los abuelos paternos están cruzados con una larga raya, informando de hecho que Emma no quiso dar los datos que conocía. Fue el 3 de agosto de 1939, el mismo día en el que empezaba formalmente la Segunda Guerra Mundial y exactamente cuarenta años antes de que las Fuerzas Armadas —específicamente un Grupo de Tareas de la Marina—