A quién le iba a importar esa gente, si la gente era la familia que se reunía en el verano, en las casas enormes de las haciendas en la pampa húmeda, para descansar. No se encontraban en invierno porque cuando el frío y el pampero asolaban las llanuras fértiles de nuestra patria, ellos se iban, tranquilos, desde el Puerto hacia París. ¡Oh, París!, cuna de la humanidad, cuna de la gente. No el Paris de 1789 ni el de las costumbres y los olores capturados por Jean-Baptiste Grenouille y contados maravillosamente por el alemán Patrick Süskind, y menos ¡por favor! el Paris de 1871. Sino el Paris del teatro limpio, de las tertulias civilizadas, de las caminatas por los bosques serenos, de los museos y de los parques, de la gente que nunca grita y que cuando no tiene más remedio que hablar, lo hace con la suavidad del suspiro, en la que cada palabra le pide permiso a los labios para salir de la boca, de las calles surcadas por edificios de dos o tres plantas y paredes sólidas como sus vacas pampeanas, de los fracs y de los vestidos largos y amplios y de las joyas.
Por eso había que hablar en francés en las estancias argentinas, aunque los habitantes del país hablaran en español y aunque los ferrocarriles y los tranvías fueran ingleses, y los frigoríficos fueran cada día más norteamericanos, y las tierras de apellidos mezclados pero todos de rancia estirpe. Porque el francés era eso: lo que estaba bien de la lengua para afuera.
Aunque en París como en Argentina también “el cura era el confidente de la policía”, como cuenta Serrat. Aunque en París como en Argentina, quienes ponían el lomo inclinado sobre el surco eran hombres comunes que poco tenían que ver con aquella civilización, la de la gente de las estancias.
El primer hogar
Dijimos que el primer hogar de Azucena fue el de sus abuelos paternos. Y dentro de él, la responsabilidad directa de su crianza estuvo en manos de su tía Magdalena, que todavía era soltera y vivía con sus padres. Cuando Azucena nació, ese hogar estaba integrado por una pareja, la conformada por Bernardino Villaflor, de 55 años y Clotilde Ojeda, de 54 años, y por sus hijos Magdalena (con 25 años), Valentín (de 23 y todavía con cinco años de soltería por delante), Aníbal, (con 18 años hasta el mes siguiente) y Abraham (con 17 años cumplidos en enero). La documentación existente indica que además vivían en esa casa los padres genéticos de Azucena: Florentino Villaflor (de 21 años) y Emma Nitz (de 15 años). Hasta aquí, muy bien.
Si hubiéramos podido sacar una fotografía de esos días, habría tenido la clásica escenografía del patio de conventillo: escaleras de madera que conducían a pasillos con pisos también de madera y descubiertos, que unían puertas de piezas y que al mismo tiempo eran balcones; amplias y numerosas piletas para fregar; sogas cruzadas a todo lo ancho de los patios para colgar y secar las ropas pobres; y muchos chicos siempre jugando, saltando y gritando en varios idiomas. Y en algunos horarios, una hilera silenciosa de hombres y mujeres que pretendían ir al baño. Los baños estaban construidos fuera de las habitaciones, en los patios. A veces eran varios, uno al lado del otro en los fondos de la casa. Otras, uno en cada patio. Pero siempre eran escasos en relación a la población.
Partamos de esa supuesta fotografía y caminemos hacia cada rostro, aislándolo e impregnándonos de cada rasgo. Luego, con suavidad, démosle a cada uno nuevo movimiento, echémoslo a andar e investiguemos brevemente quién es, qué hizo y qué hace, qué pretende y cómo arrastra en cada pliegue de su cuerpo la historia de sus progenitores y la penetración de la época. Seguramente logremos así nuevas imágenes posibles de ser capturadas en nuevas y más completas fotografías.
Capítulo 3
Emma Nitz: la madre
Emma Nittz era una mujer de estatura mediana y ligeramente gordita, de cutis muy blanco y rubia. Por su apellido deducimos que a pesar de que era argentina, por sus venas corría sangre lejana, alemana o suiza.
Apenas salió de la niñez —hasta esos días permaneció siempre bajo el ala de sus padres— fue de alguna forma “capturada” por un muchacho más grande al que los amigos le decían El Bizco. Sus días estuvieron atados a él hasta que una tarde, sorpresivamente, le vinieron con la novedad de que Florentino Villaflor, su hombre, se había muerto en un accidente de trabajo en la fábrica en donde se ganaba un sueldo. Emma tenía en esos días 33 años y dos hijas.
Quienes la conocieron y trataron hablan de una mujer tranquila, sumisa y sufrida, como resignada a una convivencia —un tanto voluntaria y un tanto obligada— con el mencionado Florentino.
A sus quince años —en 1924— paría a su primera hija, Azucena, y cuando rondaba los veinte tuvo otra mujercita, a la que llamó Elsa. Con la primera compartió el techo pocos años y a la segunda la tuvo siempre al lado suyo.
En general, Emma tuvo que hacer a lo largo de los años lo que El Bizco Florentino le ordenó, seguramente más de una vez, cosas ingratas. Aunque hay quienes se atreven a recordar que en algunas oportunidades sacudió su sumisión. Un tema habitual de conflicto entre ellos era el de la tenencia de Azucena. Relatos inseguros —y con certeza parciales— recuerdan que una vez se puso muy firme ante Florentino pidiéndole que traiga a su hija de nuevo a la casa, bajo la punzante amenaza de abandonarlo si no lo hacía.
Emma falleció en Buenos Aires a fines de 1982. Su hija menor, y única hermana de Azucena, falleció en la localidad de Salsipuedes, provincia de Córdoba, en 1993.
Florentino Villaflor: su padre
Florentino nació el 5 de septiembre de 1902, a las seis de la mañana, en los suburbios de la Capital Federal: avenida Caseros 3065, dos kilómetros al oeste de la terminal ferroviaria de Constitución. Era hijo de Bernardino Villaflor, cuarteador, con 33 años en ese momento, y de Clotilde Ojeda, de 32 años. Deambuló con sus padres por varios conventillos y jugó en patios pobres hasta que en 1906 ó 1907 cruza con ellos el Riachuelo hacia el sur y se instala en una pieza alquilada en otra casa de inquilinato. Era en la calle Italia 44, a media cuadra de la avenida Mitre, arteria fundacional de esa vecindad, la de Barracas al Sud (llamada Avellaneda desde 1904) y que partía del pequeño y viejo Puente Pueyrredón hacia el sur.
Luego de pasear sus primeros juegos por varios conventos sureños, las necesidades de la familia lo hacen obrero cuando no tenía más de diez años. Trabajó en la fábrica de vidrio Papini, en donde un alto porcentaje de los trabajadores eran chicos y mujeres. Los hombres eran sólo oficiales y expertos, y por lo tanto más caros que esa otra mano de obra excedente y barata, fácilmente contratable y echable, a la que sometían a un trato tan humillante que la distancia con la esclavitud era bien pequeña. No era extraño ver a algún capataz golpear a un chico-obrero por haber realizado mal alguna tarea.
También trabajó en el frigorífico La Negra y en otros establecimientos, siempre como obrero llano. Cuentan que de muchacho era bastante pendenciero y que sus conductas habituales eran lejanas a la santidad. Relatos de familiares y conocidos arriesgan con renovado rencor, que nunca vieron a Florentino trabajando, que era un vago y un vividor, que usaba a los demás en beneficio propio. Relatos dolorosos y sinceros hacen referencia a la opresión a la que sometió a su joven mujer Emma —siete años menor— con consecuencias graves para esa pareja y para esa familia.
Los padres de Emma: sus abuelos maternos
Sólo sabemos que los padres de Emma —es decir los abuelos maternos de Azucena— se llamaban Pablo Nitz y Emma Wiedner. Vivían en el corazón de Piñeiro, en la calle Rivadavia 650, partido de Barracas al Sud, a treinta metros de las vías férreas, o sea, en la misma barriada en la que los Villaflor vivieron buena parte de sus historias. En el espacio en donde estaba esta casa, hay ahora un “Tenis Paddle, for-all”. Estaba en diagonal, calle por medio, de la empresa Lanera Argentina, en donde falleciera accidentalmente su yerno Florentino y en donde trabajara y se hiciera sindicalista de renombre el tío de Azucena, don Aníbal Villaflor; a media cuadra de la fábrica Conen, en donde trabajará por el 50 y