La relación no se cortó porque los Moeremans visitaban a Azucena y así compartían algunos ratos.
“Seguramente la visitaban en la casa en la que vivía Emma con Azucena y Elsita, sobre la calle Coronel Díaz al 900 —relata Arturo Villaflor, primo de Azucena e hijo de Valentín, hermano de su papá, citando la casa en donde fue velado Florentino tras el accidente en la fábrica— era a mitad de cuadra, por un pasillo largo, un departamentito prolijo, de material. Yo, que soy del 34, la conocí y la traté un poco a Azucena cuando ella andaría por los 18 o 20 años. Trabajaba en la Siam. Para la época era una linda chica, atractiva, pero así y todo su belleza interior era todavía superior (…) ¿que por qué? Yo era muy chico, claro, pero la recuerdo muy dulce, muy suave, atenta: fíjese que mi padre falleció el 30 de diciembre de 1976 y al otro día Azucena estuvo un rato largo en el velorio. Era el día de fin de año, ella ya llevaba un mes buscando al hijo que le habían secuestrado, sin embargo ahí estuvo, con nosotros, sentida, acompañando nuestro dolor que era también el de ella. Fue la última vez que la vi”.
Pero para las hermanas Moeremans no era lo mismo visitarla que tenerla. Era radicalmente distinto. Además, Azucena comenzó a trabajar.
Su anhelo había sido seguir estudiando, esto lo recuerdan todos. Pero no la hicieron estudiar y ése es un rencor latente en los parientes cercanos, que aflora ante el primer recuerdo. La hicieron trabajar.
El primer trabajo importante que tuvo fue el de obrera en una fábrica de vidrio, durante sus quince años. Es probable que haya trabajado en la famosa empresa de don Rafael Papini por la que había pasado su padre cuando era muy pibe, y también sus tíos siendo chicos. Un recuerdo temerario arriesga que así había sido, y que específicamente había prestado servicios en la planta que esta empresa tenía en la calle Chile, y de cuyo edificio aún hay restos enormes y macabros, con cúpulas, torres y chimeneas extrañas, todo en total abandono. Pero otros recuerdos descartan con contundencia esta posibilidad, aunque no aportan afirmaciones.
Pero en poco tiempo la echan “tal vez por haber organizado o participado de alguna revuelta, como podría haber hecho ella, ¡no se bancaba las cosas injustas!”, arriesga Lidia. Pero es sólo una posibilidad lejana que surge de entre cientos de pedacitos de imágenes que inevitablemente bullen cuando se intenta traer hechos lejanos, vividos como cosas comunes, en seres comunes durante los comunes y corridos días de la existencia.
No hay recuerdos sobre algún otro trabajo. Ni tampoco hubo tiempo material para ello, ya que cuando tenía exactamente dieciséis años y medio comienza a hacerlo en la empresa Siam, enorme complejo metalúrgico en plena expansión, que contaba, por ser de capitales nacionales y por el tipo de productos que fabricaba, con cierta simpatía entre la población. De sus galpones ubicados en varios puntos de la Provincia, miles de hombres —y también mujeres en algunas especialidades— daban a luz lavarropas, heladeras y coches, que la publicidad radial ya había hecho famosos.
Las heladeras Siam fueron las primeras de gran marca que llegaron a cientos de miles de hogares; y los coches Siam Di Tella, ni qué contar.
También por esta empresa —pocos años antes— había pasado su tío Aníbal y la esposa, Josefina, tía política de Azucena, casada cuando apenas tenía 16 años; vieja mujer que vivió y pateó los conventillos y las fábricas de la zona y que también fue obrera de la Lanera Argentina, en esa misma década. Juntos, lavaron los armazones de heladeras con trapos embebidos en un ácido que terminaba con las últimas grasitudes de la chapa y, de paso, con la salud de las manos. “Y el olor que había, penetrante, impresionante, se te metía por acá (…)”, cuenta Josefina mientras enrosca la palma de la mano en su cuello y lo recorre hasta el pecho, como acompañando la penetración de la toxicidad hacia los pulmones.
A pesar que Azucena empezó a trabajar varios años después que sus tíos en esta metalúrgica, ésta mantenía los mismos ritmos de rigurosa explotación hacia adentro, al tiempo que crecía su gran prestigio empresarial, de vanguardia, hacia afuera. La ahora joven metalúrgica, trabajará muchos años en esta empresa, pero en áreas más tranquilas, como telefonista.
Hay dos versiones distintas sobre las causas que llevaron a Azucena a Siam. Una fuente dice que la vinculó su tía política Carmen, esposa de su tío Abraham Villaflor, que ya trabajaba allí. Otra versión dice que fue tía Rosa —es decir, Rosa Pantuso, prima del futuro esposo de Azucena— quien la llevó a trabajar un poco de casualidad, porque sabía de puestos libres y porque ella siempre llevaba gente del barrio o conocidos de conocidos que se lo pedían.
La estricta verdad, en este caso, es poco importante. Lo destacable es que trabajó en esta empresa toda una década. Y lo hizo siempre como empleada telefonista.
Es posible que haya trabajado un breve período en negro —es decir, por fuera de las leyes laborales vigentes— al ingresar, porque algunos recuerdos afirman que ella contó alguna vez sobre una inspección que habían realizado funcionarios del Departamento Nacional del Trabajo y que a ella la habían escondido —junto a otras chiquilinas— porque su presencia en la planta no se justificaba legalmente.
Lo certero es que desde muchachita trabajó como telefonista, junto a su compañera Rosa Pantuso. Juntas, las dos solas, se pasaron largas jornadas, desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, recibiendo llamadas o enlazando otras con el exterior de la planta a pedido de los jefes, en un cuartucho de la planta baja durante una primera época y en un sector de la planta alta, con algo más de comodidad, después.
Casualmente su compañera Rosa —a quien conoció en 1940/41— se transformó sobre el final de la década en su prima política. Es la mujer que luego, con los años, sería conocida en toda la familia, hasta hoy, como tía Rosa, rebautizada así por la generación siguiente.
“¡Si habremos pasado tardes juntas!”, cuenta Rosa Pantuso en su casa de Villa Castellino, pelo blanco y siempre bien arreglada. “Todas las tardes, porque ella siempre trabajó conmigo como telefonista. Una muchacha trabajadora, leal. (…) ¿Actividad política de ella en la fábrica? No ¡nunca, nunca!; mi primo sí fue delegado, pero ella no, jamás”.
Algunas fotos que perduraron a través de los años, muestran a Azucena, a Rosa y a otras compañeras de trabajo, con el delantal oficial de la empresa, posando en algún rincón de la planta o con el tablero de la central telefónica a sus espaldas; cinturas ajustadas casi de sirena, cabellos recogidos sobre las nucas, sonrisas remarcadas por el maquillaje y un ambiente de compañerismo que se sale de la imagen.
Sin embargo, recuerdos de posteriores amigas de Azucena —específicamente María del Rosario de Cerruti y Ketty de Neuhaus— mencionarán que ella misma les había contado alguna vez que había desempeñado algún rol sindical y que había arengado a los obreros ante alguna situación conflictiva. Si este recuerdo es certero, la actividad gremial de Azucena fue muy circunstancial, tal vez algún discurso o alguna propuesta durante algún conflicto concreto, porque los datos de este tenor se pierden inmediatamente o mejor dicho, se agotan en estos comentarios.
Su Certificado de Trabajo indica que entró a la metalúrgica Siam el 10 de octubre de 1940 y que dejó ese empleo —siempre desempeñado en esa planta de la calle Molinedo 1600, Avellaneda— el 31 de julio de 1950, cuando ya llevaba casi un año de casada y guardaba en la panza un embarazo de algo más de seis meses.
Por lo tanto, vivió desde dentro de ese complejo industrial, el surgimiento, el apogeo y el desarrollo del peronismo en el gobierno. E, insistimos, no dentro de cualquier fábrica, sino de la Siam, una gran empresa metalúrgica y vanguardia obrera y política de la zona.
Plácido Álvarez, viejo obrero del vidrio ya jubilado, y desde muchacho, compañero de trabajo del legendario