Viajando hacia el sur, se detuvo en Brasil primero y en Uruguay después, recibiendo nuevas y calurosas felicitaciones de ambos gobiernos. A Buenos Aires arribó el 14 de agosto y asumió la presidencia el 12 de octubre de 1922, gobernando hasta 1928.
La Unión Cívica Radical mantuvo en su seno la división mencionada: personalistas y antipersonalistas. Pero no ocurrió lo que los sectores oligárquicos esperaban, es decir, un definitivo desprestigio de Yrigoyen. A pesar de toda la presión en contra y de toda una maquinaria puesta a trabajar para desprestigiar al líder radical, Yrigoyen ganó primero las elecciones internas dentro del propio partido radical y luego las nacionales, retornando al gobierno cuando la década del 20 sólo tenía por delante catorce meses de vida. Y a un puñado de semanas nada más del estallido de la bolsa de Nueva York que repercutió en el mundo entero.
Pero ya las clases dominantes locales y los personeros internacionales no lo soportaron más y lo echaron por la fuerza con un golpe de estado militar a un año y pico de gobierno, comenzando en 1930 lo que se llamó en Argentina “la Década Infame”.
Azucena nació en el marco de esta disputa política y se crió en un hogar no ajeno a los temas políticos. En este caso cuando hablamos de hogar no nos limitamos a las influencias de quienes compartían el mismo techo, sino que incluimos a los que frecuentaban la casa o, a la inversa, las opiniones que existían en las casas que ella frecuentaba. Nos referimos especialmente al trato con los cuatro hermanos de Magdalena Villaflor.
Una última aclaración sobre este marco político. Si bien en el país el radicalismo había hecho una irrupción entusiasta y casi arrolladora a partir de mediados de la década del ´10, en Avellaneda —en donde había nacido y vivía Azucena—, los conservadores seguían mandando con una solidez notable.
Era la familia Barceló la que controlaba todo. O casi todo. El menor de los numerosos hermanos, llamado Alberto, fue veintidós años intendente de esta ciudad y su familia hizo y deshizo a voluntad durante casi medio siglo, a partir de la intendencia de su hermano Domingo en 1901, aunque éste ya tenía notable influencia como presidente del Concejo Deliberante desde 1899. Algo así como la reina Victoria y su “época victoriana” en Inglaterra, pero en este caso, más humilde, del tercer mundo y a principios de siglo.
En Avellaneda existía el radicalismo y con mucha fuerza. Casualmente o no, entre los primeros nombres del radicalismo local aparece un tal Francisco Villaflor, domiciliado a media cuadra de la plaza central de esta ciudad. También había socialistas, comunistas y anarquistas, pero a contramano de la política nacional seguían mandando abiertamente los conservadores. Tanto prestigio tenían entre una amplísima capa de la población que durante décadas viejos radicales y peronistas han recordado siempre, con buenas opiniones, al líder conservador, a pesar de que en principio eran sus más acérrimos enemigos políticos.
Diversos trabajos literarios e historiográficos han citado a Alberto Barceló. Incluso algunos filmes han descripto su época en general y su política en particular. Pero hay algo que seguramente ninguno de ellos ha logrado transmitir al lector o al espectador: esa admiración de parte de una gran masa de la población hacia alguien que podía resolver todo lo que se le iba a pedir; desde ser perdonado por una multa municipal hasta ser beneficiado por el resultado de la lotería, desde conseguir la libertad de un pariente preso por algún desliz sin importancia, hasta un puesto de trabajo y, por lo tanto, un sueldo ganado con el sudor de la frente.
La admiración y el respeto ganado por ese estilo —independientemente de lo que tenía que hacer el beneficiado a cambio del favor— estaba por encima de las banderas y de las explicaciones ideológicas más medulares. Recurrir a Don Alberto —y lograr ser atendido— era conseguir lo que se precisaba. Y conseguir lo que se precisaba era muchas veces solucionar una angustia que tenía mal, muy mal, a toda una familia.
Este prestigio es el que explica cómo es que numerosos conservadores e íntimos colaboradores directos de Barceló pasaron a las filas del peronismo sin costos denigrantes por el cambio notorio en su perfil político, llegando incluso a asumir puestos de gobierno tras el golpe de estado de 1943 y, posteriormente, tras el triunfo peronista en las elecciones de febrero de 1946. Pero, claro está, no cualquiera tenía acceso al líder y menos de forma inmediata, salvo alguna urgencia encaminada por alguno de sus punteros más hábiles.
El hombre de don Alberto Barceló en Valentín Alsina fue Alfredo Suárez y bajo sus leyes nació Azucena.
Capítulo 2
Desde una familia pobre
Los primeros quince meses de vida, Azucena los pasó al cuidado de Magdalena, quien aún era soltera, aunque también estuvo conviviendo, bajo el mismo techo de la misma pieza del conventillo, con los padres de Magdalena, es decir con sus abuelos paternos, Bernardino Villaflor y Clotilde Ojeda, y con hermanos de su papá que aún eran jovencitos, Valentín, Aníbal y Abraham. Jovencitos pero todos obreros en las grandes fábricas de los alrededores, cuando conseguían el favor de algún capataz que los hiciera entrar.
Era una casa con muchos hombres, pero el principal, su abuelo Bernardino, ya no trabajaba más a pesar de estar en edad (andaba por los 45) porque una enfermedad que llagaba su cara lo había postrado anímicamente y no quería salir, ni mostrarse. Así fue que se aisló hasta su muerte, recién en 1953. Los otros hombres, los jóvenes tíos de Azucena, eran todavía muchachos que trabajaban cuando podían, que se divertían, que simpatizaban con las ideas anarquistas y que andaban en las suyas.
Por eso, prematuramente, el hombre de esa casa fue Clotilde. Una mujer bajita y todo nervio, como la definiría muchos años después su hijo Aníbal, con una sonrisa de emocionada insatisfacción dibujada en su rostro que acumulaba ochenta y cinco años de golpear el viento urbano.
Tal vez pueda trazarse una línea —zigzagueante, sí, pero sin solución de continuidad— que une a tres mujeres: Clotilde, Magdalena y Azucena. Enérgicas, decididas, trabajadoras, motores, y alrededor de las cuales siempre giró la vida de sus respectivos núcleos familiares. Casualmente —o tal vez no— una fue la responsable de la crianza de la otra, sucesivamente. E incluso las tres convivieron durante algún tiempo bajo el mismo techo. Por lo tanto, los consejos de la más vieja llegaron inevitablemente a la más pequeña porque la tenía ahí, cerquita, pegada cada día y cada noche durante años, porque la vieja señora Clotilde vivió añares con su hija Magdalena aunque ésta ya estaba casada con Alfredo Moeremans, un hombre que al parecer, fue el prototipo de hombre de bien.
Esa especie de simbiosis —de ser cierta esta hipótesis que toma cuerpo en medio del mareo de la investigación— pudo haber sido materialmente cierta porque la vieja Clotilde logró vivir hasta 1954; es decir que Azucena vivió sus primeros quince años todos con ella, en la misma casa, bajo su aliento, bajo el mismo estilo de respeto allí elaborado y cultivado.
Y tal vez podamos decir que esa línea se continúa en el presente en Cecilia, la única hija mujer —y la menor de sus descendientes— de Azucena, porque hasta el presente va demostrando que es la que menos quiere olvidarse de su pasado y la que más trabaja para que en el presente no esté ausente el pasado, aunque no pretende que le trabe el futuro. Es cierto que con detalles ideológicos y estilos de los 80 y de los 90, pero también con filamentos misteriosos e inmortales hacia los 70.
Hablábamos de una época difícil y de una familia difícil porque desde su cabeza, es decir desde el padre de familia, estuvo complicada. Pero éste sería un análisis —tan libre como todos los análisis desde la literatura, pero con la rigurosidad que exige una investigación seria— que debe incluirse dentro de todo el cuadro social de la época: del mundo, del país y de este pueblo. Y por qué no, también incluido dentro