Es de suponer entonces que Azucena debe haber tomado aire y sol no sólo en el patio de la casa de alquiler ahora desaparecida, sino también en esa plaza.
Afirmamos lo de casa de alquiler porque la familia encabezada por Bernardino Villaflor y Clotilde Ojeda —padres de Florentino y de Magdalena y “jefes” de ese núcleo— nunca fueron propietarios de una casa y siempre vivieron en piezas alquiladas en conventillos. O posteriormente, ya viejos, en las casas de sus hijos.
Ese rincón de Valentín Alsina es hoy en día una zona colorida, de intenso tránsito, con muchos comercios y, por lo tanto, con gente que los frecuenta y con andanadas de chicos y muchachos que se instalan en la plaza dándole vida siempre sonora y movediza.
Esa casa estaba a veinte cuadras de la empresa Siam, a la misma distancia del frigorífico Wilson, a quince cuadras de la enorme lanera Compomar y Soulas, a quince cuadras de Lanera Argentina, a ocho cuadras de la legendaria planta que sobre la calle Chile tenía la fábrica de vidrio Papini y a sólo ocho cuadras —derechito por Oliden— exactamente de donde la misma Azucena tendría su propio almacén un cuarto de siglo más adelante de su historia.
Siempre fue una calle importante la que mencionamos como Valentín Alsina porque siguiéndola lleva al Puente Uriburu; puente que comunica —Riachuelo mediante— con la sureña, proletaria y religiosa barriada capitalina de Nueva Pompeya, uno de los pocos cruces sobre el Riachuelo que comunican la Capital Federal con la Provincia de Buenos Aires.
Era, en síntesis, una barriada obrera en tiempos en que era muy duro ser obrero porque gobernaba el país la más rancia aristocracia a través de un hombre del legendario y otrora insurreccional —qué paradoja— partido Unión Cívica Radical: don Marcelo Torcuato de Alvear. Hombre bien conocido hasta en Europa, puesto que supo ser recibido por algunas de las más altas personalidades de la época.
Era un país que intentaba lograr buenas cosechas y mantener el gran stock ganadero que poseía. Un país en el que para aquella época —igual que ahora— la propiedad terrateniente ya dejaba claro quién mandaba en el campo y en el que reinaba la leyenda de que con dos buenas cosechas andábamos de parabienes. Claro que los que andaban bien eran los dueños de la tierra, quienes en sus haciendas en el medio de la fértil llanura pampeana, hablaban entre sí en francés porque era el idioma de la gente civilizada y que eran, además, quienes monopolizaban la centralización de las exportaciones. El resto, tenía que ser humilde y maldecirse por no haber tenido un abuelo oficial expedicionario del desierto junto al general Roca, ya que por esa época se repartió tierras a manos llenas para los apellidos ilustres.
En un país y en una época nació Azucena en el que todo estaba en disputa: desde los grandes mercados exportadores hasta el plato de comida gratis que se solía dar para los pobres en alguna institución caritativa; desde más tierra para acumular poder hasta un puesto de peón en un frigorífico; desde el gobierno hasta un miserable cuarto de conventillo.
Para 1924 ya llevaba ocho años de gobierno la misma corriente política. La Unión Cívica Radical (UCR) ya había completado un período electoral con la presidencia de Hipólito Yrigoyen y continuaba ahora —desde 1922— con Marcelo T. de Alvear. Los “conservadores” habían tenido el gobierno desde 1880 hasta 1916 y a pesar de que los radicales detentaban ahora el gobierno, las palancas claves en la trastienda política seguían en manos de aquellos hombres que encarnaban, en concreto, los intereses de la oligarquía terrateniente. Esos intereses ponían el centro en la producción cerealera y en la exportación de ésta. Era literalmente cierto que si tenían dos buenas cosechas consecutivas, todo andaba bien y regaban con el mejor champagne los acuerdos comerciales obtenidos. Y hasta cierto punto se verificaba que todo andaba bien, porque el mercado se movía, porque había algún dinero, porque una parte de esas ganancias enormes iban a parar a algunos nuevos emprendimientos en las ciudades y se creaba la ilusión de que la Argentina crecía.
Pero la gente común sabía que la realidad era otra. Sabía que los portones de los frigoríficos, de los lavaderos, de las curtiembres y de las incipientes metalúrgicas, se llenaban cada madrugada de cientos de hombres en busca de un puesto de trabajo, aunque sea por el día.
Muchos hombres habían luchado para cambiar esta situación, pero sólo los radicales habían sabido denunciar con alguna profundidad y credibilidad la corrupción política del régimen imperante y su carácter antipopular, por lo que llamaron más de una vez a luchar frontalmente contra ese régimen. Fue la única fuerza política que por aquellos años organizó levantamientos armados contra los conservadores y la oligarquía. Levantamientos no sólo organizados sino también encabezados personalmente, fusil en mano, por políticos prestigiados como Leandro N. Alem en primer término, e Hipólito Yrigoyen posteriormente. Es cierto que fueron levantamientos parciales y con demasiado peso de pequeñas facciones militares, de burguesía y de pequeña burguesía, pero fueron verdaderos levantamientos político-militares que amenazaron el orden imperante, que aparecía, para muchas miradas cultas e incultas, como natural e indiscutible. Pero estos levantamientos fracasaron. Tal vez por su carácter predominantemente putchista, por la carencia de un verdadero apoyo y participación de buena parte del pueblo, tal vez por la desconfianza y en algunos casos hasta el odio que gran parte del proletariado simpatizante del anarquismo sentía por los radicales, o por lo que sea. Pero fallaron, con su secuela de muertos, presos y exiliados. Y de cansancio. Por esto hubo una enorme alegría en gran parte de la población cuando Yrigoyen triunfó electoralmente en 1916: ahora era Presidente de la Nación el mismo hombre que había organizado personalmente el levantamiento de 1905, aplastado a sangre y fuego por los personeros que los viejos sectores oligárquicos tenían en las fuerzas armadas. Fue un triunfo del pueblo contra aquella oligarquía. Pero esa oligarquía, si bien había perdido el gobierno, sustentaba el poder aún con más fiereza.
Esta puja estará presente durante los seis años de gobierno de Don Hipólito. Se expresará también en la designación del candidato a presidente por la misma Unión Cívica Radical para las elecciones de 1922 y quien finalmente resultará triunfante: Marcelo Torcuato de Alvear.
En unas pocas líneas queremos hacer una reflexión más sobre este particular.
Los sectores oligárquicos tuvieron que soportar el triunfo de Yrigoyen, pero no lo hicieron de brazos cruzados. Por el contrario, se dieron a la tarea de encontrar los mecanismos para desgastarlo y retomar el gobierno de la forma más tranquila posible. Su táctica fue, como ocurrió con otras fuerzas políticas en el mundo ante situaciones similares, la de socavarlo desde adentro, dividir ese partido y ganar un sector mayoritario para sus propios intereses.
La división del partido se tradujo en crear una corriente “antipersonalista”, para lo que se había trabajado previamente en acusar a Yrigoyen de tomar con frecuencia actitudes “personalistas”. Luego se buscó el candidato óptimo dentro mismo de las filas radicales, pero verdaderamente confiable para las clases dominantes locales y para las grandes potencias que dominaban el mundo en aquella época. Para 1922, el candidato era Alvear, embajador argentino en Francia. Más confiable para el jet set europeo, imposible.
Pero no fue fácil lograr que Yrigoyen aceptara la designación de este candidato. A pesar de que sus sostenedores realizaron un largo trabajo, desde diversos ángulos, para presionar al “Peludo” Yrigoyen, ya en marzo del 22 no había más tiempo para nada y las presiones se fueron cerrando alrededor del líder radical. El 10 de marzo se reunió la convención de la UCR y el 11, en una reunión muy tensa en el Café París —¡¡¡vaya casualidad!!!—, lograron que Don Hipólito dé su media palabra de aceptación por la candidatura de Alvear. Al día siguiente, la convención reunida en el Teatro Nuevo aprueba la fórmula presidencial: Marcelo Torcuato de Alvear y Elpidio González.
A pesar de esta designación Alvear no regresó al país. Por el contrario, intensificó su trabajo en Europa.
Las elecciones fueron en abril y sobre un padrón de 623.380 ciudadanos, algo más de 450.000 votaron en favor del radicalismo. Pero tranquilo, Alvear se quedó en París. En el centro del mundo. Allí recibió felicitaciones