Pero fueron los trabajadores de la empresa Siam los que arrastraron detrás de sí a buena parte del proletariado sureño. Esto lo asegura el mencionado Plácido Álvarez porque estaba ahí. También Azucena estaba ahí, como parte del personal de la empresa Siam y como partícipe, una más, de aquella pueblada.
Siguiendo la información que brinda el Certificado de Trabajo y Contribución citado, solicitado por Azucena en marzo del 53, podemos saber que durante todo el último año de trabajo, ganó quince pesos diarios, que su categoría era la de empleada y que estaba inscripta según libreta de afiliación Nº 239.305. El mismísimo Tito Caserta, en su calidad de Superintendente de Personal, fue quien extendió este certificado, en nombre de la empresa Siam Di Tella Limitada. Digamos —como curiosidad que muy pocos saben— que S.I.A.M. es una sigla que significa Sociedad Industrial Americana Maquinarias. Y que Di Tella es el apellido de una arraigada familia de nuestro país a la que pertenece el ex Canciller7.
Si sabemos que Azucena se casó en agosto de 1949, podemos decir con certeza que continuó un año como señora, frente al tablero telefónico, sin pausa. Hasta que decidió, junto a su esposo, dejar la fábrica. Querrían buscar algo así como su propio destino, aunque suene a título de película.
Pero pasaron otras cosas muy importantes en la vida personal de Azucena durante aquellos años de trabajo en la Siam. Uno de ellos fue el fallecimiento de su padre genético. Otro, su vuelta a la casa de los Moeremans. También apareció el hombre con quien se casaría.
En el mes de marzo de 1942 Florentino Villaflor murió como consecuencia de un accidente en su trabajo.
Trabajaba como obrero en la empresa Lanera Argentina, de dueños franceses, que funcionaba en la esquina de Rivadavia y Ecuador, frente a la casa paterna de Emma, barriada de Piñeiro y muy cerca del Riachuelo y de la ciénaga de Ecuador.
“¿Que por qué le decían la ‘ciénaga de Ecuador’?, porque a partir de la casa en la que vivíamos, alquilada al carbonero de al lado —cuenta Josefina Gómez de Villaflor— comenzaba hacia el Riachuelo una verdadera ciénaga. La gente contaba de muertos ahogados, de chiquitos… y hasta decían que una vez, un guapo de esos fanfarrones y borrachos que había en todos los despachos de bebida, tiró ahí el cadáver acuchillado de un pobre diablo, que mató vaya saber por qué pendencia. Pero lo que no me contaron porque lo vi con mis propios ojos, es una vez que un caballo que andaba suelto, sin monta, se fue metiendo, y como se empezó a dar cuenta que no podía levantar bien los cascos, se asustó y en vez de retroceder, avanzó: despacito se lo fue chupando el agua y el barro. Varios vecinos le tiraron sogas. Lo enlazaron para sacarlo, tiraron, pero no hubo caso, ahí adentro se quedó el pobre animal, al lado de quién sabe cuántos otros bichos”.
Lanera Argentina era un lavadero de lanas, traídas sobre todo de las enormes esquilas realizadas en la Patagonia argentina y que los trenes dejaban en Buenos Aires después de recorrer entre mil y tres mil kilómetros de rieles ingleses, desde haciendas inglesas, francesas y de criollos admiradores de la civilización, y que esquilaban —cintura encorvada— miles de argentinos, chilenos, turcos, gallegos, uruguayos y todo el que se animara a vivir tranquilo y a trabajar, en medio de un mar de nada y viento. El otro rubro que ocupaba muchos cientos de brazos en la misma Lanera era el lavado de cueros, especialmente vacunos.
Todo comenzaba cuando el día aún no tenía luz y los arrieros encaminaban ganado desde los corrales de descanso que estaban en los alrededores más o menos cercanos. En este caso, especialmente del que estaba en el barrio denominado La Mosca —llamado así por el mosquerío enorme que se juntaba alrededor de las toneladas de bosta que diariamente excretaban los animales— a partir de la esquina formada por las calles Pavón y De la Serna, hacia las vías del ferrocarril. Los ingresaban en los corrales de los frigoríficos del lugar —sobre todo en el llamado La Negra— y de allí en más ya todo era un proceso cuidadosamente programado. Desde las cinco, cuando la luz comenzaba a ganar los grandes espacios, los animales eran subidos por una rampa hasta el tercer piso de ese frigorífico: era la sección playa, en donde el martillero desvanecía o mataba con golpes en la cabeza al animal encerrado en el brete; el maneador lo sujetaba de las patas y lo elevaba con un guinche; el degollador le cortaba la cabeza y así el animal iba a los piletones de desangre; luego lo tomaba el garrador de manos y desde ahí comenzaba la faena propiamente dicha, bajo la batuta del matambrero.
En un rato, ya los primeros cueros sin carne —pero llenos de tejido adiposo, coágulos de sangre, trozos de tendones, abrojos, bosta fresca y otras porquerías— se apilaban en carros arrastrados por caballos mansos y guiados por hombres de pocas palabras. Recorrían un kilómetro —por la calle Pavón— hasta tomar una curva extraña hacia el noreste —calle Rivadavia— y por ella un kilómetro y medio. Cincuenta metros antes de unas vías —usadas sólo por vagones de carga— tenían su destino porque los portones de la Lanera los esperaban con sus amplias hojas abiertas, sólo diez metros antes de la calle Ecuador. Los peones descargaban y el carrero se aseguraba de hacerse firmar la papeleta de recibo, para luego enfilar nuevamente hacia el frigorífico en busca de una nueva carga.
Los cueros entraban en los amplísimos galpones de material, altos, con muchas ventanas y decenas de secciones, en cada una de las cuales desarrollaban tareas distintas, aunque todas duras, exigentes y agotadoras. Allí sí que no había diferenciación de nacionalidades porque los yugoeslavos trabajaban al lado de los alemanes, y los franceses —porque también había obreros franceses— junto a los españoles sin recordar que los Pirineos los separaban. Hombres y mujeres. Allí los unía el trabajo, el sufrimiento, el miedo al despido, una paga ingrata y un hambre que los hacia trabajar casi sin chistar.
Los cueros iban primero a los piletones, para su lavado, y después pasaban por varias mesas. “Algunos meses trabajé sacando cueros de los piletones y llevándolos a las mesas; le digo que esto lo hacíamos entre dos, pero igual dejábamos los bofes en cada pieza; ¿sabe cuánto pesa un cuero vacuno al sacarlo del agua?, ¡¡terrible!! Los riñones dejé”, cuenta una vez más Josefina Gómez. Y agrega que también trabajó en el peladero. Esta sección se dedicaba a extraer la totalidad de los pelos del cuero, para que el mismo pasara a un nuevo escalón hacia su destino de un definitivo y pulcro cuero curtido.
“Nosotras teníamos al lado de la mesa, en el piso, un tacho grande con un líquido que envenenaba los cueros. Se ve que le aflojaba las raíces a los pelos o algo así. Entonces, cuando nos dejaban el cuero en la mesa, lo abríamos bien, y le desparramábamos ese líquido con un manojo de trapos que un segundo antes metíamos en el tacho (…) el olor, la repugnancia, no sabe, horrible; y ahí, meta arrancar pelos con las manos y embadurnarnos más con ese veneno. ¡Y tenía que quedar limpito el cuero, eh!, si no, volvía para atrás y a hacerlo de nuevo y encima, el reto del capataz por trabajar mal”.
Cuenta Josefina Gómez que “un día me llamó un capataz chupasangre y me echó; sí, me echó, yo me fui. Por suerte ya estaba mi marido trabajando ahí y por lo menos un sueldo manteníamos. Después me contaron algunas obreras amigas que el comentario era que ese capataz había notado que yo estaba enflaquecida, magra, oscura, y no encontró mejor idea que la de decírselo a uno de los patrones. ‘¡¡Con que otra tuberculosa, eh… échela, no queremos enfermos!!’, le ordenó. Y él me echó. Pero, ¿sabe una cosa?, yo no estaba enferma. Estaba embarazada de la que sería mi hija Clotilde”.
Su marido, tío de Azucena, reafirmará las características del trabajo en la Lanera: “Era un trabajo duro y muy mal pago, claro, pero aparte muy sucio porque había cualquier cosa en un cuero, cosas impensables; pero la parte más difícil para dejar bien del cuero era la zona de la panza ¿vio?, en donde está el sexo (…) ¿Que por qué? Porque la meada moja en el animal todos los