17 La gran idiotez francesa. [N. de la T.]
18 Maridote. [N. de la T.]
19 Lo único que vi en las Indias, fueron los ojos de Madeline. [N. de la T.]
20 Daniel no ha hecho más que empezar a querer un poco a su mujer. [N. de la T.]
21 Novela del escritor holandés Louis Couperus publicada en 1889. [N. de la T.]
22 Multatuli: seudónimo de Eduard Douwes Dekker (1820-1879), escritor holandés autor de la novela Max Havelaar (1860) en la que relata sus experiencias como funcionario colonial y en la que critica la explotación de la población nativa por parte de los holandeses. [N. de la T.]
23 Los colonos que no tenían ningún cargo público y eran “sólo” particulares. [N. de la T.]
24 Subresidente: funcionario holandés que administraba un departamento de la provincia o “residencia”. [N. de la T.]
25 Noticiero de Batavia. [N. de la T.]
VI. Principalmente Viala
Abril. Ahora que por lo pronto he acabado mi trabajo en la biblioteca y Viala ya no me necesita, puedo olvidarme de París y concentrarme en los alrededores de Meudon.xliii Jane ya no podrá satisfacer su pasión por los bosques pelados en la nieve, pues se diría que la primavera nos ha pillado por sorpresa. Después de las últimas nevadas hemos tenido de repente dos días cálidos llenos de sol. Jane trabaja con las puertas y las ventanas abiertas; yo, como todos los días, voy hasta la oficina de correos, pero ahora disfruto del paseo lento y tranquilo.
Anteayer por la tarde estuve con ella buscando sitios que en otoño me habían recordado a las Indias: edificios blancos y aislados, una determinada perspectiva de una verja recubierta de vegetación, un muro con una puerta vieja, todo el edificio en sí, pero visto al final de una calle, desde una curva o por entre los árboles. Me resulta difícil explicarle qué es lo que, en algunos paisajes, alamedas o casas, hace que me detenga de repente y diga: “Las Indias…” Es posible que la iluminación tenga mucho que ver y que, por extraño que parezca, las casas que en otoño me recordaban a las mansiones de las Indias, ahora, bajo la intensa luz del sol, pierden cualquier semejanza. La similitud de la luz recalca precisamente las diferencias y ya no veo un edificio aislado en medio de un jardín, sino el carácter de la propia edificación, austero y real, en comparación con lo que era para mí hace poco. En cambio, un poco más abajo había un pequeño y anticuado hotel que mantenía viva la ilusión; igual que me había sucedido con una pensión suiza en Cassarate, o con algunas casas de Hilversum cuyas sillas de mimbre pueden verse desde la calle. Aquí también había sillas de mimbre en un estrecho porche y, en el centro, dos columnas feas y superfluas y, por consiguiente, muy parecidas a las de las Indias. Nos detuvimos allí a tomar un café, el primero de esta zona que era bebible. La casa tenía una terraza y, detrás, un gran jardín escondido, todavía desnudo, pero que se adivinaba delicioso en verano y llevaba un bonito nombre: La Feuilleraie.
Ayer hizo otro día precioso. Caminé hasta la oficina de correos recorrien-do la estrecha callejuela que desemboca justo al lado, el Sentier des Balysis,eso sí que me seguía recordando muchísimo las Indias, una calle apartada,uno de esos pequeños callejones en los que viven los euroasiáticos más pobres, y de vez en cuando algún nativo entre ellos. A la izquierda un muro,a la derecha setos —los llamados paggers— y arriba tejados por debajo de los cuales la hiedra cuelga de las columnas, ventanas viejas con celosías,igual que allá, incluso una farola morisca con las mismas puntas de cobre y los cristales de colores, como la que una vez trajo a casa mi padre de una subasta. Si abría los brazos a izquierda y derecha, mis manos estaban a tan sólo un palmo de la pared y del seto. Durante unos segundos permanecí quieto en el callejón, fijándome en mi sombra que se extendía justo delante de mis pies. Fue uno de esos momentos en los que se adquiere conciencia de la propia presencia, en los que uno se desprende del yo interno para colocar al individuo, a la persona, en el decorado. Cuando estaba en Bruselas me sucedió en varias ocasiones que, mientras cruzaba una plaza en la que no tenía nada que hacer, de repente me asaltara la idea: “¿Qué estoy haciendo aquí, en Bruselas, en lugar de estar en Bandung?” Sin embargo, lo que me sucedió ayer era distinto; era una conciencia que surgía con mayor lentitud y más deseada, como cuando le dan a uno un susto y no respira de golpe, sino que se obliga a respirar profunda y pausadamente, en contra del ritmo de su corazón asustado.
Regresé paseando lentamente desde la oficina de correos; al llegar al jar-dín que hay junto a la iglesia, todo lo que me recordaba a las Indias desapareció y sólo quedó la calma de un pueblo francés. Llevaba conmigo La vida de Henri Brulard26 y volví a leer el principio, en esa ocasión fijándome no en las similitudes, sino precisamente en las diferencias entre ese “yo” del libro y yo mismo. Todo aquel que siente algo por Brulard (y si no lo siente es imposible leerlo mucho tiempo) se identifica con él. Me lo imaginé caminando a la luz del sol y fijándose en su sombra, como hacía yo mientras pasaba lentamente por delante de la pequeña iglesia de vuelta a casa, con mi sombrero de fieltro bastante alto, mi abrigo desabrochado y con las exageradas proporciones que adopta mi sombra, a veces comprimida, otras alar-gada, podría haberse parecido a la suya. Sin embargo, me fijaba precisamente en las diferencias: su dandismo, su amor por el “mundo”, su deseo, ya desde joven, de vivir con una actriz, las ansias, nunca del todo superadas, de conseguir una medalla. Además, yo no podría escribir de esa forma —tan deliciosamente despreocupada—, con su indiferencia por las repeticiones, disculpándose por el uso de la primera persona, pero sin tener en cuenta lo que es importante o no para el prójimo (no conozco palabra más presuntuosa que este “importante” en algunas circunstancias), divirtiéndose en llevar las cuentas y utilizando a veces mensajes medio cifrados.
Llegué a casa con la intención de empezar en seguida a redactar la historia de mi vida, pero fue en vano. De repente se apoderó de mí una sensación de agotamiento, de incapacidad de considerar algo que no fuera el presente, acompañada por el tormento que me producía un artículo que todavía tenía que escribir para el periódico; me obligué a volver cuatro veces al escritorio para acabar el trabajo, de cualquier modo.
Aunque Vialaxliv hace lo que puede por ocultárnoslo, en realidad no nos necesita para escribir el libro que quiere publicar con nosotros: una antología poética escrita por médicos y farmacéuticos para una clientela especial. En estos momentos se limita únicamente a redactar las pequeñas biografías académicas necesarias para el libro, y trabaja duro porque sabe lo importante que es para nosotros esta edición. En otros tiempos le ayudé algunas veces, cuando decían que yo era rico y él se ganaba el sustento de la misma forma que ahora. Su última publicación fue todo un éxito,xlv y espera menos de la actual, aunque lo suficiente como para vivir algunos meses de ella, y está dispuesto a darnos la mitad de sus ganancias a cambio de un trabajo mínimo.
Aparte de Wijdenes, que compró una parte de mis libros, Viala es el único de mis amigos que en mi actual situación me ha ayudado con algo más que buenas palabras e intenciones. Graaflant me da la amistad espontánea que uno podría desear; su casa siempre está abierta, su empatía es tan sincera y la solidaridad entre personas como él y yo se ha vuelto tan natural con el paso de los años que no establecería una distinción entre su ayuda y la de Viala, si no tuviese