Hacer hincapié en la relevancia de las perspectivas de la élite en el pasado es dar su lugar a los contextos históricos, y así pues rechazar cualquier marco ahistórico, no cultural y no realista del análisis de las opciones en cuanto a la estrategia. Cómo se veía una élite y se presentaba a sí misma y su identidad e intereses abarcaba (y sigue abarcando) el componente más importante de la elección estratégica[26], y, por lo tanto, de sus resultados. De hecho, las consecuencias estratégicas fueron centrales para un importante mecanismo de retroalimentación por el que las élites llegaron a reconceptualizar sus premisas, las que constituían su cultura estratégica. Este proceso es relevante para la evaluación contemporánea y posterior de las premisas estratégicas. Este énfasis en las élites se ha ampliado hasta abarcar el debate sobre cómo las naciones ven sus roles y objetivos[27]. Esta forma de presentar la cultura estratégica cubre también el carácter inherentemente político de la estrategia y las elecciones estratégicas, porque tales elecciones han sido objeto de disputa a medida que han sido planteadas y replanteadas.
INSTITUCIONES Y PENSADORES
Comparados con los procesos formales e institucionales para la discusión y planificación estratégica de las décadas más recientes, sobre todo su contexto militar como una actividad supuestamente distintiva, la estrategia anterior al siglo XIX parece, al menos en ese contexto, limitada y ad hoc en el mejor de los casos, y también se echa en falta tanto una estructura como una doctrina bien desarrolladas que den cuenta del proceso empírico del aprendizaje y la generación de ideas. Así, durante la guerra de Independencia norteamericana (1775-1783), la estrategia británica en Norteamérica la crearon esencialmente los comandantes sobre el campo de batalla antes que el Gabinete o el Secretario de Estado para América, Lord George Germain. Esto fue así incluso aunque la estrategia perteneciese a su ámbito de responsabilidad y aunque él mismo fuera un antiguo general, y pese a haber tenido experiencia en la guerra de contrainsurgencia.
Esta situación, sin embargo, no quiere decir que la estrategia fuera inadecuada para sus propósitos. Además, en el caso de la Europa cristiana (por entonces, «Occidente»), según ha expuesto Peter Wilson, un especialista en las fuerzas alemanas, fue en la guerra de los Treinta Años (1618-1648) cuando surgieron Estados Mayores diseñados para asistir al comandante en jefe y mantener las comunicaciones con el centro político. Dichos Estados Mayores empezaron siendo asistentes personales que sufragaba el propio general[28], aunque bajo dicha forma fueron bastante limitados en tamaño y métodos. De hecho, tal y como se aplicaba entonces, el término «Estado Mayor» puede resultar muy equívoco, porque es una expresión que mira más bien al siglo XIX.
Más allá de la guerra de los Treinta Años, hay otros episodios que han atraído la atención de los estudiosos. Por ejemplo, se ha argumentado que, bajo la dirección del conde Franz Moritz Lacy, mariscal de campo, Austria, que combatía contra Prusia durante la guerra de los Siete Años (1756-1763), estableció lo que se convirtió en la práctica en un proto-Estado Mayor[29]. Tal argumento pone necesariamente los desarrollos anteriores de la guerra de los Treinta Años bajo otra luz y/o implica un proceso de desarrollo episódico. La logística, un elemento clave en la planificación de las campañas durante ambos siglos, ciertamente implicó la intervención de equipos de apoyo.
En su History of the Late War in Germany (1766), Henry Lloyd (c.1729–1783), que había servido en la Guerra de los Siete Años, afirmaba: «Hay un consenso universal de que no hay arte o ciencia más difícil que el de la guerra; con todo, gracias a una de esas contradicciones inherentes al alma humana, quienes abrazan esta profesión se toman pocas o ninguna molestia en estudiarla. Es como si pensaran que el conocimiento de unas cuantas insignificantes e inútiles nimiedades bastan para convertirse en un gran oficial. Esta opinión es tan general, que se enseña poco o nada hoy en día en cualquiera de los ejércitos existentes»[30]. La afirmación era exacta en lo concerniente a la educación formal. Con todo, Lloyd subestimó el muy importante método de aprender haciendo, especialmente por el ejemplo, la experiencia y la discusión en vivo. Lo anterior regía no solo en el entrenamiento, sino también en la esfera pública, por ejemplo, a través de panfletos y periódicos en los que se debatía lo ocurrido en algunas operaciones particulares, criticándose su idoneidad, su concepción y su ejecución.
El carácter limitadamente institucional de la educación militar y la práctica del mando, durante la mayoría de la historia, ha reducido la posibilidad de avanzar desde la cultura estratégica a la estrategia o al menos a la planificación estratégica. A la inversa, la ausencia de un mecanismo para la creación y la diseminación del saber institucional sobre la estrategia ha provocado que el cuerpo de suposiciones y normas referentes a la cultura estratégica fuese más efectivo, incluso más normativo. Este cuerpo de suposiciones y normas afectó tanto a los pensadores como a los actores estratégicos, y a su vez ellos hicieron sus suposiciones. Diferenciar la cultura estratégica de la estrategia en términos muy taxativos tampoco es que sea muy útil en la práctica, aunque el intento puede captar hasta qué punto hay puntos de contraste.
Los argumentos y roles de los pensadores estratégicos (presentados por lo general como teóricos militares), los Lloyd, Clausewitz, Jomini, Mahan, Douhet, Fuller y Liddell Hart, sirvieran o no en el ejército, atraen la atención de los intelectuales, del ejército o ajenos a este. Esto es especialmente cierto en cuanto a Clausewitz, que ayer como hoy es traído a colación por algunos para intentar explicar y caracterizar el éxito militar prusiano, y luego el alemán, del mismo modo que sus escritos proporcionan un punto de referencia para la efectividad de los Estados pasados y la de otros pensadores y, por añadidura, para captar las características esenciales de la guerra[31]. En la práctica, es posible que estos pensadores hayan resultado bastante irrelevantes, o relevantes solo y en la medida en que captaron e hicieron hincapié en las fórmulas universalmente aceptadas y en las ortodoxias que se han forjado, sirviendo en cierto sentido para validarlas.
Es instructivo señalar que, en el caso de China, con mucho el Estado que previamente al siglo XIX tiene un tratamiento literario sobre la guerra más desarrollado, hay escasas evidencias del uso de textos como guía. De hecho, el emperador Kangxi (que reinó entre 1662 y 1722), un gobernante mucho más exitoso como líder militar que su contemporáneo, Luis XIV, no digamos Napoleón, declaró abiertamente que los clásicos militares, como la obra de Sun Tzu, carecían de valor; y son raras las referencias a estos clásicos en los documentos militares chinos[32]. El emperador se enfrentó a una serie de desafíos militares, foráneos y domésticos, y fue capaz de superarlos todos. La práctica estratégica venía de antiguo en el caso chino[33]. La marginalidad de los pensadores explícitamente militares fue también el caso en otros Estados, incluida la Prusia de Clausewitz.
En sentido contrario, estos pensadores pueden en parte ser provechosamente presentados como una muestra de la retórica del poder, un aspecto del poder que fue tan significativo para sus contemporáneos como el análisis, o más incluso. Como resultado de esta formulación de la estrategia, las actitudes, los políticos y las políticas domésticas pueden resultar muy significativos tanto para la comprensión de los intereses como para la formulación y ejecución de la estrategia, tanto como sus homólogos militares, o incluso más. Así, en la «guerra contra el terror» de la década de 2000 y 2010, las medidas que se tomaron para tratar de asegurar el apoyo del grueso de la población musulmana en los países amenazados por el terrorismo, como Gran Bretaña, fueron tan pertinentes como el uso de la fuerza contra los nuevos terroristas o los sospechosos de serlo. La disuasión tiene un papel en ambos casos.
Al otro lado, un manual