Al abordar la estrategia y la cultura estratégica, es necesario, cuando se trata exclusivamente de la estrategia militar, considerar cómo los Estados, o más bien sus élites y sus líderes, en su intento de mantener e incrementar el poder, siguen sus agendas internas y externas, cosa que hacen porque creen que así podrán ser más capaces de lograr sus objetivos y conducir la guerra según sus intereses. La relación entre ambas agendas, la interna y la externa, es importante y tiene efectos recíprocos. No es fácil separarlas.
Siempre han estado (y están) estrechamente vinculadas a esto las sempiternas cuestiones de quién dirige la estrategia (sea como sea que esta se defina) y con qué fines. Esta última cuestión afecta a la evaluación tanto de la competencia como del éxito. De hecho, cualquier estrategia es contingente en contextos complejos, tanto internacionales como domésticos, en el corto y el largo plazo, y carece de una dimensión óptima. Además, la gente que dirige la estrategia no es siempre la misma que la evalúa. Uno de los mayores problemas en la ejecución de la estrategia concierne a quienes toman las decisiones a ese nivel, que han de convencer a quienes marcan los criterios de su éxito de que están haciendo lo correcto.
Cualquier acercamiento a los individuos y grupos gobernantes sirve para explicar por qué esta última matriz frecuentemente adoptada por la estrategia militar, la de los Estados Mayores que se desarrolló a finales del siglo XIX, una matriz que contribuyó a que definiéramos qué es la estrategia, no es, sin embargo, aplicable de un modo sencillo a la mayoría de la historia; y no es que se pueda aplicar tampoco fácilmente a nuestro presente. Atendiendo no a los Estados Mayores sino, en cambio, al contexto de las cortes reales durante los primeros y extensos periodos de la historia humana, podremos también reconsiderar la estrategia durante el último cuarto del anterior milenio, el periodo en el que la palabra ha empezado a emplearse y el concepto se ha desarrollado. En particular, los líderes del último cuarto del anterior milenio, como los de hoy en día, se han conducido a menudo de un modo que no resultaría extraño o fuera de contexto para sus predecesores que gobernaron en dichas cortes.
Esto es: hay elementos en la toma de decisiones de Napoleón, Hitler, Putin y Trump que no hubieran estado totalmente fuera de lugar para Luis XIV (que reinó entre 1643 y 1715). En muchos casos, independientemente de si la referencia a otros tiempos era más cercana o lejana, este paralelismo se buscó, como en el caso de Benito Mussolini, el dictador fascista italiano entre 1922 y 1943, y su repetido intento de establecer resonancias usando referencias explícitas al primero de los emperadores romanos, César Augusto, que había gobernado diecinueve siglos antes. Esta continuidad viene mucho más al caso si nos centramos en la cultura estratégica o en el proceso estratégico, antes que en el contenido estratégico (especialmente en el caso de los medios militares específicos) o el contexto internacional más amplio.
En particular, está la cuestión de hasta qué punto la «gloria», la búsqueda de prestigio y el uso de la reputación resultante para alcanzar objetivos internacionales y domésticos es, no ya importante para todos, sino especialmente atractiva y relevante en los sistemas monárquicos y pseudomonárquicos, hasta el extremo de constituirse en muchos aspectos en su principal propósito estratégico. Esta aproximación a la estrategia funciona comprensiblemente de un modo diacrónico, es decir, a lo largo del tiempo, por más que pueda resultar sorprendente respecto a esta materia, la historia militar, que tanto incide en el cambio tecnológico y por lo tanto en el contexto inmediato y sincrónico. Resaltar el valor del prestigio y la reputación parece entregarse al funcionalismo cultural, porque lo que se valora está ligado a lo psicológico, a la imagen y la competencia. Lo más común, no obstante, era que la competición fuese necesaria a expensas de otros poderes, y que fuera algo enormemente deseado y afirmado en sus propios términos. Una situación que ha continuado hasta la era presente.
El carácter retórico que forma parte de la naturaleza esencialmente política de la estrategia también merece nuestra atención. Tal carácter tiene entidad propia en el esquema fundamentalmente fluido de la estrategia, como lo tienen, de un lado, las alianzas implicadas, y de otro, la índole inamovible de los planes concretos. Quienes se concentran en estos últimos, y en su génesis, tienden a minimizar la importancia de las anteriores. A la inversa, los planes pueden llegar a cambiar muy rápidamente. Sin embargo, ninguno de estos rasgos apela necesariamente a quienes intentan dar forma a una ciencia de la estrategia y a una serie de lecciones que al parecer pueden aprenderse de inmediato, una ciencia que supuestamente puede enseñarse con provecho.
El de «estrategia» es un término que ha sido sometido a un amplio debate en tiempos recientes. En Occidente —y esto es algo que ha llevado de algún modo a retomar el asunto— parece haberse instalado la impresión de que la estrategia es un arte de algún modo perdido; se repiten los argumentos en este sentido. Al fondo hay una crisis de confianza, sobre todo en Gran Bretaña, aunque también en los Estados Unidos, que es el resultado de una serie de derrotas, o al menos de dificultades, sufridas por las fuerzas occidentales en Irán y Afganistán en las décadas del 2000 y 2010, con sus concomitantes problemas para los objetivos occidentales. La retórica y asociada desazón sobre la estrategia ausente o fallida, y sobre la confusión entre política y estrategia, subió más si cabe de tono a partir de 2016. Fue una respuesta específica a la confusión generalizada en las políticas occidentales respecto a Siria y a Oriente Medio en su conjunto. El Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de los Comunes se refirió en 2016 al «fracaso a la hora de desarrollar una estrategia coherente para Libia»[1]. En parte, se ha perdido capacidad para determinar y mantener objetivos plausibles, lo que ha llevado a la incapacidad para formular estrategias efectivas, por no hablar de los problemas de cada una de esas estrategias.
La retórica y la desazón acerca de la estrategia también reflejaban una preocupación más general en Occidente en estos años en cuanto a la falta de un rumbo. Una deriva relativa a la concepción e implementación de lo que a veces se describió como política y a veces como estrategia, y que se refería indistintamente a los objetivos y a su implementación. La confusa y con mucho infructuosa respuesta a la afirmación y el expansionismo de chinos y rusos fue un aspecto de esta desazón. La ansiedad ante las actitudes y políticas del presidente Donald Trump, sobre todo su hostilidad ante el multilateralismo y ante muchas de las instituciones implicadas, incluida la OTAN y la OMC, ha sido uno de los asuntos principales del periodo 2017-2019. Con anterioridad ya se habían despertado otras ansiedades, distintas pero igualmente intensas, respecto a la capacitación estratégica de los presidentes Clinton (1993-2001), George W. Bush (2001-2009) y Barack Obama (2009-2017), ansiedades que han tendido a olvidarse al pasar el foco de atención a Donald Trump.
Con estas inquietudes sobre la mesa, y dadas las respuestas ofrecidas, el término «estratégico» se ha empleado muchas veces en esas décadas del 2000 y del 2010, y no siempre de un modo esclarecedor. Esto es en sí instructivo respecto al vocabulario de la estrategia y su papel en la política, sobre todo en la política de la toma de decisiones y en la política pública de la confrontación. En ambos casos, se ha usado el término «estrategia» con fines retóricos y políticos, y, aunque por lo general de modos diversos, tales fines también han afectado al empleo del término en el ejército y entre los comentaristas académicos.
También ha afectado al vocabulario de la estrategia que los comentaristas se hayan concentrado en las diferencias y tensiones surgidas de comparar los objetivos de las potencias, sobre todo los de China y Rusia a un lado de la balanza y Occidente al otro. Estos contrastes han subrayado hasta qué punto las alianzas existentes y por venir implican compromisos y posibilidades en términos de objetivos y medios y de las consiguientes presiones y problemas propios de la cooperación. Pero hablar de la estrategia como una actividad militar que no toma en cuenta adecuadamente el contexto internacional, como si fuera una variable independiente y sus consecuencias solo aplicables a ella misma, es un error flagrante.
No hay razón alguna para no decir lo mismo respecto al pasado. De hecho, el uso del